Este sueño empezó en el momento en que nos ataron las manos con una cinta azul. No ocurrió violentamente, como algunos podrían pensar. Por el contrario, antes fuimos seducidos por una música que olía a lluvia. Ésta es nuestra canción, dijo él, pero yo no escuché nada, sólo respiré silencio. La noche había caído rotunda horas antes. Eran los últimos días de abril. Las luces de los pocos autos que circulaban, se colaban a través de la persiana. Adentro, el aire sabía a miel. Su gata, blanca como un copo de nieve, de ojos azules, nos miraba feliz desde un rincón. Yo quería ser atada, estaba lista. Vi que la cinta era nueva. Resplandecía en tonalidades azules de mar, de viento. Nunca había visto una igual. Antes estuve atada con una cinta roja y lloré demasiado. Nadie ha visto nunca quién ata las manos de los amantes. Mientras más me apretaba, más disfrutaba del vértigo, de la incertidumbre de perderme y encontrarme en sus ojos. Sólo mi respiración sobresaltada rompía el silencio en aquella habitación de techos altos, decorados con cenefas. Él vive en el tercer piso de un antiguo edificio. Mi madre solía llevarme a esa casa, a ese piso, cuando era pequeña. Allí había un teatro.
Él me mira a través de sus lentes, con esos ojos pequeños que esconden y dicen tanto. Quiero descubrirlo poco a poco. Ya nos conocimos, le digo. Ya antes me perdiste, no lo vuelvas a hacer. Él me besa con la suavidad de un ave, y yo lo abrazo con la fuerza de una ola que desea romperse sobre él y mojarlo entero. Sumergirlo. Mojo sus pies y sus manos, sus pensamientos y sus miedos. Me rompo, me abro como una flor sobre su cuerpo. Coronamos el pico de una montaña, y bajamos de ella para comentar el viaje. Revuelvo su pelo, él hunde su cara en mi pecho. Me huele la piel y los huesos. En la sala hay un espejo. Estoy desnuda delante del espejo. Él está sentado a medio metro en un sillón, con cara de crítico de cine. Déjame verte, dice. Yo me miro al espejo, él me mira a mí. Me sujeta de una mano, como si yo fuese una cometa que él está haciendo volar por primera vez. Observa cada curva, cada redondez, cada herida, cada huella dejada por otros, por otros que ya no están. Ahora sólo está él. Sos hermosa, dice. Me sonrojo. Me siento a su lado y hablamos sobre los tiempos y las cosas que hemos vivido y viviremos. En la habitación, la cama está al lado de la ventana. Afuera, la realidad. Adentro, los sueños. Él se acuesta a mi lado, me rodea con sus brazos como una raíz. Le cuento la historia de los antiguos kahunas. Él se levanta y trae su guitarra. Toca una canción, mientras yo me quedo dormida. No quiero despertar; todavía es abril.