La muerte lenta del salado


Como si fuera un puño cerrado, un apestoso olor a cloaca me golpea la nariz y se me aloja en el estómago. La marea está baja y la mierda flota en la superficie de lo que alguna vez fue un limpio ramal del estero. Me da náuseas, pero no es tan grave, es un olor que conozco de toda la vida, como casi cualquier habitante de esta ciudad / pantano. Estoy la calle 17 y Domingo Savio, cuarto callejón, en el suburbio oeste de Guayaquil. Una zona alejada de los sitios regenerados, que no figura en las postales ni en las guías turísticas.

Es domingo y aprovechamos que los pillos del barrio están chuchaqui para salir a hacer fotos. De todas formas, una vecina nos acompaña. Dice que si nos deja solos, vienen, nos tiran al agua y se llevan la cámara. No puedo ni imaginar lo que sería caer en esa mancha contaminada de la que emerge un aliento fétido, en la que flotan fundas de basura destripadas, y en la que ¡ay! están nadando cuatro niños como si de una piscina con cloro se tratase. “No se preocupe, eso los hace más fuertes, ya ninguna enfermedad los va a matar”, me dice la vecina, sin ironías.

Uno de los niños ha rescatado de los desechos una tabla de espuma que usa como boya, y otro ha hallado una pala amarilla de plástico que le permite imaginar con más credibilidad que está en alguna playa. Tragan agua. Se zambullen y vuelven a salir. A este lugar le dicen, paradójicamente, Barrio Lindo. Más allá, quedan La Chala y Puerto Liza; y cerca está el puente de la A, debajo del cual un gran tramo de estero regurgita la misma pestilencia.

Esto era una antigua zona de pescadores, antes de que en los ochenta el desafuero de los invasores de tierras encontrara un nido. Ahora, a toda esta gran zona suburbana los técnicos la conocen como el subsector E, y es la más fétida y contaminada de todas las vertientes del salado.

A pesar de que siempre viví al pie del estero, se me complica imaginar cómo es que mis padres y tíos aprendieron a nadar en lo que ahora es esta poza color verde aceituna en la que flotan basura, materiales de construcción y todo tipo de porquerías.

Es que antes, allá por los sesenta e incluso durante los setenta, aquí había dos brazos de mar; esto era como Venecia, me cuentan. Pero ya ni fotos quedan para testificar que lo que ahora se conoce como la ciudadela La Chala, donde vivíamos, estaba surcada por lenguas de agua limpia, donde calaban redes, había comercio fluvial y llegaban barcas con madera.

Debió ser hermoso. Agua y pantano, múltiples lugares para nadar, recoger conchas, mejillones, ostiones, o pescar bocachicos, damas, chernas. La diversión estaba garantizada. “Esto fue un paraíso que la gente no supo cuidar”, reflexiona Fausto Gonzabay, uno de los tantos que abonó para que el estero se siguiera pudriendo.

Cuando él, hace 18 años llegó a vivir a la 17 y Domingo Savio, el ramal aún respiraba. Después de su casita, que tiene cinco metros de ancho por 24 de fondo, ya no hay nada. Solo una zanja de unos quince metros de profundidad en la que una hebra de agua pestilente intenta correr.

Los niños del barrio –la mayoría parecen sacados de una postal africana- se divierten lanzando piezas de cerámica y pedazos de cemento que encuentran en la rivera. Agitan el hedor –la única forma de protesta del estero-, y Fausto cuenta que cuando llegó “no había nada de relleno. Esto era pura agua y el salado era bien ancho. Yo vivía por allá donde está la mata de mango, y esa era la última casa”, dice y señala con el índice unas tres cuadras más adelante.

En esa casa vivía con su suegra, una de las fundadoras del barrio, pero cuando vio que la gente llegaba y rellenaba sobre el agua se puso las pilas y los imitó. Un año se demoró en rellenar su solar –elegido y entregado a él por él mismo-. Y para hacerlo, al menos, utilizó unas “cincuenta volquetadas”. “No ve que esto era hondo, eran como quince metros que tuve que rellenar”, dice olímpicamente este padre de cinco hijos, la última de seis. Y es que “el que quiere vivir busca la manera”.

En estas volquetadas –que no le cuestan nada a nadie- venía y sigue viniendo de todo: materiales de construcción, basura, ladrillos, bloques, hormigón de ese que rompen en las calles, y también vienen a botar lodo de desagüe “¡eso sí que apesta!”.

Ni que lo diga, mis pulmones se han llenado –otra vez- de ese olor nauseabundo. Recuerdo que mi abuelo nunca quería visitarnos porque decía que nuestra casa apestaba al salado. Lo peor es que era cierto. Y eso que nosotros vivíamos en una gran casa de dos pisos con garaje, dos patios, salida a dos calles, en la zona urbanizada de La Chala, pero aún así el viento llegaba cargado del aroma y se metía hasta la cocina. Mi hermana y yo, con miedo, siempre llamábamos a los que vivían por fuera del perímetro legal “los invasores”. Era gente ruda, que nos miraba mal, a la que había que mirar con respeto. Por si acaso, nunca íbamos a la rivera.

Pero ¿qué se va a hacer?, pregunta Fausto, uno de los invasores, quien le echa la culpa de la mayor contaminación a los “vecinos cochinos” que botan basura y animales muertos al estero. “Nosotros no le podemos decir nada. Imagínese que si uno reclama, uno se pitea con la gente”. Claro, y este no es lugar para hacerse enemigos.

Quienes han vivido o viven en estos barrios saben que el salado ha tragado más que basura y caca. “Esta era zona de asaltantes de autos. Aquí no entraban ni la policía ni los camiones repartidores de colas. Debajo nuestro hay como cinco carros que los pillos venían a botar después de desmantelarlos”, dice uno de los vecinos que prefiere no identificarse, pero me deja la duda de si el estero también ha tragado gente.

Cualquier cosa puedo creer de este barrio. Yo misma, más de una vez, vi muertos tirados en los callejones, desde mi expreso escolar. Mis compañeros del expreso llamaban a mi casa “la última frontera”, porque unos metros más allá nadie te garantizaba que salieras ileso.

“Pero ahora ya no roban tanto, porque algunos –pillos- se hicieron evangélicos, y otros se murieron”, cuenta Fausto. Y mientras conversamos al pie de su casa, sobre una montaña de residuos, como si se tratara de una burla, un tipo aparece con dos fundas enormes de basura y las echa con total despreocupación al estero. ¿Vio?, me pregunta. Sí, sí vi.

La calle que conduce a este lugar está asfaltada desde hace un par de años. Los carros recolectores de basura van lunes, miércoles y viernes –“a veces vienen hasta los domingos”-, pero la gente elige seguir botando basura al moribundo estero.

Doña Carola, una señora en extremo amable y vecina de Fausto, tampoco quiere peleas con los que botan basura. Es cauta en lo que dice. Llegó a este lugar hace doce años, cuando una amiga le cedió –como si fuera suyo- un solar de ocho metros de ancho por treinta y tres de fondo, que ya estaba relleno. Ella, igual, no quiso ser desconsiderada y le pagó, en partes, por el favor.

Aprovechó eso –“¿porque quién da un pedazo de tierra así como así?”- y también que las volquetas llegaban siempre con relleno. Así que para asegurar bien su casa, rellenó unos cinco metros más allá –“no vaya a ser que un aguaje se me lleve los pilares”-.

“En ese tiempo mi casa era la última. Para poder pararla tuve que esperar, usé una infinidad de volquetas”, relata esta ama de casa, que vende cosméticos y cría a sus animalitos, sentada en la puerta de su casa, levantada con los palos, las hojas de zinc y los plásticos que también llegaban en las volquetas. O sea que todo le salió gratis.

Aquí vive esta madre de cuatro hijos, la mayor de 18 y la menor de cinco, una pequeña con síndrome de Dawn, de nombre Andrea, que juguetea en la rivera del agujero negro sin miedo alguno. Andrea sonríe todo el tiempo, parece que el aire contaminado no pudiera manchar su pureza. Carola, junto a su esposo Julio, el maestro mecánico del barrio, dice que se independizó desde que “se hizo de compromiso”, porque siempre quiso tener lo suyo, y no quería vivir con suegros ni cuñados.

Ella sabe que estos terrenos son municipales, pero no le importa. “El alcalde nos ha prometido que no nos va a sacar. Lo que sí nos ha dicho es que ya no rellenemos más”. Y es que ¿a dónde? El estero en esta zona no tiene más de cinco metros de ancho. En la rivera de enfrente, unas escuálidas casuchas de caña parece que van a caerse con el próximo aguacero.

Carola se acuerda que cuando llegó al barrio, el agua era limpia, “los niños se bañaban, yo nunca dejé meter a los míos”. Y no lo dice solo ella, sino también los expertos en el tema. “Hay ciertos sectores (en el suburbio) donde ya no hay solución para el estero. Zonas donde el agua definitivamente ya no circula (Puerto Liza) y lo que existe es lodo y porquería”, indica Eduardo Cárdenas, gerente de Visolit, la empresa que desde hace siete años se encarga de limpiar las 452 hectáreas de estero de norte a sur que cruzan la ciudad.

Ellos dividen al estero en dos grandes áreas: la norte, que parte del puente Portete, pasa por el puente Del Velero, por el 5 de junio y de ahí se va a los dos ramales: Urdesa y Kennedy. Y la sur, que abarca la parte habitada de la Isla Trinitaria –que es aproximadamente la mitad de la isla- y los suburbios hasta llegar al puente Portete.

Cuando sube la marea arrastra la basura que está en la Isla Trinitaria hacia los ramales interiores, que es donde se deposita la mayor cantidad de basura. La razón de que los desperdicios se queden acumulados es que las continuas invasiones en el sur han reducido el tamaño de los ramales, y han provocado que el flujo y reflujo del agua sea débil.

Provistos de doce embarcaciones –diez para el norte y dos para el sur-, los 92 hombres de Visolit recogen dos mil y pico de fundas diarias de basura en el sur y unos 33 metros cúbicos de palos y cañas; versus 500 fundas diarias en el norte, sector que no presenta mayores problemas. “Ahí el estero está prácticamente limpio”.

Pero ¿qué pasa? ¿la gente es más cochina en el sur que en el norte? No necesariamente. Sucedió que al norte llegó la regeneración urbana, y que la fundación Malecón 2000 contrató a Visolit para que durante el período 2003-2005 realizara no solo una limpieza intensiva en las riberas y el espejo de agua, sino también un programa de reforestación y otro de concienciación ciudadana. “La gente adquirió conciencia con la campaña que hicimos y con las obras del malecón del salado ya se transformó en un sitio de esparcimiento, y la gente dejó de ensuciar”.

En cambio, en la zona sur no se hizo nada de esto. En ninguna de estas zonas se hacen trabajos de recuperación. “Lo que hacemos es limpiar, solamente como para evitar que la basura –sobre todo en el sur- llegue a niveles demasiado exagerados. Si nosotros no limpiáramos el estero a diario sería una mancha de basura”. Pero, a pesar de los recorridos diarios, el salado sigue sucio, porque quién sabe cuándo la gente entienda que no puede seguir botando los desechos al estero.

“Si existiera ese día, si nos dijeran: hasta hoy la gente bota basura, nosotros vamos y seguimos con nuestra labor hasta que el estero quede limpio”, dice el gerente que tiene un contrato hasta 2012 con el Cabildo por 3’600.000 dólares.

A lo largo de este tiempo se han hecho estudios y se han planteado algunas soluciones –algunos proponen la oxigenación por medio de aireadores, descomposición por bacterias-, pero no ha habido hasta ahora la decisión firme de recuperar el estero. Andrea, la hija menor de Carola, no se entera de que la contaminación la acecha. Ella sonríe con su inocencia a cuestas y el agujero pestilente de fondo.

(Texto publicado en la revista Mundo Diners 2009)