El árbol al final del viaje


 

IMAGINA. Te levantas por la mañana. Es un día cálido, los pájaros cantan, piensas en preparar café, pero antes te metes al baño para darte una ducha. Mientras cae el agua sobre tus ojos, ves cómo los azulejos de la pared empiezan a brotarse, como si quisieran salirse de su lugar. Piensas que es una ilusión óptica. Te secas los ojos y continúas viendo lo mismo. Con un poco de nervios, tocas los azulejos y compruebas que están en su puesto, y que no se han movido ni medio centímetro. Están firmes, como siempre. Respiras. Te secas y sales del baño, casi sin abrir los ojos. Cuando ya estás en la habitación, ves cómo el toldo parece estar danzando y la cama levita. Las paredes ya no son planas, sino que forman ondas azules. También, hay esferas de luz flotando por todas partes. Los cajones están abiertos y la ropa vuela, sin ninguna prisa, por los aires. Agarras algo para ponerte. Estás estable, sientes que sabes algo de lo que pasa. No tienes miedo, sino mucha curiosidad. Tocas las paredes y el piso, y siguen fijos en sus lugares, lo que parece haberse ido es la gravedad. Esta idea te excita. Sales a la calle. 

El holograma finalmente ha sido desactivado, piensas en medio de la calle. ¿Y dónde se ha ido todo el mundo? Nadie aparece. Los dueños de las casas se han ido y sus cosas flotan haciendo ondas de luz. Se ve muy hermoso el pueblo así, sin nadie y con todas estas burbujas coloridas a las que puedes atravesar sin ningún problema. Bajas en la bicicleta, pero no llegas muy lejos.

Una voz dentro de tu cabeza te dice que te tranquilices y que entres en ti. Dejas la bicicleta y vas detrás de la casa, donde hay eucaliptos rosa. Te colocas junto a uno de ellos; tus piernas rozando su tronco, tus pulmones llenándose de su frescura. Estás cerca de donde se enciende la fogata. Observas los residuos del fuego compartido. Estás en posición de loto y te dices a ti misma: estoy estable, estoy bien. La voz te dice que te relajes y que no abras los ojos. Tú obedeces. Entonces, una luz muy luminosa te envuelve, durante un tiempo que parece eterno y, a la vez, mínimo.

Cuando pasa la luz y abres los ojos, todo se ha vuelto oscuro. No ves nada. Te agarras del árbol, y comprendes que debes aguantar de esta manera. Sin agua, sin alimento, sin huir, simplemente quedándote quieta junto al árbol, meditando, estando en ti. Sin miedos, sin apegos. Estás sola, como cuando viniste al mundo. La muerte no siempre es física, a veces, los vivos atraviesan la muerte y regresan de ella sanos y salvos.

Mientras te aferras al árbol, te das cuenta de que este cuento se ha acabado. Que ya no hay mundo por conocer, al menos no de la manera antigua. Piensas que al fin la Tierra dio un vuelco y que las dimensiones se han distanciado unas de las otras, no como antes que parecía que todo acontecía al mismo tiempo y ya no se distinguía el pasado del presente o del futuro. Esos conceptos sobre el tiempo se difuminan en un abrir y cerrar de ojos. Ahora no existe más que silencio y oscuridad. Estás en el momento cero, en el inicio del tiempo. Sola, como cuando llegaste. Intuyes que pronto nacerás.

El árbol al que te aferras, te provee de la compañía necesaria. Le hablas tranquilamente. Le dices que la oscuridad no es mala, es lo que es. Tus ojos, poco a poco, se acostumbran, y logras ver a través de la negrura. El árbol te escucha y lentamente te hace conocer su voz. No muestras desesperación, porque los árboles son altamente sensibles a las emociones negativas y podría cerrarse para siempre. El árbol te ayuda a saber dónde fuiste dejando las marcas que te recuerdan el camino de regreso a casa. Te empieza a contar tu historia, entonces descubres dónde y cómo fue que todo empezó.