(Una de las columnas de Lilit, publicada por la revista Soho en 2010)
Amo el olor del sexo. El olor que queda en el ambiente después de una buena cogida. El olor de un hombre que me gusta. Mi olor intenso de mujer. Y he desarrollado la habilidad de reconocer por el olor a las personas más sexuales, de distinguirlos de entre la masa como hacen las mariposas. Dicen que algunas son capaces de oler las feromonas de su pareja a veinte kilómetros de distancia. Somos tan animales.
Sé que mi olor es fuerte y es sexual. Me encanta olerme, oler la humedad en mis dedos después de tocarme, oler mi cuerpo al natural, sin nada que lo oculte. Uso y abuso de mi olor con los hombres. A veces, exagero. Una vez puse en práctica un consejo de Alessandra Rampolla, cuando era una gordita deliciosa que hablaba de sexo en la tele. Ella decía: no usen perfume, tóquense la conchita y rocíen ese olor en sus orejas, en su cuello. Verán cómo se ponen los hombres, cómo las persiguen.
Lo hice. Me masturbé, y rocié mi cuerpo –el cuerpo visible, el que sale a la calle a trabajar- de ese magnífico olor a hembra excitada, y me fui a la oficina con mi nuevo perfume. Me sentía una bomba, y eso fue exactamente lo que proyecté. Fue todo tan obvio. Mis compañeros querían tocarme, besarme, hacerme el amor en el ascensor, encima de las mesas de trabajo. Uno de ellos dijo para todos: “Aquí huele a hembra”. Yo, por dentro, pensaba: somos tan animales y, en ese sentido, tan predecibles.
Desde que era niña descubrí lo inquietante de mi olor. Recuerdo que me masturbaba con ropa y que el calzón quedaba mojadito y me gustaba olerlo toda la noche. Me encantaba cuando mis padres se iban y me quedaba sola en la casa. Lo único que quería era masturbarme a solas, y llenar la habitación con mi olor, ese olor que me hacía sentir una mujer grande.
Tenía 17 años cuando me olieron de verdad. Había bebido demasiado –en esa época un par de copas lo era- y Pablo, mi primer amante, me llevó a su cuarto. Estábamos en un hotel, en Quito. Me desvistió y me dijo: solo quiero darte placer. Mi cabeza daba vueltas. Empezó a besarme la boca, el cuello, los pechos, a mordisquearme los pezones. Y luego bajó, bajó tanto como nadie lo había hecho. Y empezó a olerme allí, en el origen del olor. Ese olor que solo yo conocía, que era un secreto. Él lo absorbía como un néctar, hacía que penetrara en su nariz, que se quedara dentro de él. Respiraba dentro de mí. Luego sacaba la lengua y lamía el olor.
Pablo se hizo tan adicto a mi olor que cuando estábamos en una fiesta, me llevaba al baño, metía su dedo en mi conchita húmeda y luego pasaba todo el rato excitándose con ese olor delante de los demás. Y cuando dormíamos juntos amanecía como en la canción de Soda, entre mis piernas, cansado de olerme. Cuando nos despedimos le regalé como cuatro calzones, y Los versos del capitán.