Marcela Noriega mata a su padre


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POR: MARÍA FERNANDA AMPUERO.
(Texto publicado en la revista literaria Matavilela y en la revista FUCSIA, diciembre-enero 2012).
Marcela es –tiene que serlo- la hija favorita de alguna diosa.
No se explican de otra forma tantos dones reverberando en un mismo cuerpo, en unos mismos ojos de uva negra recién lavada. Pero si hay que quedarse con un don, quizás el más espectacular es el de la risa. Su risa -efervescente, gozadora- niega el desamor.
Marcela Noriega ríe como si nunca hubiese llorado.
Pero la mujer que ríe -y se le forman unos increíbles hoyuelos de bebé- también escribe y la escritura es el vehículo por el que se muestra como realmente es: sensible, vulnerable, melancólica, interrogante.

Mi risa no significa la fe, más bien es el desaliento hecho mueca, la compresión del vacío que me rodea, los años expresados en un estertor.

El verso anterior es uno de los veinticinco epígrafes que abren cada capítulo de Pedro Máximo y el círculo de tiza, la primera novela de esta escritora guayaquileña, conocida sobre todo por su trabajo periodístico, su deslumbrante poesía y por ser alter ego de Lilith, la columnista de sexo que incendia la revista SoHo.
La novela, resumiéndola mucho, es la historia de una mujer que quiere entender qué vida tuvo su padre para ser el déspota que es y al mismo tiempo la de un hombre prisionero de sí mismo que no es capaz de alcanzar –amar- a nadie.
Pedro Máximo, el protagonista, está inspirado en el propio padre de Marcela, fallecido hace 11 años. El año pasado, 2011, a los 33 años, la escritora sintió que en los números había una señal cabalística y se dejó llevar por esa historia -la suya- que quería salir, que necesitaba poética, cierres. Decidió contar para curar, así que hurgó en su inconsciente, en la memoria familiar. Llenó los vacíos con ficción, convirtió los sueños en símbolos poderosos, reinventó la realidad para entenderla y –quizás- enaltecerla. Escribiendo como quien abre puertas, Marcela dejó salir personajes que eran también su madre, su padre, ella misma y el hombre al que ama.
-El origen es la historia de mi padre –dice Marcela y se retracta enseguida-. No, ese no es el origen. El origen es que yo me enamoré de un hombre que se parece a mi padre y de ahí tuve esa idea del círculo de tiza. La historia de Pablo y Piedad es la típica historia de una mujer que se enamora de un hombre que se le parece mucho a su padre y que tiene esa intriga por saber por qué es así. Mi padre era tan hermético, nunca hablaba. Entonces me di cuenta de que la historia de mi padre necesitaba escribirla y finalmente se volvió mucho más importante que la otra.
En Pedro Máximo y el círculo de tiza un pájaro de desamor sobrevuela cada una de las escenas, incluso las más carnales y voluptuosas. Y el silencio es un personaje. No cualquier silencio: es ese cargado y resentido de las casas en las que el marido -el padre- genera miedo. Escribir lo que estaba oculto en su vida fue para Marcela una terapia y un acto de reconciliación con su padre, que murió con el carcinoma del rencor hacia la madre que lo abandonó.
Tal vez por eso, por explicar, por no repetir y por perdonar, Marcela decidió reinventar a su padre. Aunque doliera, le dio vida (como hizo él con ella) y luego lo mató en la ficción para ser libre, para, como explica el psicoanalista Arnoldo Liberman el concepto freudiano de Matar al Padre:

Los malos hijos, o sea, los buenos hijos: todos intentan matar al padre, ergo, todos buscan su autonomía, su realización, afirmar su ser y desarrollar sus tremendas capacidades.

Desde esa búsqueda, Marcela Noriega escribió su novela. Ahora, después de unos meses de su publicación y al ver el éxito que ha tenido sobre todo en grupos de lectura femeninos, lo que quiere la autora es ayudar a otras personas a vivir esa especie de limpieza interior. Así lo explica ella:
-Estoy desarrollando un método para poder, a través de la escritura, hacer una sanación espiritual. Cualquier persona puede, no tiene que ser escritor. Hay que hacer un viaje al inconsciente, no solamente al pasado o a la memoria, porque ahí es donde está el dolor y todos los demonios que nos atormentan. Quiero dar un taller para mujeres porque creo que las mujeres no somos conscientes del poder que tenemos: el primer paso es mirarnos al espejo y dejar de vivir la historia de los demás (marido, hijos) para contarnos nuestra propia historia.
“Volar es un ejercicio de soledad”, ha escrito Marcela. Y ahora lo que busca es propiciar que otras mujeres puedan sumarse al vuelo libre una vez que estén cerrados sus propios círculos de tiza.
Pero lo primero es lo primero: leer la novela.

El círculo de tiza (fragmento)


Fragmento de la novela Pedro Máximo y el Círculo de tiza. Capítulo 24.

Intuía el color de tus entrañas,
la intensidad de tus vientos
Mis ojos eran un inútil vaivén
de cuerpos desnudos

Desde ese primer y desaforado encuentro sexual, Piedad tuvo una intuición tan grande que parecía una certeza: no amaría a ningún otro hombre, al menos no de esa manera. Se sintió, irremediablemente, parte de él y, por primera vez, experimentó la sensación de la pertenencia. Así como eran de él sus brazos y sus piernas, ella también era suya y lo sería quién sabe por cuánto tiempo. Al principio, no le comentó nada acerca de estos pensamientos, no quería que él pensara que estaba loca o que era una bruja férvida. Lo segundo sería más acertado. Se lo dijo años más tarde, cuando sus vaticinios fueron corroborados por lo único autorizado para certificar que las intuiciones femeninas son verdaderas, el tiempo.
Piedad recordó las palabras de Estela: con tu padre supe lo que era estar con un hombre realmente. Esto a pesar de que cuando ella se acostó con Pedro Máximo ya no era virgen. Piedad intentaba comprender. Había tenido numerosos amantes, algunos dijeron amarla y hasta le propusieron matrimonio, pero nunca se había sentido parte ni pertenencia de ellos. Ahora, junto a Pablo, quiere quedarse, permanecer, atarse a sus manos, no volver a huir. Quiere amarlo a costa de todo y, con ello, pagar el precio que exige el amor. Nunca más hará la mochila. Y, si la hace, con seguridad, regresará a sus brazos.
Cuando el sol empieza a pegar de lleno en sus caras, Pablo se levanta y se va a refugiar a su cuarto. Él no tiene la menor idea del monstruo que ha despertado dentro de Piedad. Ella lo sigue. Él se tira en la cama, sobre ella cuelga una hamaca. Regados en el piso, hay discos, zapatos, libros y ropa. Sin decir nada, Piedad se tumba desnuda a su lado. Le pica la nariz por el polvo, pero el cansancio puede más. Pone la cabeza en una almohada mullida y se duerme. Cuando despierta y lo ve dormido, tiene la impresión de que se parece uno de esos niños abandonados que duermen en las calles cobijados bajo cartones. La invade un intenso deseo maternal de abrazarlo,
casi de amamantarlo, pero se contiene. ¿Qué son todas estas cosas extrañas que me provoca este hombre?, se dice. Es muy pronto para saber la respuesta. Respira hondo sintiendo en todo su esplendor el olor a encierro, a soledad acumulada. No ve por ningún lado el rastro de alguna otra mujer en aquella habitación sin luz, sin ventanas. Se despabilan y se quedan en silencio. Pablo lleva en la garganta un nudo que no se desliza, que permanece tieso, inmutable, desde hace muchos años. Es un hombre amurallado, con hondos tormentos. Parece que quiere confiar en Piedad, pero no lo consigue. Su cuerpo se ha vuelto rígido. Ya no la besa, sus manos ya no quieren tocarla, sus brazos no la circundan. De pronto, él está lejos de ella, a pesar de estar en la misma cama. Ella tampoco se atreve a tocarlo. Es como si una enorme ola se hubiese llevado la cercanía que ligaba sus cuerpos sólo hace unas horas, como si la representación hubiese acabado y el telón, caído. El escenario se ha llenado de un frío glacial. Pero ella no quiere irse, no soporta la idea de tener que hacerlo, quiere permanecer junto a Pablo todo el día, toda la noche. No se reconoce. Ella que detesta involucrarse, ahora desea con desenfreno dilatar la despedida. Se asusta por lo que se está sintiendo. Él está callado como una tumba. Ella se levanta de repente, se viste en un santiamén.
–Me voy –dice con voz tímida, esperando que él la retenga. No hay réplica del otro lado, solo un sencillo adiós.

Esa noche, Piedad tiene dos pesadillas. En la primera está en medio del mar, ahogándose. Se ha caído de la roca en la que estaba sentada y lucha contra las olas que la tapan y la envuelven en torbellinos. Se sumerge en un fondo oscuro. Debajo del agua, aparece el cuerpo de Pablo, que ya se ha ahogado con anterioridad. Ella no sabe si descender más para tratar de alcanzarlo, aunque sepa que ya está muerto, o seguir luchando por su vida en esa sima oscura y terrible. Duda, porque sabe que no puede vivir sin él. Los instantes de angustia son eternos. Se despierta sofocada, en la más completa soledad y con este pensamiento retumbando en la cabeza: El amor nos pone trampas, el amor es un torpe ilusionista que sólo engaña a los bobos e infelices. Piensa llamar a Pablo, pero son las cuatro de la mañana y no lo quiere molestar con tonterías oníricas. Vuelve a dormirse. Entonces, sueña con un círculo pintado en el suelo. Sospecha que es su padre quien lo ha dibujado. Ella está de pie, desnuda, al borde del círculo. Tiene miedo de pisarlo. De pronto, siente la presencia de Pablo a sus espaldas. Quiere voltearse, pero algo se lo impide. Tiene miedo y frío. Quiere despertar, pero no consigue despegar los ojos. Esa sensación espantosa de estar atrapado en un cuerpo dormido que no puede moverse ni gritar. Pablo ata sus manos y sus pies. Ella, como un muñeco sin voluntad, apenas se queja, su voz como su corazón es inaudible. Él la levanta como si fuese un maniquí y la pone en el centro del círculo. Se sienta a su lado y la contempla sin decir palabra. Piedad se despierta sudando en medio de la noche. No puede volver a dormir. Quizá ya nunca lo haga. O quizá sí, hay cosas que te ajustan la vida.

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