Cazadoras de hombres


Texto publicado en la revista Mundo DINERS 2009

(Foto referencial)

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Mafer está sentada en un cyber café de la Garzota cuando siente en la espalda unos ojos masculinos que la recorren de pies a cabeza. Cruza las piernas, las descruza, las abre apenas. Se levanta en su metro setenta y la micro falda que lleva atrapa todas las miradas del lugar. Es delgada, morena, tetona, de pelo largo y ondulado. Le falta la Ducati negra para parecerse a Halle Berryen Matrix Reloaded, y el traje de látex para ser Gatúbela. Pero su vida está lejos de parecerse a la de una estrella de Hollywood. Se llama Mafer, tiene 18 años y es prostituta.

Habla con una afectación de femme fatale en la voz, huele a sexo y se mueve insinuante. Se toca los senos mientras cuenta cómo le gusta que los clientes la traten, y lo que ella les suele hacer por 100 dólares, su tarifa estándar. Sabe que su curvilínea figura le da más dinero que cualquier otro trabajo en el que logre entrar, y se ufana de decir que en una semana es capaz de conseguir fácil 900 dólares.

Él tipo del cyber se le acerca, y le dice las mentiras innecesarias que los hombres simples despliegan durante el cortejo: que la ha visto antes, que si ella es la chica de la revista, que parece modelo. Ella finge sonrojarse. Él le propone acompañarla, y obtiene un sí. Pero antes de subir al auto, ella le dice su precio.

Creció en el suburbio de Guayaquil, es la segunda de cuatro hermanos de padre y madre, aunque hay otros cuatro por fuera del matrimonio. A los 15 años decidió irse a vivir a casa de una amiga colombiana de 25 años que ella creía que trabajaba como modelo pero que, en realidad, era prostituta. “Era flaca, alta, cabello negro lacio. Lo malo era que tenía todo postizo”.

— ¿Tú querías ser como ella? ¿Querías copiar su estilo vida?

— ¡École!

Mafer cree adivinar las intenciones y los modales de los hombres con solo hablarles. Le parece que el tipo del cyber es decente, y se va con él. Un cliente más que luego le dará su número telefónico y la promocionará entre sus amigos. Así fue desde el principio. Un amigo le dijo que un chico quería acostarse con ella y que estaba dispuesto a pagar cien dólares. “Déjame pensarlo”, le contestó. Dos semanas después, se acostó por primera vez por dinero. Tenía 17 años.

Pero esta odalisca latina no es tan distinta de las chicas de su edad. Le gusta patinar, bailar, ir a discotecas, la música electrónica y el reggaeton. Se graduó en un colegio fiscal y entró a estudiar Medicina en la Universidad de Guayaquil, pero se retiró pronto. Trabajó en una tienda de vestidos de novia, pero el dinero no le alcanzaba para vivir como ella quería. Con la plata que le ha sacado a su cuerpo ya le compró una refrigeradora y una cocina a su madre, quien está convencida de que su pequeña trabaja de modelo. Solo uno de sus hermanos sabe lo que hace.

“La primera vez fue un poco triste, porque sentí que estaba vendiendo mi cuerpo por plata. Pero él chico era joven, y me gustó”, se acuerda.

— ¿Y si hubiera sido un viejo feo?

— Ay no, creo que mejor me habría quedado chira.

— ¿Y si te pagaba 500?

— No pues, ahí sí… Es que es feo cuando tienes relaciones con personas que tú no quieres, pero es bonito cuando te pagan.

Ahora no le importa acostarse con viejos, y su negocio crece por el boca a boca. Sus clientes hablan bien de ella y reparten su número. Por lo general, complace a los hombres durante media hora o 40 minutos, depende del cliente, y va a las casas de ellos o a moteles. “No hago nada de cosas raras. Pero todo se negocia en ese momento”, dice como toda una experta que ha preferido hacer esto por su cuenta, y mantenerse a alejada de las casas de citas y de los manejadores de mujeres.

— ¿Sientes placer cuando te acuestas por dinero?

— Sí, a veces acabo. Y cuando no me hacen acabar, por lo menos, finjo, disimulo que me gusta… Es que cuando ya lo tienes adentro siempre sientes algo-, se ríe fuertemente.

Pero Mafer está lejos de parecerse a la Lolita de Nabokov –ingenua devoradora de hombres que no sabe lo que hace por boba, inmadura o loca-. Menos se parece a Belén Fabra, la actriz catalana de la película Diario de una ninfómana, que interpreta a una mujer que, literalmente, no puede parar de follar con cuando tipo se le atraviesa. No. Mafer lo tiene claro: “A mí me encanta el sexo, pero con la persona que quiero. Con el resto lo hago por plata”.

Con sus ojos oscurísimos, cruzados por una mirada inquieta y procaz, cuenta que tuvo su primer amante a los 13 años. Luego vinieron dos más a quienes se entregó por amor, sin un dólar de por medio. Después, llegaron los clientes, y se quedó sola.

— ¿Qué esperas de un hombre?

— Que sea sincero, que me quiera mucho y que me lo demuestre.

— ¿Y si un día descubres que le gusta ir de putas?

— No creo que lo haga, para eso me tiene a mí.

La China

Callejea desde las seis de la tarde por los alrededores de la Bahía, en esta ciudad húmeda, caliente, de mosquitos y mareas, que huele al sexo hambriento de una mujer. El olor de La China, una abuela de un niño de dos años, que esta noche lleva un vestido naranja ajustado y demasiado labial, se confunde entre los vapores de la ría y los deseos más básicos de los hombres que la rentan.

Es bajita, no se depila ni las axilas y su cuerpo se nota ajetreado, cansado. Pero tiene luz en los ojos, negros como pepa de guaba. Nació en Quevedo y se vende desde los 19 años. De su boca salen sapos y culebras. Hasta sus propios hijos –tiene 3, el mayor de 26 años- le dicen que es una boca sucia y ella se ríe con esa risa estrepitosa que altera los sentidos. Pero antes de ser La China, fue simplemente Rosa.

Cuando llegó a Guayaquil “primerito” se vino a trabajar a un salón. “Allí me hice de un vaguillo y salí embarazada”. A los 18 tuvo su primer hijo. Su marido la dejó, y ella se fue a vivir con una “señora” que era prostituta. Rosa, una mojina en toda regla, no sabía nada de eso. Lo que sí sabía era que con lo que ganaba ayudando a la tal “señora” en los quehaceres de la casa no le alcanzaba para comprar pañales y leche. Sin embargo, nunca se le ocurrió buscar otro trabajo.

Vivían sobre la calle Ayacucho, a dos cuadras de una casa de citas. Y como “cuando uno es muchacha le gusta jugar”, un día la siguió.

“Y la veo que estaba que bailaba y bailaba. O sea que ella venía a divertirse y yo como cojuda lavando platos, trapéandole la casa y cuidándole los hijos. Yo, en mi inocencia, pensaba que no me quería traer a bailar. Pero no había sido así”, se acuerda. Después “me llevó a la casa y me retó durísimo, como a hija. Otro día me dijo: yo te quiero Rosita, pero no te puedo llevar. Yo le dije: no, lléveme nomás donde sea, yo lo que quiero es tener plata”.

Así empezaron las buenas épocas de La China, en la 18. “Costaba 80 sucres, 80 reales, 8 reales, ya ni sé. La “señora” entraba a revisar a los hombres y cobraba. “Y yo me demoraba como dos horas adentro. A cada ratito me hacían acabar esos hombres, porque yo me dejaba morbosear, me hacían esto, lo otro. Los hombres acababan dos, tres veces. ¡Oye, yo tenía hartos clientes, me hacían la cola!”.

“Luego la señora me explicó: no mijita, no te saques la ropa. ¡No ves que yo me desnudaba en pepita! Y las mujeres del ambiente no nos dejamos tocar. Ahora yo me hago para arriba esto (el vestido), me bajo el calzón, lo reviso, le pongo el condón, pas pas pas pas, y ya… afuera”, se ríe como medusa.

Años más tarde, un hombre le propuso sacarla de esa vida, la llevó a vivir a la casa de él y quedó embarazada de dos mellizos. “Entonces me dijo: ¡ándate a trabajar! Me dijo que parecía carne en tercena, mosquéandome, sin dar plata. Parí mis dos hijos, y volví a la calle”.

Entonces, asoma un rastro de amargura.

— ¿A veces te pones triste por la vida que has llevado.

— Yo sí me deprimo, pero de rato. De ahí como que me da una rabia a mí. Yo no me dejo de los hombres; mejor me voy a tomar.

Ahora, de vieja, dice que le gustan los hombres olorosos, altos, bien vestidos. Antes aceptaba lo que viniera. “Yo me acuerdo que hasta los betuneros se metían a hacerme el amor, y todos esos betuneros me hacían acabar”.

Con el tiempo aprendió que hasta los besos se cobran. Pero no parece que haya muchos que quieran besarla. Ella se para y les dice a los que pasan: “mijo, venga que lo voy a atender bien, mijo, venga mi amor, que le hago la paja rusa, que le hago esto, que le hago estiotro”. Todos se ríen.

Sus hijos saben muy bien lo que hace su madre. Lo supieron cuando estaban en el colegio, y la batida se la llevó. Estuvo presa ocho días. Cuando sus hijos tenían 7 y 8 años se vino al centro, donde está ahora. “Allá (en la 18) no había plata, y aquí sí. Tuve que pelear para que me dejen parar. Cuando llegué había más de 20 mujeres, ahora solo estoy yo, y una vieja más vieja que mí”.

Su hijo mayor le ha pedido varias veces que se dedique a otra cosa, que trabaje en una casa, pero ella dice que no sirve para ser empleada de nadie. Se siente orgullosa de tener, al menos, siete clientes fijos, que le pagan entre 15 y 25 dólares. “Tengo uno que, a veces, me da 40 y ayer tuve uno de 20 dólares que trabaja de chófer de un camión de gallinas”, anota triunfal.

— ¿Has pensado en hacer otra cosa?

— No. Yo soy puta, a mucha honra, por plata mi amor y no por hacer el amor gratis. Nunca he hecho ninguna otra cosa.

— ¿Entonces no quieres dejarlo…

— Sí, cuando me salga un trabajo bueno-, se burla. — No, ahí tengo una platita que cobrar, y cuando lo haga me quiero poner un negocio. ¡Ay, pero igual yo me vendría a putear más que sea de vez en cuando!