Escalón 37


17-8-12-lataberna

Lunes, cerro Santa Ana. La Taberna queda en el escalón 37, a mano izquierda. Tiene un letrero de madera con su nombre y un gato al lado. Cualquier día, este es un bar donde se escucha salsa a todo volumen y se habla a los gritos. Menos hoy. Los lunes es un cálido y húmedo agujero en el que se presentan tangueros, se proyectan películas viejas o documentales, se lee poesía y también lo de siempre: se toma cerveza y se conversa. Esta noche en que, justamente, se celebra el aniversario de la muerte de Carlos Gardel, el bar ofrece tango y poesía.

Salí desde temprano con Carlos, un amigo fotógrafo de prensa. Nos conocimos en la redacción de un periódico hace once años, cuando empezaba mi corta carrera de reportera política. Llegamos a Las Peñas y subimos al escalón 37. La Taberna aún no abre, pero no nos hacemos lío. Nos vamos a tomar unas cervezas a otro bar. Vemos cómo el sol cae detrás de los edificios. El viento que llega del río nos limpia la cara. A las 8:30 decidimos que ya es hora. Entramos a La Taberna. Salvo la dueña, que limpia el piso, no hay nadie. «¡Qué raro!», dice Carlos. No es raro, es Guayaquil.

Pedimos cerveza. Vemos una película de Carlos Gardel que se proyecta. El bar está lleno de objetos antiguos; huele a sudor y a melancolía.

«¡Mira! esos son discos long play de 33 revoluciones. Y ese es un televisor de 12 pulgadas blanco y negro», me dice Carlos mientras observa las cosas alrededor. Me cuenta que tuvo una tele como esa cuando se casó, allá por el año 85; que la compró en La Bahía y le costó algo así como 20 mil sucres. Menos de un dólar.

PEÑAS!!!!!!!!!!!!!!!! 017

Niño Guapo, uno de los gatos de La Taberna, se sube a la mesa de madera en la que estamos contándonos la vida. Se echa encima del trapo que huele a él y que cubre la mesa. Carlos y yo lo acariciamos. La cara del gato está llena de cicatrices por peleas callejeras. Me fijo en que Carlos y yo también tenemos cicatrices en la cara. Él por un corte, y yo por la viruela.

«Esa vitrola podría ser una RCA Víctor. Y esa de allá es una radio de tubo», sigue Carlos describiendo lo que ve, como un niño que viaja al pasado. Yo no tengo idea de lo que habla. Gardel canta «Cuesta Abajo», hoy que se cumplen 78 años de su muerte. Me gusta el lamento sofisticado del tango, también me gusta la voz de Carlos, pero le avergüenza cantar en público.

Manuel y Rocío, los dueños de La Taberna, ya están engalanados y saludan a quienes van entrando. Antes, me contó Rocío, que el lugar se llamaba La Gran Chuleta. Lo pusieron por el año 86.

Llegan, saludan y se sientan en nuestra mesa Fausto y Cristian, que son poetas, y Estefanía, que es actriz y novia de Cristian; ellos tienen un grupo que se llama TeatroMiento. Luego, también llega Kervin, que escribe cuentos. Mientras bebemos cerveza, hablamos de cómo vender libros, de cómo bajar de peso tomando jugo de mandarina con pepa, o de lo último en juegos sexuales adolescentes: el carrusel del sexo. Carlos se ríe mucho. Al cabo de un rato y sin haberlo planeado, Cristian, Kervin y yo leemos poemas para el público. Yo leo un relato que ocurre en Buenos Aires, para no desentonar. Viví en esa ciudad un par de años, y me traje la mochila y el alma cargadas de memorias que deshilvanar.

Luego aparece el cantante Julio González, un guayaquileño elegante y sombrío, que habla en lunfardo, la mezcla lingüística que heredaron los italianos bajados de los barcos a los argentinos. González canta el tango con dolor y angustia. El repertorio es amplio. Cuando ya es medianoche, recita un poema que le acaba de hacer a Gardel. De pronto, me siento en el Tortoni, la mítica cafetería sobre Avenida de Mayo.

La Taberna está por cerrar. Carlos y yo salimos del bar prometiendo volver el próximo lunes. Niño Guapo nos despide en la puerta.

La bicicleta


foto de Alicia Preza Marín
http://www.bicicletablancagdl.org

(Valencia)

Adela me había presentado a su mejor amigo, Guillermo, en la plaza de Benimaclet, uno de los barrios cool de Valencia. Está lleno de universitarios, extranjeros, bares-librería, centros culturales: tiene onda. O, como dirían en España: mola mogollón. Guillermo es un médico, flaco, desgarbado, de barba prolija y sonrisa de canalla. Me gustó desde el principio. Y a él le atrajo mi descaro para hablar de sexo. Eso y también que aquella noche yo vestía un pijama azul. Le había pedido a mi compañero de piso, Sergi, que me trajese un vestido para cambiarme, porque venía sudada de andar en bici. Y el despistado me trajo una bata de dormir cortísima. Después de unos cuantos cubatas me la puse sin problema. Guillermo me abordó. Estaban claras las cosas: me iría con él esa noche. Al día siguiente ambos seguiríamos con nuestras vidas como si nada. Yo no estaba para relaciones ni niñerías. Así pasó. Amaneció y me fui a mi casa. No volvimos a hablar.

Dos semanas después, regreso a la plaza con Adela, y aparece Guillermo. Lo saludo como si nada hubiese pasado entre nosotros, conversamos trivialidades, bebemos cerveza rodeados de otras personas, nos reímos a carcajadas. Me invita a su casa, otra vez. Le digo que mejor no. Dos veces ya es compromiso. Prefiero huir. Son las dos y media de la madrugada, he bebido algunas cervezas, quiero dormir. Me despido. Me subo en la bici y, junto a Toni, un chico que va en mi dirección, emprendemos el viaje de regreso, que dura unos veinte minutos. Yo voy en una pesada bici de alquiler porque la mía tiene la rueda pinchada y la he dejado en el taller. Estas bicis, que son del Ayuntamiento de Valencia, sirven para recorrer tramos cortos. Solo es posible usarlas media hora. Y lo peor es que pesan una tonelada. Escuché de alguien que se partió la pierna porque una de éstas le cayó encima. En Barcelona, el Ayuntamiento tiene el mismo servicio, pero las bicis son ligeras y uno puede ir rápido. Parece que la alcaldía de Valencia no hace nada bien. Si uno se pasa del tiempo límite, le cobran un euro por cada diez minutos. Y es fácil retrasarse porque mover este aparato hace que las piernas duelan con cada pedaleo.

Vamos por la avenida Blasco Ibáñez, pasamos las facultades, las calles están llenas de estudiantes borrachos que ríen con locura. Llegamos al Cabanyal, nuestro barrio. Toni se queda cerca de su casa, yo avanzo hasta una estación de Valenbici, que está a dos cuadras de mi casa, para devolver el armatoste. Estoy exhausta y sudando. Miro el reloj: son las tres. Llego y veo que no hay un solo lugar disponible para dejar la bici, todos están llenos. Hago una mueca. Calma. No pasa nada. A un kilómetro, cerca de la playa, he visto otra estación. Me doy ánimo y pedaleo lo más rápido que puedo por estas callejuelas mugrientas, rotas. Los gitanos, rumanos, yonkis y vendedores de droga del Cabanyal me miran pasar. Ya me conocen, los últimos tres meses me han visto a diario por estas calles pestilentes.

Por más fuerte que pedaleo, no consigo ir rápido. La bici es lenta como una matrona. Llego a la próxima estación y todo está lleno, otra vez. Tengo la cabeza húmeda del sudor. Estoy a un paso del Mediterráneo, ¡qué ganas de un chapuzón! Pasa un africano, me dice guapa. Lo ignoro. Abro el mapa donde están las estaciones de bicis. Veo que por la avenida del Puerto, la más larga de Valencia, hay varias. Giro a la derecha, y avanzo varias cuadras hasta que llego a la intersección de la calle de Eugenia Viñes con la avenida. Ahí hay otra estación de Valenbici, ¡nada! ¡ni un puto puesto libre! A la playa se van acercando manadas de estudiantes borrachos en bicis como la mía. Pienso que ellos deben haber desocupado un lugar. Tomo aliento y avanzo por el carril bici de la avenida. Dos kilómetros más allá veo otra estación ¡todo lleno! ¡Maldita sea, no puede ser! Intento no pensar. Pedaleo intentando no sentir el dolor de las piernas ni el dolor que tendré por pagar la multa. Las calles están desoladas. Veo el reloj, son las cuatro menos cuarto. Un tipo me grita guapa desde un auto. No me siento guapa, me siento asquerosa, empapada en sudor y con ganas de matar a alguien. Odio Valenbici, odio al Ayuntamiento, odio Valencia y sus bicicletas que pesan como una ballena. Dos kilómetros, otra estación ocupada. Dos kilómetros más, y otra estación ocupada. Empiezo a creer que esto es una pesadilla, que estaré pedaleando hasta que salga el sol y que jamás hallaré un lugar.

Estoy llegando al fin de la avenida, casi a la plaza de Zagagoza. He pedaleado este monstruo por hora y media, desde que salí de Benimaclet. Pienso en dejar tirada la bici, tomar un taxi y olvidarme de todo. Pero, si hago eso, tendré una deuda gorda con el Ayuntamiento. Y no quiero. Me paro, respiro, vuelvo a pedalear, hasta que ¡al fin! aparece una hilera de bicis con cuatro puestos libres. Madre de Dios, bendita seas. Me bajo de la bici como si fuese un jinete que ha llegado a su destino. Me tiemblan las piernas. La engancho, paso la tarjeta por la pantallita luminosa, camino, saco la mano, paro un taxi. El sudor me cae a goterones, estoy empapada y contenta. El taxista es un paquistaní. ¡Qué bien hueles!, me dice apenas subo. Apesto a caballo, le contesto. Apestas muy bien, ¿vienes de fiesta?

Cuando llego a casa, Sergi, está petrificado delante de la computadora. Son casi las cinco de la madrugada.

¿Qué haces despierto?– le pregunto.

Leo una noticia – me dice impávido.

¡No sabes lo que me acaba de pasar! – le digo y empiezo el cuento en Benimaclet a las diez de la noche con Guillermo, y termino con el paquistaní. Él ni se inmuta.

Mataron a puñaladas a un chico que primero fue mi amigo y después mi enemigo en Barcelona, era un poeta. Acabo de leer la noticia en el Levante – me dice consternado. Al parecer, no escuchó nada de lo que dije.

¡Dios mío! ¿Y sabes por qué lo mataron? –

Dicen que fue por robarle la bici –.

Relato publicado en la revista Mundo Diners, junio 2012.