Lunes, cerro Santa Ana. La Taberna queda en el escalón 37, a mano izquierda. Tiene un letrero de madera con su nombre y un gato al lado. Cualquier día, este es un bar donde se escucha salsa a todo volumen y se habla a los gritos. Menos hoy. Los lunes es un cálido y húmedo agujero en el que se presentan tangueros, se proyectan películas viejas o documentales, se lee poesía y también lo de siempre: se toma cerveza y se conversa. Esta noche en que, justamente, se celebra el aniversario de la muerte de Carlos Gardel, el bar ofrece tango y poesía.
Salí desde temprano con Carlos, un amigo fotógrafo de prensa. Nos conocimos en la redacción de un periódico hace once años, cuando empezaba mi corta carrera de reportera política. Llegamos a Las Peñas y subimos al escalón 37. La Taberna aún no abre, pero no nos hacemos lío. Nos vamos a tomar unas cervezas a otro bar. Vemos cómo el sol cae detrás de los edificios. El viento que llega del río nos limpia la cara. A las 8:30 decidimos que ya es hora. Entramos a La Taberna. Salvo la dueña, que limpia el piso, no hay nadie. «¡Qué raro!», dice Carlos. No es raro, es Guayaquil.
Pedimos cerveza. Vemos una película de Carlos Gardel que se proyecta. El bar está lleno de objetos antiguos; huele a sudor y a melancolía.
«¡Mira! esos son discos long play de 33 revoluciones. Y ese es un televisor de 12 pulgadas blanco y negro», me dice Carlos mientras observa las cosas alrededor. Me cuenta que tuvo una tele como esa cuando se casó, allá por el año 85; que la compró en La Bahía y le costó algo así como 20 mil sucres. Menos de un dólar.
Niño Guapo, uno de los gatos de La Taberna, se sube a la mesa de madera en la que estamos contándonos la vida. Se echa encima del trapo que huele a él y que cubre la mesa. Carlos y yo lo acariciamos. La cara del gato está llena de cicatrices por peleas callejeras. Me fijo en que Carlos y yo también tenemos cicatrices en la cara. Él por un corte, y yo por la viruela.
«Esa vitrola podría ser una RCA Víctor. Y esa de allá es una radio de tubo», sigue Carlos describiendo lo que ve, como un niño que viaja al pasado. Yo no tengo idea de lo que habla. Gardel canta «Cuesta Abajo», hoy que se cumplen 78 años de su muerte. Me gusta el lamento sofisticado del tango, también me gusta la voz de Carlos, pero le avergüenza cantar en público.
Manuel y Rocío, los dueños de La Taberna, ya están engalanados y saludan a quienes van entrando. Antes, me contó Rocío, que el lugar se llamaba La Gran Chuleta. Lo pusieron por el año 86.
Llegan, saludan y se sientan en nuestra mesa Fausto y Cristian, que son poetas, y Estefanía, que es actriz y novia de Cristian; ellos tienen un grupo que se llama TeatroMiento. Luego, también llega Kervin, que escribe cuentos. Mientras bebemos cerveza, hablamos de cómo vender libros, de cómo bajar de peso tomando jugo de mandarina con pepa, o de lo último en juegos sexuales adolescentes: el carrusel del sexo. Carlos se ríe mucho. Al cabo de un rato y sin haberlo planeado, Cristian, Kervin y yo leemos poemas para el público. Yo leo un relato que ocurre en Buenos Aires, para no desentonar. Viví en esa ciudad un par de años, y me traje la mochila y el alma cargadas de memorias que deshilvanar.
Luego aparece el cantante Julio González, un guayaquileño elegante y sombrío, que habla en lunfardo, la mezcla lingüística que heredaron los italianos bajados de los barcos a los argentinos. González canta el tango con dolor y angustia. El repertorio es amplio. Cuando ya es medianoche, recita un poema que le acaba de hacer a Gardel. De pronto, me siento en el Tortoni, la mítica cafetería sobre Avenida de Mayo.
La Taberna está por cerrar. Carlos y yo salimos del bar prometiendo volver el próximo lunes. Niño Guapo nos despide en la puerta.