El sábado, las huellas de la batalla amanecieron desperdigadas por toda la casa. El pantalón de él en el suelo, las medias de ella debajo de la cama, las gafas y los calzoncillos encima del mueble. Las bragas de encaje negro, detrás del sofá. Cuando se despertaron, Clara le preguntó su nombre. Él no respondió. Ella le ofreció desayunar, pero tampoco contestó. Él hizo una señal como pidiendo papel y lápiz. Clara buscó y lo trajo. Él escribió: me llamo Rubén, soy sordomudo. Ella se llevó las manos a la cabeza, empezó a deshilvanar lo ocurrido, intentando sobreponerse a la resaca. Había empezado a beber desde temprano con unas amigas, para cuando llegó al bar estaba demasiado borracha como para distinguir qué hombre era aquel con el que se meneaba en medio de cuerpos sudados. La música estaba tan alta que no se podía hablar. Ella se había metido dos rayas, y se había subido a un taxi con este desconocido. Mientras iban a su casa, lo besaba enloquecida, como si quisiera devorarlo. Atropelladamente, venían a su mente escenas de sexo. Se acordó de que él había eyaculado demasiado pronto, y de la sensación de frustración posterior.
Un asco irrefrenable le revolvía el estómago mientras pasaban los minutos. Lo miraba horrorizada. Él era más bajo que ella, y tan flaco que se le veían las costillas. Su cabello era ralo y canoso. Parecía enfermo, y tenía un lunar de carne encima de la boca. El sol trayendo su asquerosa claridad. Es mejor la noche que todo lo disimula, todo lo hace ver menos terrible.
Ella buscó sus cosas esparcidas, y se las trajo. Quería que se fuera inmediatamente. Se vistió y le hizo señales de que debía salir. Él tomó el papel y escribió escrupulosamente: te esperaré aquí hasta que regreses. Clara dijo que no, que de ninguna manera, moviendo la cabeza, alterándose. Él se vistió y salieron juntos. Ella dio una vuelta falsa alrededor de la plaza. Quería despistarlo, tener la seguridad de que se había deshecho de aquel tipo que, a estas horas tan lúcidas, le parecía despreciable. Mientras caminaba, con la cabeza retumbando como un tambor, sólo pensaba cómo pudo acostarse con él. Se alejó unos pasos más, compró pan y el periódico. Regresó. Sintió alivio al no verlo, subió a su casa y se volvió a dormir.
Cuando despertó quiso creer que todo había sido un mal sueño. Esa noche había quedado con unas amigas. No les contaría nada, le avergonzaba sobremanera aquella historia. Era patética, sin gracia alguna. Se arregló y salió. Rubén la esperaba en la puerta. Clara se asustó al verlo. Le preguntó qué hacía ahí. Él le señaló el reloj como diciendo que era tarde. Los pájaros nocturnos cruzaban el cielo en bandada con dirección al sur. Ella lo ignoró y se subió al primer taxi que pasó. Cuando volvió a su casa, a las dos de la mañana, él seguía sentado en las escalerillas de la entrada al edificio, esperándola. Le hizo la misma señal con el reloj. Ella le pidió al taxista que esperara a que entrase. Rubén acariciaba la cabeza de un perro lanudo y callejero. Ella lo miró como quien ve a un insecto. Abrió la puerta y entró. Él se quedó impávido. Ella no podía dormir, miraba por la ventana y lo veía ahí, solo y ausente. El perro se había ido. Pensó que tal vez era una persona sin casa, un desamparado. Tal vez si llamaba a la asistencia social se lo llevarían. Pero no vestía como un pobre: llevaba reloj, gafas, ropa de marca. Solo es un tipo molesto, pensó intentando, en vano, conciliar el sueño. Al día siguiente era domingo, Clara no salió de su casa. Él no se movió del portal. Ella tenía miedo de bajar. Pero el lunes lo tuvo que hacer para ir al trabajo. Él la esperaba en la plaza, sabía que debía cruzar por ahí para tomar el metro.
La vio y le entregó un papel que decía: Perdóname por molestarte, sólo quiero que cenemos esta noche. Ella dijo que no con la mano y la cabeza, y apretó el paso. Él la siguió y le enseñó el revés del papel que decía: Quiero hacerte el amor. Esta vez no me correré tan rápido, te lo prometo. Ella lo miró con repugnancia, y se marchó de prisa. Cuando volvió del trabajo, él estaba en las escalerillas. Ella pensó en llamar a la policía, y denunciarlo por acoso. Continuó caminando, él le mostró otro papel que ella no quiso leer, subió y, antes de tirar la puerta, le gritó: Lárgate, no te quiero ver más por aquí, si no te vas llamaré a la policía.
A la mañana siguiente, él estaba en la plaza. No se le acercó, sólo la siguió con la mirada mientras caminaba a la estación del metro. En el trabajo, le comentó a Diego, un compañero con quien tenía confianza, lo que estaba ocurriendo. Él se ofreció a ir con ella a su casa esa noche. Era martes. Cuando llegaron, Rubén no estaba en las escaleras ni en los alrededores. Ella se alegró, y empezó a creer que había exagerado. Subieron, ella le sirvió café y conversaron amenamente.
Cuando Diego se despidió era tarde, ella abrió la puerta desde el intercomunicador y no bajó. Se dio un largo baño, y se fue a dormir. Al día siguiente, en la oficina todos comentaban lo que le había ocurrido a Diego. Al parecer, un ladrón le había querido robar y le asestó siete puñaladas. Cuando lo encontraron había perdido mucha sangre. Estaba grave en terapia intensiva. Menos mal, ningún órgano importante estaba comprometido. Ella fue a visitar a Diego al hospital. Quería saber cómo era el tipo que lo atacó, estaba segura de que se trataba de Rubén. Él estaba entubado, inconsciente, no la dejaron pasar. Fue a su casa, y encontró a Rubén en la entrada de su edificio. Llevaba un papel en las manos. Se lo mostró cuando la tuvo más cerca. Decía: Quiero volver a hacer el amor contigo, y no me iré hasta conseguirlo. Ella empezó a golpearlo con la cartera, lo insultaba y le decía que su amigo estaba muriéndose por su culpa. Él no se defendía.
Ella subió y llamó a la policía. Les dijo que había un tipo que la acosaba, y que había atacado a un compañero de trabajo. Dijeron que un patrullero pasaría por su casa esa misma tarde. Ella no volvió al trabajo, se quedó a esperar a la policía, mientras veía por la ventana cómo Rubén la esperaba en las escalerillas mirando al suelo. Era miércoles. Cuando llegó el patrullero, pasadas las siete, ella bajó. Rubén seguía ahí, inmóvil. Ella le dijo al policía, señalando a Rubén, que ese hombre la había perseguido durante toda la semana y que creía que había atacado a su amigo. El policía le pidió los papeles a Rubén. Él se los entregó. El policía dijo: Es sordomudo, y tiene carnet de discapacidad. Ella dijo: Es un acosador, lléveselo preso. Rubén se mantenía con la cabeza agachada. No puedo. No tengo pruebas de que haya cometido un delito, dijo el policía. Si usted quiere, acompáñeme a la delegación para que ponga una denuncia, pero le advierto que deberá tener pruebas del acoso y del ataque. Clara se dio la vuelta furiosa, y subió a su casa. A la mañana siguiente, Rubén continuaba en las escalerillas. Era jueves.