GUAYAQUIL CENTRO, TERRITORIO DE ARTISTAS


La ciudad es un macro espejo, un caleidoscopio, en el que se refleja el inconsciente de todos quienes en ella habitan, sean propios o extranjeros. La ciudad plasma aspectos de nosotros mismos que no podemos ver a simple vista. Y lo hace de una manera amplificada, en lo colectivo, a lo grande. Por alguna razón, mi alma de poeta y cronista eligió a Guayaquil como su ciudad natal, como su matriz, el útero contenedor colectivo, al que todos regresamos una y otra vez.

Guayaquil es una ciudad construida sobre pantanos, manglares, lodo, agua estancada o de corriente lenta. Algún día fue un paraíso para los lagartos, papagayos, cangrejos, iguanas, ardillas, monos y también para los samanes, guayacanes, ceibos y muyuyos. Pero, ahora, la ciudad es un infiernillo de alrededor de cuatro millones de personas, donde manda el materialismo, y prima la supervivencia. El calor es insoportable, los árboles han sido derribados. En Guayaquil todo tiene un precio, se vive el consumismo en su máxima expresión. Nada permanece. Todo es desechable. Los budistas dicen que la mente humana es como un mono que va de rama en rama intentando coger un banano que nunca alcanzará. Así actúa una persona que nunca logra estar en ella misma, en su centro, que no consigue la paz interior. No es casualidad que a los propios de Guayaquil les llamen “monos”.

Sin embargo, en el centro, en el corazón de Guayaquil, podría haber una luz. El centro es donde las ciudades llevan el alma. Y el alma de Guayaquil es alma de artista. Alma sensible, hiper-sensible dirían algunos; curiosa, ávida de vivir experiencias que la sacudan, siempre lista para la aventura y el romance, ansiosa de adrenalina y pasión, ingobernable, rebelde, profunda. Autodidacta, investigadora, libre-pensadora, llena de dones y talentos que ha desarrollado en sus muchas vidas. Un artista es siempre un alma vieja. No le gustan las doctrinas, huye de los yugos. Es el alma de los poetas, de los músicos, de los pintores, de los cineastas, de los filósofos, de los artistas escénicos, de los amantes de la vida al aire libre, de los perseguidores de la libertad, de los viajeros.

En el centro, todo parece ir más de prisa, pero los artistas hacen que se ralentice la vida. Ellos desgranan el tiempo. Se relajan y logran abrir espacios donde es posible respirar un aire menos viciado, un aire de autencidad. Los artistas limpian la estela tóxica que deja el consumismo, el borreguismo, la inconsciencia que esclaviza a las masas. Los artistas salen de la multitud, pero no la desprecian, sino que intentan elevarla a su altura, compartir un poco de su libertad creativa, de su inmenso potencial creador.

Si eres un artista, Guayaquil te empujará para que seas su voz, y la expreses de la manera en que tú sabes hacerlo. Ve al centro y encontrarás el alma de esta ciudad. Ella te acogerá, y te darás cuenta de que puedes ser lo que tú quieras en ella. Guayaquil no se espanta de nada. Tú eres quien podría asustarse de las sombras que proyectarás en su escenario. Ella incitará tus sentidos para que la bailes, para que la bebas, para que la saborees, para que te enamores de ella y la penetres. Te llevará a sus profundidades. Ella calmará tu sed de cuerpos, tus ansias de sentirte adentro.

Pero, déjame decirte, que esta ciudad es de aquellas amantes que al día siguiente no llama y que, para volverlas a ver, tienes que hacer algún truco. Te parecerá que, en Guayaquil, todo truco se hace con dinero. Intentando alcanzar el dinero que te permita hacer el truco para poder “vivir la ciudad”, te volverás un esclavo de ella. Entonces, empezarás a transitar tus sombras y las verás reflejadas en sus calles, en su gente, en su arte. Es cuando empieza el juego del caleidoscopio. Una vez que comprendes los patrones de la ilusión en los que vive Guayaquil, empiezas a divertirte.

En apariencia, la ciudad cambia, pero solo en apariencia. En el fondo, siempre es la misma. Su personalidad se refuerza con el tiempo. Guayaquil no medra, no evoluciona. Eres tú quien evoluciona si aprendes a nadar en sus turbulentas aguas.

Estos son seis testimonios de artistas, gente que ha movido y que mueve la actividad cultural en el centro de Guayaquil. Seis versiones distintas del juego, del mismo caleidoscopio.

ALICE GOY-BILLAUD: La efervescencia del ahora

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(escritora y viajera francesa de 27 años. Vivió en París, vivió en India, y nunca se ha sentido tan en casa como en Guayaquil. En menos de un año aprendió español, sin hacer ningún curso, simplemente viviendo la vida bohemia del centro. Está escribiendo un libro autobiográfico, en español, al respecto. Este texto está construido a partir de algunos fragmentos.)

París, te amo más que todo, pero hoy día, me cansas. Guayaquil me hace pensar en París. Y en Nueva Delhi también, donde estuve viviendo siete meses. De Nueva Delhi encuentro en Guayaquil el calor y la libertad. La libertad de la locura. La locura de la libertad. Cosas que no puedo hacer en mi país, como abrir un café en una salsoteca underground que propone literatura erótica los jueves. De París, Guayaquil tiene las noches. La belleza de las noches; el calor de los cuerpos.”

Alice Goy-Billaud

Guayaquil ejerce un encanto irresistible para algunos viajeros, escritores o artistas que buscan la noche, la vida cultural que se bebe en largos sorbos de cerveza y que palpita en determinados lugares del centro. Alice Goy-Billaud es una de ellas. Nació el 26 de junio de 1989 en Montpellier, al sur de Francia. Eligió Guayaquil como su destino, después de haber buscado trabajo en China durante tres meses y de haber vivido en París y en India. Aplicó para tres puestos en América del Sur. La Alianza Francesa de Guayaquil fue la que primero le contestó. Se instaló en la ciudad y a los 8 meses, renunció al puesto de profesora de francés porque estaba descubriendo la vida bohemia del centro y el trabajo no le dejaba tiempo para dedicarse como quería a experimentar la noche.

Alice llegó a Las Peñas, el año pasado, como cualquier turista. Pero a ella no le gusta solo «visitar», sino conocer a fondo los lugares y su gente. Dice que las ciudades son como mujeres. Y, al igual que París, Guayaquil es una mujer bien poderosa que tiene influencia sobre todo lo que Alice hace.

Sus primeros trayectos eran desde la Alianza Francesa hasta la calle Numa Pompilio. Iba lo más rápido que podía, porque apenas llegó a Guayaquil conoció a J y se enamoró perdidamente. El bus la dejaba en el mercado artesanal, bajaba la calle Loja, entraba en el Malecón, pasaba por el MAAC, caminaba sobre las piedras irregulares de la calle Pompilio, y llegaba a la terraza de J. Esta llegada era su momento favorito. “Al bajar las escaleras, se puede observar el río tranquilo que me hizo amar esta ciudad”, escribe en sus notas. Alice está preparando un libro en español sobre sus vivencias en esta tierra caliente.

J. introdujo a Alice en los tres lugares que luego serían su vida en el centro. Estos tres lugares han sido, en los últimos tiempos, el punto de encuentro de los artistas que viven o están de paso por la ciudad. La Culata, el Guayaquil Social Club, que luego cerró, y El Cangrejo Cultural, «el único lugar dónde vale la pena ir para bailar de verdad».

Empezó con el Guayaquil Social Club. Se hizo amiga de Gabriel Proaño, un fotógrafo free-lance que decidió abrir este bar sobre la calle Rocafuerte como un espacio libre para músicos, actores, escritores, pintores o cualquier artista que quisiera intervenir. «Estaba buscando un lugar como el Guayaquil Social Club desde que empezó mi vida nocturna. Este bar mueve una parte del pequeño mundo intelectualo-cultural de la ciudad, que entiendo como una comunidad muy cerrada. No aguanto este mundo en Francia, quizás porque no me siento parte de él, pero me encanta mezclarme en él en otros países.»

Alice se dedicó a pintar un mural en el primer piso del bar. Terminaba clases a las 9 en la Alianza Francesa y llegaba, con el apuro de siempre, hasta el Club. “Bajaba la 9 de octubre, me paraba por el parque Centenario para comer un encebollado con mi amigo José, quien tiene allí su quiosco y seguía sobre la 9 hasta girar en la Córdoba. Giraba a la esquina de la Juan Montalvo y allí estaba el bar de mis sueños: abierto como una segunda casa, rústico y underground como un garaje de adolescentes que buscan un lugar para tocar música, amigable como un bar de pueblo donde todos los amigos se juntan porque no hay otro lugar”. Se quedó unos tres meses trabajando en el bar. Pasaba más ahí que en su propia casa. Atrás de la barra, viendo a sus amigos bailar y pedirle cervezas, era la más feliz del mundo.

Pero el bar fue clausurado dos, tres veces, perdió a sus clientes y nunca abrió de nuevo. El mural de Alice quedó encerrado en la sombra. Su vida del centro se movió a la calle Córdova y Mendiburo, donde queda el restaurante La Culata, que para Alice es como el Café de Flore, del boulevard Saint-Germain, de París, que fue lugar de encuentro de dadaístas y surrealistas. Alice es generosa al hacer esta comparación, pues en el Café de Flore, personajes como Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir tenían mesa fija y atrajeron allí a buena parte del movimiento existencialista. Sartre escribió: «Durante cuatro años, los caminos del Flore fueron para mí los caminos de la libertad».

Alice ve que en La Culata, de Guayaquil, se juntan los artistas por todo motivo, una reunión de trabajo, comer un poco, compartir una biela. F., quien luego se hizo novio de Alice, dice que lo que hace un lugar, aquí en Guayaquil, no es el parecer bonito, si no la gente que cae. Y la gente cae a la Culata porque la Muñeca y Freddy, sus dueños y anfitriones, lograron dar amor a la comida y al ambiente.

(Escena tomada del libro de Alice)

Llego a La Culata. Son la cinco, y me uno a F. que está desayunando una cerveza y un ceviche.

Ustedes los artistas se levantan a las tres de la tarde y empiezan el día con una cerveza.

La plena, contesta F. y se deja resbalar en su silla, las manos sobre su barriga. Mira, qué bella es esta ciudad. Mira cómo voy a quedarme aquí y las cosas van a pasar.

Tenía razón. Sentarse en la terraza de la Culata es una cosa maravillosa. La gente pasa, saluda, se sienta, conversa, se va un rato, regresa, toma una biela, se caga de risa y, a veces, se calla. Y todos nos callamos para mirar a los buses y disfrutar del tiempo que pasa lento. Así es Guayaquil.

A veces, llegamos juntos. Él, con su bicicleta roja. Ojeo para ver si conozco alguien. F. no lo necesita, él ya conoce a todo el mundo (y gracias a eso, conozco a mucha más gente hoy). La primera persona que va a saludar es la Muñeca. La Muñeca es la dueña del lugar y también la mamá de estos niños borrachos. Todos están de acuerdo en decir que hace el mejor ceviche de Guayaquil.

Nos sentamos afuera para disfrutar del viento. El tiempo pasa, los panas se unen, las cervezas en la mesa se añaden y la bulla crece. El guayaco tiene esta particularidad: después de solo una cerveza empieza a gritar. Llega la noche y se inicia un movimiento lento para moverse de lugar. Cuando todo el mundo terminó de comer su plato (o el de otra persona, porque el guayaco tiene también la particularidad de compartir cualquier cosa que pide con 2, 3 ó 6 amigos), empieza el viaje más largo del mundo hasta El Cangrejo Cultural, dos cuadras mas allá de la Mendiburo.

El Cangrejo Cultural es mi otra casa. Es un hueco que solo tiene de cultural su nombre y la mitad de la gente que cae. La otra mitad son borrachos y punto. Los jueves son noches de lectura de poesía y literatura erótica. Nunca me arriesgaría a leer allá porque la gente está más ocupada en emborracharse, reír, gritar o en pelar su cangrejo que en escuchar, ¡yo incluida!

Después de la poesía es la hora de bailar salsa. Bailamos hasta el cierre, compartiendo cervezas menos y menos heladas y riendo más y más fuerte. Como de acostumbre, el cierre se hace con la policía. El bar se vacía y nos quedamos una hora más afuera, chupando las últimas bielas.

Esta vereda es parte inherente al Cangrejo Cultural. Una vez, salimos temprano de un evento que hubo a una cuadra y queríamos seguir la noche. Fuimos al Cangrejo pero estaba cerrado. Perdidos como niños sin padres ni casa, nos quedamos en la vereda pensando en dónde ir. Al lado, una familia estaba chupando en un carro, y sonaba salsa. Nos ofrecieron unos tragos y nos pusimos a bailar en la vereda vacía, hasta que se acabaron los tragos y se fue la familia, deseándonos un lindo final de la noche.

Cuando se termina el baile, empieza la ruta del punto A al punto B. Del Cangrejo Cultural tenemos que ir a la Ferroviaria, donde vive F. Subimos la Córdoba, giramos en la P. Icaza, y hacemos la primera parada. Compramos las «dos últimas bielas» en el Economarket de la esquina. Parece cerrado, pero hay que tocar la ventana mágica, y allí se puede pedir cualquier cosa. Para beberlas, nos sentamos en la esquina de la 9 de octubre. Los chicos llaman a este lugar «la oficina». Al inicio de este ritual, me quedaba bastante callada, escuchando las huevadas de los chicos. Luego, vino mi integración y ahora soy parte del grupo. Gané el derecho de que se burlen de mí también. Estar bebiendo cervezas en la calle de noche en Guayaquil es una experiencia genial.

Antes de venir a Guayaquil, Alice estuvo viviendo siete meses en Nueva Delhi. Allá aprendió todo lo relacionado con el té, así que, por las mañanas hasta las seis de la tarde, Alice abre El Café del Cangrejo, que queda en el mismo local del Cangrejo Cultural. Ahí, además de café con caña o café chai, prepara variedades de té: verde, negro, rojo, de flores, de frutos, o el té de la bruja, su especialidad. Se siente tan gusto en Guayaquil que está buscando departamento en el centro. “Es la primera vez que me siento en casa”, dice.

AMARANTA PICO. El centro como un horizonte abierto

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(antropóloga, investigadora, escritora quiteña. Se mudó al centro de Guayaquil el año pasado para trabajar en la Universidad de las Artes y su experiencia ha resultado profundamente transformadora.)

He llenado como diez cuadernos de información sobre mí misma en estos meses en Guayaquil. Me siento tan bien recibida que estoy repleta de gratitud”.

Amaranta Pico

Amo el silencio, dice Amaranta Pico para empezar. Ella nació en Quito hace 36 años, y el 7 de junio del 2015 se mudó al quinto piso de un edificio que queda sobre la ruidosa calle Aguirre, esquina Malecón. Desde el ventanal de su cuarto hay una vista espectacular de la ría, el centro y su lugar de trabajo: la Universidad de las Artes.

En Quito, también vivía en el centro, en Matovelle y Canadá, en el barrio San Juan, justo en una esquina en la que los buses frenan con mucho esfuerzo por lo empinado de las calles. Como diez líneas de buses pasaban por ahí. No había instante en que no haya un bus pitando o frenando, u otro carro casi chocándose con él. Lanzando humo negro todo el día. Por suerte, solo la sala daba hacia esa calle. Su cuarto daba hacia las montañas. Frente a su ventana había un horizonte abierto. San Juan es un barrio muy empinado, es como un mirador natural de Quito. Desde su ventana se veía el Cotacachi, el Imbabura, el Cayambe, el Cotopaxi, el Antisana. En su habitación, en las noches, el silencio era total. Si abría las ventanas, se desplegaba un paisaje increíble.

Yo llegué un domingo de noche a Guayaquil y el lunes por la mañana, el ruido era ensordecedor. Acá pitan el doble, es mucho más ruidoso. Y aunque aquí estoy en un quinto piso y allá era un primer piso, aquí fue más fuerte el ruido. Pero ya el segundo día, dejé de poner mi atención en ese ruido, cambié mi actitud, porque si me enfocaba en esa queja, no lo iba a pasar bien. Lo que hice fue, como si fuera una lámpara que le había puesto al ruido, quitarle la lámpara al ruido y ponerla en todo lo otro que sí estaba bien. El ventanal es enorme, y desde mi cuarto se ve un paisaje impresionante. Cuando uno se levanta, no ve los edificios. La vista de la ventana me permite sólo ver la Ría y la isla Santay. Se ven solo árboles. Entonces, mi primera impresión fue como estar en la selva, porque el río Guayas es como los de la selva en su amplitud. ¡Estoy en la selva! me dije y todo cambió.”

Todo cambió de un día para otro. Amaranta puso su atención en ese horizonte limpio y hasta ahora la sigue poniendo. Después, se fue dando cuenta de que hay un montón de pájaros que nunca había visto en su vida, porque la gran mayoría de pájaros son distintos en la Sierra. Empezó a darle mucho espacio a la contemplación gracias a esto. Después, puso atención a otras cosas, como que su casa era un espacio amplio que le proponía mucha introspección.

El espacio de contemplación también trajo experiencias distintas. Pudo, por ejemplo, percatarse de la intensidad de los colores y descubrir la magia del gris.

En Guayaquil los colores son saturados, piensa Amaranta. Los verdes son más verdes, los amarillos son más amarillos que en Quito. Y eso que allá es canicular el sol. A mí me afecta más el sol de la Sierra que el de acá, porque acá el cielo es gris, y siempre hay como un velo. En Quito, el cielo es azul nítido. Yo crecí en ese azul y conozco quiteños que se quejan porque aquí el cielo es gris. Pero a mí me encantó este cielo diferente, porque descubrí la belleza del gris. Incluso el río y el cielo cambian de colores. En la mañana, justo cuando sale el sol, tipo 6, el río es plata y el cielo también. En el día, el río es ya más turbio, se pone un poco café con el calor. Y en la noche, el río es color firmamento, y se confunde con la oscuridad del cielo. Como no hay luz en la isla Santay, el río desaparece en la noche, no se ve. El cielo es negro, el río es negro y parece que la ciudad estuviera flotando en mitad del océano como un barco. Es increíble esta ciudad”.

Cuando Amaranta va a Quito se siente otra. Como se crió ahí, le da la impresión de que esa es la vida real. Llega a la casa de sus papás (su padre es el coreógrafo y bailarín Wilson Pico y su madre, la escritora Natasha Salguero) y se conecta con toda su historia personal. Algo en ella se pone el chip de Quito apenas baja del avión o del bus. “Tengo una relación que ya está establecida con mi familia, que es muy bonita, veo a mi gato y a mis amigos que siempre me reciben con una sonrisa como si no me hubiera ido ni un día. Y eso es perfecto. Pero yo siento que actúo de una manera distinta allá. De la manera en que yo creía que era. No digo que esté mal, pero venir acá me dio la posibilidad de ver que no era solo así”.

Guayaquil le da la libertad de estar sola en una ciudad. “Al no tener acá a mi familia, estoy desprovista de ese abrazo, que está ahí cuando quiera, incluso a la distancia lo siento, pero, al estar desprovista, puedo abrirme. Aquí es como si tuviera la posibilidad de hacer lo que quiera, cualquier día, en cualquier momento. Como tampoco tengo familia que mantener, estoy en un momento de total independencia”.

Esta experiencia en Guayaquil ha sido tan profunda que, incluso, puso en jaque la personalidad de Amaranta. “Yo antes pensaba “es que yo soy así”. Por ejemplo, si en un sitio no me sentía bien recibida, me iba, como por una idea de dignidad. No decía nada, pero me iba y por dentro decía: “es que yo soy así”. Dentro de ti hay como un orgullo. Ese y un montón de rasgos muy arraigados que finalmente hacían mella en mí, salieron a la luz aquí. Al salir de mi antiguo espacio de confort pude ver algunos rasgos y darme cuenta de que eso no era yo. Aquí puedo como desvestirme, cuando yo quiera de eso, de esa supuesta personalidad. Ahora me siento tan bien recibida que estoy repleta de gratitud”.

Antes yo decía, muy férrea: “estos son mis valores”. Pero aquí vi que no todo era tan rígido. Pude ver los matices. Aprendí a apreciar el gris. Aquí he podido dejar de ser ese juez tan implacable con uno mismo que no deja pasar ni una. En Quito, escribí una vez una escena de un juicio. Yo era la jueza, el abogado acusador, el abogado defensor, la acusada, el jurado, el público y hasta el guardia que cuidaba la puerta. Y todos eran terribles. Poner eso en palabras fue bueno, porque todo lo que estaba ahí podía parecer chistoso literariamente, pero todo era verdad”.

SIMONÉ DELGADO: La transformación interior del centro

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(Artista del maquillaje, amante de la danza, casada con Javier Borja, quien es fotógrafo y músico experimental. Simoné dirige el Café del Río, que queda dentro del MAAC y es un espacio que se abrió en 2015 para acoger las propuestas de los artistas locales y extranjeros que están de paso.)

Y de repente todo cambió. Vi otro Guayaquil. Otra gente. Otra energía. Unas ganas de absorber información, una curiosidad, una urgencia por compartir el talento, un ímpetu por disfrutar la ciudad de verdad.”

Simoné Delgado

Si ustedes se adentran en el Museo Antropológico y de Arte Contemporáneo, ubicado al final del Malecón, podrán ver una tienda de souvenirs, que está llena de objetos, postales, artesanías, libros, ropa y demás cosas hechas por los artistas locales. Más allá, verán el escenario donde todos los jueves en la noche se presentan diferentes propuestas artísticas, arqueológicas, antropológicas, filosóficas, como parte de la programación del Café del Río, inaugurado en agosto de 2015. Si continúan, se encontrarán con la cafetería, donde pueden pedir un tinto, vino, té o algo para picar. Al lado izquierdo, hallarán una puerta que los llevará al balcón de fumadores, donde podrán contemplar la belleza del río Guayas. Y si prosiguen, más allá de la cafetería, encontrarán tres cubículos, cada uno con una pantalla donde se proyectan distintos vídeos sobre los artistas del Café del Río, o sobre las muestras del Museo.

Simoné Delgado es quien está a cargo de la programación del Café del Río. Ella admite que nunca se llevó bien con Guayaquil, siempre mantuvo una relación de odio / amor con la ciudad. Pone primero al odio, porque es lo primero que siente hacia Guayaquil. Esto suele pasarle a muchas personas sensibles que no encuentra un espacio de libertad y armonía en el caos guayaco. Sin embargo, durante los últimos seis meses del 2015, Simoné siente haber vivido un renacer, no de Guayaquil, sino de ella misma.

Le propusieron hacerse cargo del Café del Río, un espacio que estaba inerte dentro del MAAC. “De repente, se me da la oportunidad de hacer algo con un espacio hermoso que ha estado ahí para nosotros todo este tiempo. Y de repente todo cambió. Vi otro Guayaquil. Otra gente. Otra energía. Unas ganas de absorber información, una curiosidad, una urgencia por compartir el talento, un ímpetu por disfrutar la ciudad de verdad. Todos los jueves Guayaquil me llena un poco más de esperanza”.

Para Simoné, el Café del Río “es un espacio donde converge todo lo más lindo del ser humano: su arte, su pasión por lo que hace, sus talentos pulidos con disciplina, su mejor energía, su agradecimiento infinito. Es increíble. Por eso a mí me encanta tomar una foto al final del público junto con los artistas en el escenario. Porque ellos son los que invaden el museo con lo mejor de ellos. Sin nuestro público, el museo no es más que un edificio lindo y frío. El público de Café del Río y todo lo que ahí sucede me recarga de amor por esta ciudad. Nos unimos a Malakita, La Culata, El Cangrejo Cultural, los lunes culturales de la ESPOL, Casa Fantoche y toda la comunidad del centro de Guayaquil para celebrarnos a nosotros mismos y nuestro arte. Y yo estoy muy orgullosa de eso”.

JAVIER LAZO: Cronometría y personalidad del centro

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(Fotógrafo, bohemio, nómada urbano. Ha vivido en muchas direcciones de Guayaquil, pero desde hace 13 años, el centro es su casa. Conoce los ires y venires de la gente, y los ritmos en los que se mueve el centro).

El norte empieza en Las Peñas, en las escalinatas. El sur llega hasta la Caja del Seguro, en la calle Olmedo. De ahí para allá es un centro-sur. Al este, tienes el malecón del río y al oeste, el malecón del salado.

Javier Lazo

El fotógrafo Javier Lazo fue uno de los primeros en exponer su trabajo en el Café del Río. Él nació en la boca del Pozo, en 1979, atrás del colegio Huancavilca, donde había una pequeña vecindad. También vivió en La Pradera, en Ximena y Urdaneta, en la Garzota, en Brisas de Santay, que era como estar en el campo: podía salir en bicicleta y regresar a las dos de la mañana. Pero no cambia por nada la vida intensa del centro.

Una vez vivió en Mendiburo y Rocafuerte, plena Zona Rosa. “En las noches, estar en mi departamento era un suplicio por el Colonial, el único bar que no tenía hermetizado el sonido. Aguanté unos tres años, al principio bien, porque llegaba a las tres de la mañana, pero luego cuando trabajas, y trabajas en un diario, es imposible”. De todas formas, según Javier, la intensidad del centro depende del horario. A partir de las siete, la ciudad muere, “y el centro es más silencioso de lo que la gente piensa”.

En el centro tienes todo, y todo lo haces a pie. Te evitas ese movimiento en bus, en taxi, que siempre te quita tiempo. Si hay que movilizarse, un taxi no te cuesta más de 3 dólares”.

Javier prefiere vivir en el centro, aunque pueda ser peligroso. “Yo andaba mucho en bici, hasta que me robaron, por la Culata, a las 11 de la mañana. Pero, al final, por donde paso, tengo la facilidad de siempre vincularme en las calles, sea en las seguras o en las inseguras. Muchos ya me ubican como un personaje del barrio. No me siento inseguro, a pesar de que siempre hay que estar alerta. Estás en Guayaquil, eso te demanda vivir un poco de paranoia, pero una vez que tienes aprendido el funcionamiento del ser humano sorprendes al propio ser humano”.

Guayaquil tiene ciertos circuitos seguros, pero más allá de esos circuitos seguros quién sabe qué pueda pasar. Ese circuito no deja de ser una especie de cruce que te permite conectarte a la red. En el centro tienes el Malecón, tienes hasta la calle Boyacá para caminar seguro y tienes la 9 de Octubre. De esa manera, tú puedes llegar a los puntos donde puedes tomar la metro o cualquier transporte. A pesar de que la mayoría lo considere inseguro, el centro es el más seguro porque tienes cámaras por todos lados. El centro está super vigilado.

Le pido a Javier que me delimite el centro. Dice que al norte empieza en las escalinatas de Las Peñas. El sur llega hasta la Caja del Seguro, que queda sobre la calle Olmedo. De ahí para allá es un centro-sur. La Bahía está incluida dentro del perímetro. Al este, tienes el malecón del río; y al oeste, el malecón del Salado. La 9 de Octubre atraviesa el centro y lo divide en dos a la altura de la plaza del Centenario.

Guayaquil tiene muchas caras. El centro es mucho más de gestión y en las noches, la vida se concentra en pocos espacios. La gente viene del norte, sur, de todas partes, pero es gente vinculada al arte o a la cultura y siempre buscan apropiarse de estos lugares donde todo el mundo se conoce, donde siempre se encuentran.

Javier ha expuesto su trabajo en varios lugares del centro. De manera individual, expuso en el Museo Presley Norton y ha participado en muestras colectivas en el centro apropiándonos de bares, o lugares como la galería Espacio Vacío, en su momento. “Son lugares donde la comunidad se desenvuelve e invita a los que están fuera del circuito a acercarse, dándole una vida nocturna al centro de una manera sana, y me refiero a que no es lo mismo la onda de los bares y discotecas, donde puedes ver mujeres golpeándose, a un lugar donde está reunida gente que se conoce, se aprecia y se cuida. En estos momentos, esos lugares son La Culata, el Cangrejo Cultural y el Mono Goloso (queda sobre la calle Luzarraga y es un rincón francés de pan y dulces en el centro)”.

Luego, están los circuitos culturales que se suceden en el año. Entre enero y abril poco ocurre en la ciudad. Todo empieza en mayo. En julio, están los salones y demás y siempre hay un cronograma del año. En promedio, puede que dos veces al mes sucedan cosas interesantes. Los mejores meses son finales de julio hasta septiembre-octubre. Después de las fiestas de octubre, baja el ritmo y se retoma en diciembre.

WALTER PÁEZ: La ciudad son los amigos

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(Walter es el maestro de grabado por excelencia de Guayaquil y su taller, uno de los lugares más exquisitos para visitar en el centro. En toda su vida, ha tenido alrededor de mil ochocientos alumnos. Es maestro en Guayaquil y lo ha sido en lugares tan distantes como Lisboa o Teherán. Junto a un grupo de poetas y cronistas, vivió, desde el inicio, el proceso de la vida bohemia del centro.)

Nosotros podíamos dejarle a los saloneros del Montreal cualquier encargo o recado. Entonces, yo llegaba y me decían: ahorita pasó Martillo, dijo que iba a estar en tal parte. Siempre pasaba lo mismo: nos sentábamos a refrescar con un par de bielas y terminábamos en una borrachera hasta el día siguiente. Todos casi mueren por el alcohol.”

Walter Páez

Walter Páez es un hombre de profundas convicciones. Viajar por todo el mundo no lo ha cambiado. Tiene 65 años y dice, de una manera tajante, que hay cosas a las que no puedes renunciar: a la ciudad en la que naciste, a tu equipo de fútbol y a tu familia.

Él nació en Quito y pasó su infancia entre Quito y Latacunga, donde estudiaba en un colegio agrícola. Después se vino para la Costa, y se matriculó en una escuela cerca de Tenguel. Su memoria guarda parajes hermosísimos de esa época, dice que era como estar en Macondo. Walter completó su bachillerato en otro colegio de Agricultura, en Daule. Sin embargo, los conocidos en esa infancia remota quedaron atrás. Sus amigos, los de la travesía en Guayaquil, son como sus hermanos. “Con ellos tengo esas vivencias más interiores”, dice. En 1969, Walter llegó a Guayaquil para estudiar en la Universidad, donde se graduó de ingeniero agrónomo.

Por aquella época, Walter tenía una tremenda actividad política. Era militante del partido Socialista Revolucionario y fue miembro del Consejo Universitario. Empezaba a multiplicar gente. Luego se graduó, se fue a Nicaragua un tiempo, después a México, ahí se empató con un viejito que le enseñó Grabado, sin embargo, Walter siempre tuvo la inclinación creativa. En el partido era el que diseñaba los afiches. Empezó a frecuentar, en el centro de Guayaquil, los dos lugares que, por entonces, eran el sitio de reunión de los intelectuales y artistas: la Casa de la Cultura y la cafetería El Montreal, que quedaba diagonal a la plaza Centenario. Esto a finales de los sesenta. Ahí era común ver a escritores, poetas, cronistas observando y escribiendo sobre Guayaquil.

Sobre todo nos reuníamos con los intelectuales del grupo Sicoseo: Edwin Ulloa, Jorge Itúrburo, Jorge Martillo, Fernando Nieto. Luego, comencé a ilustrar cosas para muchos de ellos. A Jorge Velasco (Mackenzie) le he ilustrado como siete libros. Hasta ahora viene, borrachito y cojito, pero aquí viene”, dice Walter.

Las crónicas y los cronistas son parte de esta generación. Guayaquil era terreno fértil para dejar correr ríos de alcohol y de tinta. Se destacan los amigos de Walter: Jorge Martillo Monserrate, a quien llaman “el conde”. Francisco Santana, más conocido como “el negro”. Y “el pelado” Jimmy Mendoza, probablemente el artista más desadaptado de entonces. Junto a ellos, “vivíamos con una velocidad que es difícil de volver a vivir”, dice Walter.

Hace 14 años, Walter reconstruyó el lugar donde ahora queda su taller, sobre la calle Imbabura, entre Panamá y Rocafuerte. Justo abajo del taller, estuvo el Gran Cacao, el primer bar underground de la Zona Rosa, que puso “el pelado”. Antes, montó el primer Palo Santo, que quedaba en el sur, y el segundo Palo Santo que quedaba en el centro.

El libro Historia Sucia de Guayaquil, de Francisco Santana, cuya portada es un grabado de Walter, cuenta muchas historias intensas y lujuriosas, que ocurren en estos lugares del centro. En una crónica suya publicada en diario El Universo, en 2011, se describe perfectamente el ambiente del Cacao: “Colgadas en las paredes se ven las palas de madera para remover el cacao cuando este secaba al sol, sacos rellenos que sirven para sentarse, sillas y mesas de muyuyo, velas encerradas en complicados receptáculos y otras cosas antiguas, no viejas. En el centro de todo eso, la gente. Cuando pregunto por ahí ¿por qué vienen? Francisco Perrone asegura que le recuerda a Estudio 54 de Nueva York, pero en versión underground 2004. Aquí a nadie le importa quién eres ni de dónde vienes. Eres un simple ser tomando unas copas.

Eso sirve, por aquí todo viene bien. Viene bolero, blues, salsa, son, rock, disco, flamenco, balada, pop, tango, bossa nova, jazz. Viene variado y fuerte, va con todo la música, aquí no hay algo definido. Es un lugar donde la gente baila y pierde; pierde esa sensación de excluido que tantas veces ha masticado en otros sitios”.

Walter recuerda que “cuando aquí había El Cacao, con “el pelado” bebíamos tres días seguidos. A veces, “el negro” no iba al trabajo. Y cuando iba, iba a esconderse en su oficina (en diario El Universo). Martillo siempre fue free lance del mismo periódico. Se desaparecía y lo buscaban. Estaba siempre desaparecido. Nosotros nos íbamos a Mapasingue, cuando no se podía subir a los cerros. Allí teníamos a una señora que nos hacía el desayuno y nos vendía cerveza. También, teníamos una tiendita en el barrio Cuba. Nos movíamos por toda la ciudad. Pero, al final, siempre terminábamos en el centro”.

Pero en su santuario, que es el taller, él no ha dejado entrar el relajo. “Ni aquí ni en ninguna parte”, dice muy serio. Porque cuando dirigió los talleres de grabado en el Banco Central tampoco. “Siempre que querían entrar borrachones los botaba, porque eso crea un mal ambiente, así no se puede enseñar”. Walter dejó de beber hace seis años.

El otro día, dice, estaba sacando las cuentas de cuántos alumnos ha tenido. Dice que ha enseñado técnicas de grabado a unos 1.800 alumnos en Ecuador. Afuera, en Portugal, dio clases en la Universidad. Viajaba en junio y se quedaba hasta noviembre. Walter también dio clases en Irán, cuando no se podía. “En Teharán preparé un grupo de grabado, hace cuatro años. En Cuba también compartí como profesor invitado”.

¿Qué sientes por Guayaquil?

Siento por Guayaquil lo que todo el mundo siente por la ciudad en la que vive. No siento una diferencia mayor que lo que siento por el casco colonial de Quito o lo que siento por la Habana Vieja, porque tiene que ver con lo que he vivido con la gente en sus esquinas interiores.

MAURO SBARBARO: El caos se revela en el centro 

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(Pintor, escultor, creativo, trotamundos. Nació en Guayaquil hace 43 años. Desde niño estuvo ligado al centro. Su abuelo vino de Italia para poner, sobre la calle Quisquís, la fábrica de los famosos sombreros conocidos como “tostadas” que se usaron en el Guayaquil de antaño.)

En 42 años he transitado por más de diez países y he vivido en Ecuador, Estados Unidos, Italia, Suiza e Inglaterra. Y Guayaquil centro es el lugar más tenaz donde he estado. Aquí no importa si eres rico, o estás chiro. Vienes al centro y te vas a un bar, te pegas dos tragos y te sientes un dios. O el dios de los miserables, o el dios de los reyes. Lo que se llama “la bohemia del centro” incluye todo: sexo, drogas y rock and roll.”

Mauro Sbarbaro

Mauro es alguien que no pasa desapercibido en el centro. Parece un gringo, pero habla como guayaco. Es lo primero que me impresionó de él, eso y sus enormes ojos azules.

Nació el 18 de enero de 1973, en Guayaquil. Estudió en el Cristóbal Colón y se crió en el barrio del Centenario, pero iba siempre al centro para visitar a sus abuelos. Sobre la calle Quisquís, dos cuadras más allá de la Boyacá, hay una casa de propiedad de italianos que llegaron al puerto hace tres generaciones. En esa casa, una de las más antiguas del barrio, vivían los abuelos de Mauro, quienes tenían seis hijos; la menor de todas, la madre de Mauro. Ezio Bigalli fue quien trajo, desde Italia, las famosas tostadas, los sombreros que reinaron en la cabeza de todos en el elegante Guayaquil de antaño, cuando la calle 9 de Octubre era una pasarela glamorosa, donde estaban los teatros. Las mujeres, los hombres y los niños se vestían con pulcritud y elegancia, tenían buenos modales y eran gentiles. Con el tiempo, el centro de Guayaquil se fue degenerando.

La primera fábrica de los sombreros Ezio estuvo en esta casa, donde ahora viven los padres de Mauro. Desde la ventana de esta casa, Mauro ha observado detenidamente a la gente que vive y pasa por el centro.

El centro es nostálgico, porque aquí es donde nació Guayaquil. Comenzó en estas calles, desde el cerro hasta acá. Aquí es la división entre Quisquís y Junín. Mi abuela vivía en esta casa y yo he visto de todo, desde que era un niño.

Mauro siempre ha sido hiperactivo y un viajero incansable. Ha recorrido medio mundo. La primera vez que vivió fuera de casa fue durante un intercambio, en Estados Unidos. La Universidad la hizo en Florencia, Italia, país de donde provienen sus abuelos de parte de madre. Durante diez años, estuvo viviendo en varias ciudades europeas. Vivió seis años en Suiza y tres en Londres. Luego de esto, decidió volver a Guayaquil. Entonces, regresó a vivir con sus padres, en la casa del centro. Ahí instaló su estudio de arte. Mauro pinta, esculpe, fotografía, es un artesano y un creativo a tiempo completo. Su obra ha sido expuesta en Japón, en Suiza, en Londres y, varias veces, en Quito y Guayaquil. El año pasado, durante un mes, estuvo expuesta en uno de los museos del centro, el Nahim Isaías.

Cuando dices que has visto de todo ¿a qué te refieres?

Por cien metros hay un distribuidor de droga, tú ves las batidas de los policías, están los chongos, las cantinas de mala muerte… Esta es la zona de tolerancia donde están todos los cabarets. A mí nunca me gustó vivir en el centro. Siempre fue sucio, maloliente, la gente te mira mal. Nunca me he sentido seguro. Una vez, desde la ventana, vi cómo me estaban robando el carro. Bajé y vi al tipo que estaba husmeando, y le digo: ¿qué haces, oe? Y me contesta: ¡ya, quédate frío! Y se fue”.

Así es aquí en el centro. La cosa es descarada. Ya no es que te timan, ya te arranchan. Esto ya no es viveza criolla, esto ya es el zafarrancho. Aquí no hay respeto por nadie.

En el centro tú puedes orinar, cocinar, robar, abrir los carros, jugar pelota, dormir dentro del carro, dormir con un cartón donde te dé la gana, cerrar las calles, botar basura, escupir, tener sexo. El centro está lleno de moteles, pero en la calle mismo tiran. Yo lo he visto. También he visto cómo sacan el trasero en la avenida y defecan a plena luz del día. Eso no lo he visto en ninguna parte del mundo. Desde mi ventana, he visto de todo: policías corruptos, comisión de tránsito corruptos, ladrones, prostitución. Y no es de ahora, ha sido toda la vida. En más grado, en menos grado, pero siempre ha habido. La cantidad de basura que he visto tirar. Nunca en mi vida he visto un lugar tan sucio como el centro de Guayaquil. Nunca vi tan poco amor de la gente por su ciudad.

Para Mauro, la ventana de su casa es como una pantalla gigante. Él no ve televisión y dice que con esta película que ve del centro tiene para toda la vida.

Compara el centro con el arca de Noé, con todos sus animales adentro. Dice que Guayaquil está llena de sapos, iguanas, lagartos, monos, chanchos. Y harto borrego. Pero esos borregos que no saben decir ni meee, simplemente guardan un absoluto silencio.

Él ha ido y venido de Guayaquil varias veces. Pero ya desistió de intentar vivir en una ciudad de la que se siente excluido como artista. “Siempre he visto lo mismo, nunca he visto un cambio. Los mismos cuatro se reparten los premios entre ellos. Siempre queda una garra de algún dinosaurio que con una uña pellizca”.

Cuando volvió de Londres, en 2013, Mauro vivió dos años en el centro y asegura que su experiencia fue terrible. “Yo tengo callos de vivir aquí, y he vivido obligado. Yo no elegiría jamás vivir en ninguna parte del centro. Yo elegiría vivir apartado de todo este cablerío (se refiere a los cables de teléfono y luz que parecen tallarines sobre las cabezas de la gente). Yo he logrado crear en este caos, pero con mis artimañas: audífonos, música a todo volumen o tapones, porque el grado de contaminación auditiva es altísimo”.

Desde el año pasado, Mauro vive alejado de la ciudad, en Puerto López, un pueblo de pescadores al que todos los años llegan las ballenas. Allí, en medio de la naturaleza, con el silencio necesario para crear, se siente el hombre más feliz del mundo. La crudeza del centro de Guayaquil lo altera. Es algo que no puede soportar. No solo es el caos, el ruido, sino también el control.

Guayaquil es una ciudad sitiada, una ciudad tomada por los piratas, donde las riquezas ya están repartidas. Por eso tanto control. Los piratas lograron infiltrarse. Todo es pirata lo que compras. Todo lo que tú quieras comprar que antes venía de China de manera ilegal, ahora es legal. Por eso terminó la Bahía. Se ahogaron ellos mismos. Dieron tanta oferta que lo único que les queda es regalar el producto. Y no pueden hacerlo ¿si no qué ganan? Hay tanta competencia. En Guayaquil todo está basado en la economía, en el dinero. Es la capital consumista del país.

Guayaquil es una ciudad tóxica donde las aguas se estancaron ya.

¿Qué crees que hay que hacer en Guayaquil?

Al contrario, en Guayaquil hay que dejar de hacer. Guayaquil es una ciudad en permanente actividad, nunca deja de hacer. ¿Para qué quieren más cosas? ¿Para qué tanto hacen? No hay personas suficientes para acudir a tanto restaurante, a tanta franquicia, a tantos eventos, para comprar tantas cosas. Las personas en Guayaquil, sean artistas o no, deben dejar de hacer, buscar la quietud. Encerrarse en sus casas y meditar. Hacer un acto de consciencia general.

Porque, al final de todo, uno dice: es chévere vivir la locura, la borrachera del centro. Pero eso ya fue, eso ya colapsó. Ya no es chistoso, ni es una forma de vida. Todos los que vivían de la “huevadilla”, vivieron de algo momentáneo, ilusorio. Vieron hacia afuera, no vieron hacia dentro de ellos mismos. Son como monos que van detrás de la novedad. A pesar de ser tan caliente, en Guayaquil nunca sentí fraternidad, o hermandad. El apoyo siempre fue ficticio, fue “pura boca”. Todo es falso. Es obvio para todos: yo no me siento parte de este lugar. Nunca fui parte. En Guayaquil no hay dónde ni cómo echar raíces.”.

Guayaquil, mi ciudad natal


Guayaquil

Guayaquil es un espejo en el que se refleja el inconsciente de todos. La ciudad plasma aspectos de nosotros mismos que no podemos ver a simple vista. Y lo hace de una manera amplificada, en lo colectivo, a lo grande. Te ves en ese espejo incluso en tus sueños de otras tierras. Por alguna razón mi alma eligió a Guayaquil como su ciudad natal, la eligió como matriz, el útero contenedor colectivo, al que todos regresamos tarde o temprano.

El guayaquileño vive en permanente lucha, es un guerrero, alguien que respira conflicto. Como todo sobreviviente, piensa que la vida es difícil, cree que tiene que esforzarse para obtener todo lo que desea. Y siempre desea. Trabaja, se endeuda por tener el último teléfono, para que sus hijos vayan al mejor colegio, para sacar el título, el carrito, la casita.

El guayaquileño nunca está conforme. Es un rebelde que siempre encuentra una causa que defender, no importa si esa causa está cerca o lejos. Ellos no descansan hasta que lo consiguen y una nueva causa aparece. Viven en estados de taquicardia, vehemencia, caos, neurosis y paranoias. El estrés y la angustia es un cóctel que la mayoría de personas que vive en Guayaquil bebe a diario. Se lo pasan con pastillas o con alcohol. El hijo de Guayaquil nunca se queda tranquilo. Siempre hay algo nuevo que ver, un partido de fútbol al que ir, una fiesta que organizar, una película que ver, una nueva tecnología que comprar, un curso que hacer, una nueva competencia en la que entrar. Son esclavos del trabajo, se pierden en el hacer. No son un pueblo reflexivo, no son un pueblo que ama el silencio. No descansan, no se relajan, no duermen. Por el contrario, trajinan y trajinan todo el día y noche. Encontrar la calma en esta ciudad es un desafío que pocos aceptan y que menos alcanzan. Por esto, el alma de la ciudad es frenética, su hambre es voraz y nunca sacia su permanente necesidad de ser escuchada. Guayaquil grita a voz en cuello, pero casi nadie la escucha.

La ciudad natal es el origen del que no podemos desprendernos, aunque quisiéramos. Es el punto de partida de donde sale nuestro barco. Es un espejo, pero no es un espejo fijo, sino un caleidoscopio. Un caleidoscopio es un tubo que contiene tres espejos que forman un prisma triangular con su parte reflectante hacia el interior, al extremo de los cuales se encuentran dos láminas traslúcidas entre las cuales hay varios objetos de colores y formas diferentes, cuyas imágenes se ven multiplicadas simétricamente al ir girando el tubo mientras se mira por el extremo opuesto. La ciudad natal es un gran caleidoscopio donde aparecen constantemente imágenes y situaciones que siempre volverán a repetirse, pero nunca de la misma manera. Cada persona interpreta de manera diferente cada una de las imágenes, de acuerdo a lo que está programado en su inconsciente.

Me he escabullido hasta su centro para ver por dentro a mi ciudad natal, Guayaquil. También he visto a los demonios que la envuelven, son reptiles que se alimentan de quienes viven en ella. Parece que la hicieron a su medida: sol ardiente y sangre fría. La mayoría de las personas que vive en Guayaquil actúa con sangre fría, no sienten, solo sobreviven usando el cerebro primario para pensar. Pero el alma de la ciudad se encuentra en su centro, donde palpita su corazón rebelde, el corazón de los creadores, de los artistas. El alma de la ciudad es la que tiene las respuestas de lo que hemos sido, de lo somos y de lo que seremos.

La ciudad natal es como nuestra madre madre. Si vemos a nuestra madre como alguien voraz, desordenada, consumista compulsiva, alguien que se distrae con facilidad, que busca entretenimiento constante, una mente caótica y repetitiva, veremos de la misma manera a la ciudad natal. Mantenemos con ellas una relación intensa a lo largo de toda nuestra vida. En algunas épocas nos llevamos bien y hasta sentimos que la amamos, pero, en el día a día, nos saca de casillas.

La ciudad natal es como la madre, pero no es la madre. La ciudad natal es la matriz artificial, es lo creado por el hombre como representación de la madre, como un ideal. La ciudad natal funciona como ese útero contenedor que nos da sentido como individuos primero, porque es ella el espacio donde desarrollamos nuestra personalidad, y luego como colectivo, como un organismo vivo capaz de formar comunidades inteligentes.

¿Qué ocurre casa adentro de la ciudad? Contándote a ti mismo tu historia, comprenderás para qué naciste donde naciste.

Mi ciudad natal, Guayaquil, es una ciudad construida sobre pantanos, manglares, lodo, agua estancada o de corriente lenta. Algún día fue un paraíso para los lagartos, papagayos, cangrejos, iguanas, ardillas, monos y también para los samanes, guayacanes, ceibos y muyuyos. Desde hace rato, la ciudad es un infiernillo en el que todo tiene un precio y nada tiene valor. Solo tenemos que pararnos en el centro de Guayaquil un instante y observar. Hay que estar loco o ser como El Quijote para creer que es posible engendrar algún proceso artístico en las condiciones de saturación sensorial y mental que existen en el centro. La Universidad de las Artes es un nenúfar.

Si eres un artista, un creador, Guayaquil te empujará para que seas su voz, para que la cantes, para que la leas, para que la cuentes, para que la expreses de la manera en que tú sabes hacerlo. La ciudad te exige convertirte en uno de sus personajes, en una de las ilusiones que la harán vibrar. Entonces, te darás cuenta de que puedes ser lo que ciudad quiera. Guayaquil incitará tus sentidos para que la bailes, para que la bebas, para que la disfrutes, para que te enamore de ella y la penetres. Pero, déjame decirte, que esta ciudad es de aquellas amantes que al día siguiente no llaman y que, para volverlas a ver, tienes que hacer algún truco. En Guayaquil todo truco se hace con dinero. Si no haces dinero, para ella, no eres nadie. Intentando alcanzar el dinero que te permita hacer el truco para poder “vivir” la ciudad, te vuelves un esclavo de ella. Un mago adicto a los trucos que vive en la ilusión serpenteante de la ciudad.

En apariencia, la ciudad cambia, pero solo en apariencia. En el fondo, siempre es la misma. Su personalidad se refuerza con el tiempo. Guayaquil no medra, no evoluciona. Eres tú quien evoluciona si aprendes a nadar en sus turbulentas aguas. Si comprendes la ilusión que es la ciudad, tal vez, puedas salir de ella.

Memorias de Héctor Napolitano


artworks-000025277401-2ninh2-original«Me acuerdo de las palmeras de coco en el patio de mi casa, en el cerro Del Carmen. Yo siempre pasaba trepado en los árboles de mango y de almendra, y esquivaba las casas de las avispas y las hormigas. Me acuerdo que me regalaron mi primera guitarra a los 9 años, en Navidad. Ese mismo día se incendió la cocina. Me acuerdo de los bomberos que con el chorro de agua empujaban por el piso el pavo, las biscotelas, la olla de chocolate. Me acuerdo que entraban y salían bomberos de la casa con mangueras y que yo tocaba la guitarra y no me importaba lo que pasaba a mi alrededor.

Me acuerdo que en las horas del recreo los curas pedófilos de mi escuela nos hacían entrar a un cuarto oscuro para tratar de sodomizarnos con besos en la boca y caricias. Pero yo, a los 10 años, ya había conocido los secretos del amor. La primera vez que lo hice fue con una de las domésticas, así que los curas se pegaron un vare conmigo.

Me acuerdo de estar tocando la guitarra en los bares con la gente mayor y a mi madre sacándome en quema, arreándome, con un látigo. Me acuerdo de todas las palizas que me daban por malcriado y vago.

Me acuerdo que en la escuela yo era bandido y tenía una banda de niños pedigüeños.

Me acuerdo de la primera mujer de la que me enamoré y que me engañó diciéndome que yo había sido su primer hombre. Me enseñaba la sábana manchada de sangre y resulta que era el período lo que tenía. Me acuerdo de que me escondía en el clóset de la casa hasta que la mamá me encontró.

Me acuerdo de las grandes comilonas y de las cangrejadas los fines de semana con la familia materna. La típica matada del chancho a las seis de la mañana. Me acuerdo cómo le torcían el pescuezo a las gallinas, y cuando llegaban los grandes cargamentos de langosta. Me acuerdo de las mandíbulas de tiburón que adornaban los cuartos de la casa.

Me acuerdo de mi primera canción que la tocaba el compositor Lucho Barrios, se llamaba El Cristo de Oro. Y de que mi primera presentación profesional que fue a los 10 años, en Pedro Carbo. Me pagaron 15 sucres. Siempre tocaba en pantalón corto. Me acuerdo de que me levantaban para tocar a la una de la mañana. Yo estaba muerto de sueño como cualquier niño.

Me acuerdo del viaje a Sierra Nevada, en Colombia, en el año 75; de los viajes en tren y de cuando me robaron mi guitarra y mi violín en ese país. Me acuerdo de haber vivido con los indios cobis y de conocer a los mamas, personajes de más de cien años. Me acuerdo de mi primer viaje de hongos alucinógenos, y de que la primera vez que fui a Miami llevé una onza de marihuana.

Me acuerdo de haberme comprado unos zapatos en Italia que me quedaban chicos, pero igual me los puse. Me acuerdo de la cara que puso mi amigo Antonio Del Campo, el pintor, cuando lo fui a visitar en su casa en Barcelona. No podía creer que un cholo auténtico y de recursos limitados como yo lo fuera a visitar. Hubo una gran borrachera con vino y hachís. La primera noche que llegamos me le vomité y me le cagué en la cama.

Me acuerdo de la primera y única vez que me paré en una tabla de surf, en Montañita.

Me acuerdo de que fui panadero en la década del 70, de haber tenido restaurantes vegetarianos. Me acuerdo del taxista que se me robó un cajón entero de pan.

Me acuerdo de las amanecidas en La Lagartera. De nuestras convivencias musicales en Quito, con Dany, con Hugo, con Alex, de los ensayos acompañados de mucha cerveza, de muchas mujeres, mucha comida. De la esquina de Vélez y Santa Elena, en Guayaquil, donde hacíamos conciertos y le sacábamos la vuelta a los policías que nos correteaban por fumar en la calle.

Me acuerdo de mis caminatas por las playas de Galápagos y de la primera vez que crucé a nado el río Babahoyo.

Me acuerdo de la muerte de mi madre, de mi padre y de mi hermano mayor. De los dolores de muelas. De que estuve a punto de ahogarme en Chanduy y en algún río de la montaña. Me acuerdo de mi operación al cerebro y de que cuando me dijeron que me iba a morir no sentí miedo, sino pena porque pensé que se iba a interrumpir la relación con mis hijos.

Me acuerdo de mi primera experiencia de meditación con el maestro Maharaji. De meditar 4 horas seguidas y de que la sensación fue parecida a la que había tenido con el ácido lisérgico (LSD), con el San Pedro o el Peyote, bebidas espirituosas que te abren otra puerta de la percepción.

Me acuerdo de las subidas y bajadas por el barrio de Guápulo, donde viví diez años; y de Aníbal, el tendero, que siempre me fiaba.

Me acuerdo de haber hecho el amor en el techo de una chiva, también dentro de una cabina de música en JD Feraud Guzmán; y las veces en que lo he hecho en el mar al vaivén de las olas.

Me acuerdo de que en una presentación que estábamos abriendo a Héctor Lavoe en el parque Forestal, mi madre había mandado a comprar una botella de ron porque todos estábamos chiros. Pasó Lavoe y le arranchó la botella a mi madre, y se la terminó en el escenario. Me acuerdo de haber compartido con Silvio Rodríguez, Johnny Pacheco, Celia Cruz, Pablo Milanés, Óscar de León y un pocotón de gente que ni me acuerdo. De haber ido a Cuba en 2008, tocar en el teatro América y haber sido aplaudido de pie».

(Héctor Napolitano es una leyenda viva del Puerto de Guayaquil.  Este texto surgió a partir de un ejercicio de memoria y salió publicado en la revista SOHO).

Noches de bici


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Se pone la roja. Freno y pongo los pies en el suelo. Me voy con Ismael, le grita un niño pequeño a su madre. Da pasos rápidos hacia la esquina, debe tener unos tres años. ¡Ven acá!, le responde su madre casi sin apartar la vista de la bolsa de basura que abre sin repulsión. La mujer está embutida en su trabajo. Escudriña las bolsas negras y verde aceituna que llenan el enorme contenedor gris que está al pie de un cyber. La mujer es pequeña y rechoncha. Me voy con Ismael, dice el niño, esta vez más débilmente, como dudando. El contenedor está amarrado a una viga con una cadena de metal. Un guardia que cuida un restaurante, al lado del cyber, mira con desprecio a la mujer.

El niño dobla la esquina. Su madre no lo persigue, imagino que le duelen los pies. Se pone la verde, me subo a la bici y avanzo por la Víctor Emilio Estrada.

Me gusta salir por la noche a andar en bicicleta, porque además del viento, que pega frío en julio y agosto, siento con mayor hondura las historias de la ciudad. No me involucro, sólo las observo, las registro y continúo mi camino. Nunca hay que olvidar que Guayaquil es una ciudad peligrosa, que te traiciona cuando menos lo esperas. Me ocurrió hace unos meses que salí sola a un paseo nocturno, y dos hombres en una moto me acorralaron para robarme. Menos mal, logré subirme a una vereda y escapar. Lo ideal, si se quiere andar en bici por la noche, es salir en grupo. Y hay varias opciones para hacerlo.

Pedalear en grupo es la mejor manera de perderle el miedo al tráfico, y aprender a sortear los obstáculos que te pone una ciudad tan agresiva como Guayaquil. Aprendí a utilizar la bicicleta como medio de transporte en Valencia (España) hace un par de años. Pero Valencia no sólo es una ciudad ordenada y con carriles bici, sino que es una ciudad donde los conductores tienen cultura y respetan. En cambio, Guayaquil es desordenada y violenta. Los conductores parecen recién salidos de clínicas para neuróticos, pitan todo el tiempo y siempre están apurados.

Pero encontré gente en Guayaquil que también usaba la bici para transportarse. Creo que fue con la Masa Crítica que le perdí el miedo al tráfico guayaco. Este es un movimiento que celebra el ciclismo en todo el mundo, y que intenta enseñar a los conductores los derechos que tienen los ciclistas en las calles. Es un evento que se hace el segundo jueves de cada mes y que reúne gente de toda edad. He llegado a contar alrededor de doscientos bicicleteros en una noche. El sitio de reunión es la plaza Rodolfo Baquerizo, que queda cerca del Malecón del Salado. Este grupo suele recorrer el centro y el ritmo del pedaleo es lento, ideal para quienes empiezan.

Los Ciclistas de la calle son otra cosa. Son adrenalina y sudor. Con ellos perdí el miedo a subir puentes, descender empinadas cuestas o atravesar la ciudad. Sus paseos son bien hardcore. Ellos también se reúnen varias veces a la semana, siempre por las noches, en la plaza Rodolfo Baquerizo. Y hay más opciones, como ir al teatro en bici. Este grupo propone una salida el último martes de cada mes a un espectáculo diferente en un teatro diferente. Hacen también Bici Letras, un evento que promueve la lectura libre, de forma gratuita y divertida; y tienen la Compañía itinerante de teatro en bici, que presenta espectáculos escénicos, usando bicicletas como elemento escenográfico, en espacios públicos, escuelas y empresas. Ya no hay excusas para quedarse viendo tele por la noche. Le recomiendo que saque su bici y descubra las historias que la ciudad puede mostrarle.

Domingo en la cachinería


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Domingo, seis de la mañana. El sol surge en el oeste como una hermosa bola de fuego. Carolina y yo subimos enormes bolsas llenas de ropa usada y una mesa de plástico a la camioneta que ya va llena, y nos ponemos en marcha. Nos dirigimos a la 24 y la E, en lo espeso del suburbio guayaquileño, el lugar donde se despliega el mayor mercadillo informal de la ciudad. Lo que llaman la cachinería. La gente empieza a cocinar el contundente desayuno: tortillas de verde, bistecs de carne, encebollados, y a colocar los tenderetes para empezar la venta. Jimmy, un viejo vendedor, le ha reservado a Carolina un puesto. Ella vuelve después de meses de ausencia.

Llegamos, saludamos y empezamos a sacar la ropa de las fundas. Enseguida, como si nosotros fuésemos lámparas y ellos bichos de luz, gente que viene de otros puestos se arremolina y revuelve el contenido de nuestras bolsas. Son los revendedores, me dice Carolina haciendo una mueca. Vigila que no nos roben, me pide. Una mujer enana que habla como si tuviese una papa en la boca elige varias blusas de mi madre, camisetas de mi sobrino, jeans que ya no uso. ¿Cuánto por todo esto?, me pregunta. No sé qué decir. Carolina revisa pieza por pieza y le pone un precio a todo: entre 4 y 12 dólares. Se hacen 36 dólares. La mujer ofrece 20 por todo. Un tipo grande me dice, de forma altanera y vulgar, moviendo demasiado su brazo, que me da 5 dólares por tres camisetas que traje de Buenos Aires y que mi sobrino se ha puesto dos veces. Le digo que no, pero el tipo insiste de una manera agresiva, se lleva las camisetas y me tira el billete. Esta escena ocurre con varios revendedores, al mismo tiempo. Tuve suerte de que sólo me robaran una cosa, creo.

Aquí la venta es rápida y ruda. Si uno se descuida, le roban o le pasan billetes falsos. Me desanimo. Siento que no sirvo para esto, pero siguiendo las instrucciones de Carolina, antes de que el sol del mediodía nos calcine, porque no hemos traído sombrilla, logro reunir cerca de cien dólares. El otro día, Carolina se hizo alrededor de 400 dólares sólo vendiendo ropa usada. Ese es el sueldo que gana en un mes, trabajando de profesora en una escuela. Aquí ella es la reina del menudeo.

Carolina estudia Literatura a distancia, le gusta leer, escribir y dar clases. Pero eso no da dinero y tiene dos hijos que mantener. La opción que tiene es terminar su carrera y luego invertir en una maestría para, algún día, ganar un mejor sueldo, o dejar todo y dedicarse a la venta de ropa usada, con lo que ganaría más que un sueldo todos los meses. Es tentador.

La cachinería se extiende por varias cuadras sobre la calle 24, desde la A hasta la G. Nosotros éramos los que antes estábamos en la vieja cachinería de Seis de Marzo, me cuenta Jimmy, el que nos ha guardado el puesto. Ocupábamos la Diez de Agosto hasta Manabí y la Seis de Marzo hasta Machala, hasta que la regeneración nos sacó, dice. Los puestos aquí son peleados. Si uno no es de la zona es difícil que lo dejen entrar, salvo que tenga un contacto.

Desde objetos antiguos hasta celulares de última generación, la cachinería tiene de todo. Los puestos se despliegan en el suelo y la gente va caminando por lo que queda de calle. Carolina ha traído, además de la ropa, un play station y una bicicleta que no anda del todo bien. Aún así la vende. Un niño se va contento. La ropa de marca es lo que más fácil de vender. “Aunque esté viejo, si es de marca, lo compran. Compran hasta los envases vacíos de los perfumes caros”, dice Carolina. El sol nos pega en la cara. Hemos estado en pie cinco horas, ahora veo que ser vendedora es agotador. Aún así, el domingo siguiente volvemos.

Escalón 37


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Lunes, cerro Santa Ana. La Taberna queda en el escalón 37, a mano izquierda. Tiene un letrero de madera con su nombre y un gato al lado. Cualquier día, este es un bar donde se escucha salsa a todo volumen y se habla a los gritos. Menos hoy. Los lunes es un cálido y húmedo agujero en el que se presentan tangueros, se proyectan películas viejas o documentales, se lee poesía y también lo de siempre: se toma cerveza y se conversa. Esta noche en que, justamente, se celebra el aniversario de la muerte de Carlos Gardel, el bar ofrece tango y poesía.

Salí desde temprano con Carlos, un amigo fotógrafo de prensa. Nos conocimos en la redacción de un periódico hace once años, cuando empezaba mi corta carrera de reportera política. Llegamos a Las Peñas y subimos al escalón 37. La Taberna aún no abre, pero no nos hacemos lío. Nos vamos a tomar unas cervezas a otro bar. Vemos cómo el sol cae detrás de los edificios. El viento que llega del río nos limpia la cara. A las 8:30 decidimos que ya es hora. Entramos a La Taberna. Salvo la dueña, que limpia el piso, no hay nadie. «¡Qué raro!», dice Carlos. No es raro, es Guayaquil.

Pedimos cerveza. Vemos una película de Carlos Gardel que se proyecta. El bar está lleno de objetos antiguos; huele a sudor y a melancolía.

«¡Mira! esos son discos long play de 33 revoluciones. Y ese es un televisor de 12 pulgadas blanco y negro», me dice Carlos mientras observa las cosas alrededor. Me cuenta que tuvo una tele como esa cuando se casó, allá por el año 85; que la compró en La Bahía y le costó algo así como 20 mil sucres. Menos de un dólar.

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Niño Guapo, uno de los gatos de La Taberna, se sube a la mesa de madera en la que estamos contándonos la vida. Se echa encima del trapo que huele a él y que cubre la mesa. Carlos y yo lo acariciamos. La cara del gato está llena de cicatrices por peleas callejeras. Me fijo en que Carlos y yo también tenemos cicatrices en la cara. Él por un corte, y yo por la viruela.

«Esa vitrola podría ser una RCA Víctor. Y esa de allá es una radio de tubo», sigue Carlos describiendo lo que ve, como un niño que viaja al pasado. Yo no tengo idea de lo que habla. Gardel canta «Cuesta Abajo», hoy que se cumplen 78 años de su muerte. Me gusta el lamento sofisticado del tango, también me gusta la voz de Carlos, pero le avergüenza cantar en público.

Manuel y Rocío, los dueños de La Taberna, ya están engalanados y saludan a quienes van entrando. Antes, me contó Rocío, que el lugar se llamaba La Gran Chuleta. Lo pusieron por el año 86.

Llegan, saludan y se sientan en nuestra mesa Fausto y Cristian, que son poetas, y Estefanía, que es actriz y novia de Cristian; ellos tienen un grupo que se llama TeatroMiento. Luego, también llega Kervin, que escribe cuentos. Mientras bebemos cerveza, hablamos de cómo vender libros, de cómo bajar de peso tomando jugo de mandarina con pepa, o de lo último en juegos sexuales adolescentes: el carrusel del sexo. Carlos se ríe mucho. Al cabo de un rato y sin haberlo planeado, Cristian, Kervin y yo leemos poemas para el público. Yo leo un relato que ocurre en Buenos Aires, para no desentonar. Viví en esa ciudad un par de años, y me traje la mochila y el alma cargadas de memorias que deshilvanar.

Luego aparece el cantante Julio González, un guayaquileño elegante y sombrío, que habla en lunfardo, la mezcla lingüística que heredaron los italianos bajados de los barcos a los argentinos. González canta el tango con dolor y angustia. El repertorio es amplio. Cuando ya es medianoche, recita un poema que le acaba de hacer a Gardel. De pronto, me siento en el Tortoni, la mítica cafetería sobre Avenida de Mayo.

La Taberna está por cerrar. Carlos y yo salimos del bar prometiendo volver el próximo lunes. Niño Guapo nos despide en la puerta.

Mapasingue


El aguacero ha caído recio durante toda la tarde, toda la semana, todo el mes. Las nubes negras se han apoderado de Guayaquil. El cielo no termina de derramarse sobre nosotros. Desde el ventanal de la sala, veo llover. La casa donde vivo es la número 644 de la calle Costanera, en Urdesa. Tiene un portón blanco, y en la esquina hay un ficus. Vivo aquí desde hace ocho años, y nunca he visto llover tanto. Los rayos dibujan formas esqueléticas en el horizonte oscuro. Son las seis y veintiséis de una tarde de marzo. Detrás del ventanal y de la cortina de agua, alcanzo a ver las casas sobre el cerro  Mapasingue. Trazo una línea imaginaria, una línea gruesa, parecida a un cable resistente, entre el mueble granate en el que estoy sentada y las luces que han empezado a encenderse en el cerro, al que imagino sepultado por el lodo al amanecer. Al amanecer cantará el gallo. La mujer se despertará junto al hombre. Apartarán el toldo, se levantarán doloridos de sus camas desvencijadas. Desayunarán medio pan tieso cada uno y un trago de café lánguido. La mujer zamarreará a sus hijos para que se levanten, batallará con el más pequeño, que le pedirá pan. Su marido se pasará la gillette por la cara, sin espejo y sin espuma. Con una seña, le ordenará al mayor que vaya a comprar. Él estará medio dormido, no pensará, solo obedecerá. Se pondrá sus zapatillas. La calle estará inundada. Habrá cúmulos de lodo en las esquinas, basura flotando en los recodos. El hijo meterá los pies en el agua empozada. La sentirá fría y espesa. Atravesará la calleja de tierra que lo separa de la tienda. El alumbrado público pestañeará sobre su cabeza. La tendera le dará cinco panes de agua, pequeños y blandos, por cincuenta centavos. Él le dará un dólar, y recordará que esos cincuenta centavos es todo lo que tiene. Los guardará en el bolsillo derecho de su bermuda. Regresará a casa. Se echará agua limpia en los pies con una manguera, se pondrá un pantalón de tela café y una camiseta interior blanca, agarrará sus herramientas, las meterá en un saquillo y pensará en Dios. Un nuevo día, una nueva oportunidad, se engañará. Junto a su padre, un anciano de huesos largos y secos, bajará del cerro. Irán en silencio. En la calle principal de Mapasingue tomarán la línea 54. A las ocho de la mañana llegarán a la Víctor Emilio Estrada, en Urdesa. Esperarán de pie, junto a otros hombres derrotados. Tal vez, alguien llegue para contratarlos. La noche y la lluvia caen lentas. El cerro ya está todo encendido.

(relato publicado en la exposición Urbegrafías, del Centro Cultural Benjamín Carrión, Quito, 2012)

Al otro lado del río


Reportaje publicado en Revista Mundo Diners #352
Por Marcela Noriega
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Cuando todo está oscuro y la Santay es un tibio silencio, el Tintín –un enanito cabezón que en las fábulas montubias siempre deja embarazadas a melenudas y cejonas- suele lanzar silbidos ululantes. Dicen que cuando le gusta una mujer es capaz de dormir a todos los que están alrededor de ella de un solo chiflido. Pero no solo el Tintín ronda en las noches, también están la Tintina –sobra decir quién es- y el Duende, ese que hizo huir a una chica de la isla, porque “la perseguía a todas partes”. Benito está sentado en un viejo tronco y cuenta historias de nomos encantados como si fueran viejas noticias.

El sol está por caer. La superficie del río se agita, y él ha amarrado con fuerza su canoa a motor. Pronto subirá a su casa para dormir. En Santay las personas viven en lo alto, como los pájaros en los árboles.

Benito Parrales nació hace 65 años en esta isla rodeada de manglares, humedales de agua dulce y salada, sabanas y pastizales. Su madre murió cuando él era un bebé de tres meses. Lo crió Primitiva Lindao, la mejor de las parteras. El cholo ríe con fuerza y tiene mirada juguetona. Con su camisa estampada y abierta, su pantalón de tela, su machete en el cinto, su reloj bañado en oro y su facha de ganador, no es cualquier pescador. De hecho, a los 65 años, este hombre nacido en Santay es guía turístico, presidente de la asociación de pescadores y tiene un oficio que a cualquier venado espantaría: cuidador de cocodrilos. Sí. Cuida los once cocodrilos que viven en Santay en calidad de atracción turística – hoy por hoy casi la única, si es que a uno no le interesa conocer los cinco tipos de manglar que tiene la isla-.

El padre de Benito llegó desde Santa Elena atraído por el trabajo. Era peón en la hacienda de los “Guzmanes”, uno de los siete feudos ganaderos que existían en lo que todos aquí todos recuerdan como “la buena época” de Santay, esa que empezó en los años 40 y se acabó en los 80 con la expropiación de las haciendas, que estaban dedicadas a la ganadería lechera, a la producción de arroz y a la extracción de carbón.

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En la memoria de Santay el pasado es una fotografía donde todos ríen o, al menos, los más viejos. En el tiempo de las haciendas esto era limpito, construimos casas grandes, había cualquier cantidad de vacas, desayunábamos con leche y había trabajo lo que quiera, la gente de la Península, Durán y hasta de Guayaquil venía acá a emplearse, dice cada uno a su tiempo.

A partir de la venta de las haciendas, a los nativos no le quedó más que volcarse al único empleo disponible: el de pescador. Y empezaron a vivir como lo hicieron los antiguos habitantes del mundo: de la pesca, la caza y la recolección. Las pocas familias de la isla, los Domínguez, los Parrales, los Torres, los Achiote y los Cruz se hicieron diestros con el trasmallo, la calandra y el anzuelo.

“Ahora es que hay esta pobreza. No hay ni peces en el río, cada vez nos tenemos que ir más lejos. Nos vamos un día y nos quedamos dos, tres, buscando pesca. Creo que San Pedro está bravo porque no le hemos cumplido, por eso no hay peces. Queremos hacerle una llave, el altar y sacarlo a pasear en canoa por toditito el río para que esto mejore”, piensa Benito, quien se ha promocionado como el organizador de la fiesta del santo en la que habrá cerveza, aguardiente, guanchaca y bailarán tres o cuatro días.

Lorenzo Achiote, el más viejo de la isla, nació hace 78 años y creció en la misma hacienda de la familia Guzmán. Pasa sus días mirando por la ventana como si con los ojos pudiera atrapar el pasado, pero “hasta los lentes me fallan”, rezonga.

“Yo era bueno, sanito, me cruzaba el río a remo. Rema que rema, rema que rema, desde los 12 años. Y ahora ¡míreme! Antes teníamos leche y queso en el desayuno, ahora no tenemos nada”. Atrás quedaron los días de diversión al otro lado del río, las mujeres, el trago, la pesca, la vida. Un derrame le ha dejado paralizada la mitad del cuerpo. Se levanta como puede, ayudado por su mujer e insiste en enseñar cómo vivía antes, y cree tener en un cartón viejo la prueba de su antigua alegría.

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Su sala está abigarrada, tiene cositas viejas y polvorientas en cada rincón. Pero la única habitación de la casa, donde duermen él, su esposa y dos de sus seis hijos, es un cuadro lamentable.

“Venga vea este cartón lleno de ropa que tengo, yo sí me vestía bien. Venga, vea, para que no diga que soy un viejo mentiroso”, dice. Lo abre y muestra una pila de camisas bien planchadas que parecen no haber sido usadas en mucho tiempo.

“Y toda esta mochila de acá está llena de camisetas. Yo sí era una persona decente, me sabía vestir. Tenía hartas mujeres”.

En el 2001, en el gobierno de Gustavo Noboa, el ya desaparecido Banco Ecuatoriano de la Vivienda le cedió la isla, así como se cede un pedazo de jardín, en fideicomiso a la Fundación privada Malecón 2000. Entonces, todo empeoró para los isleños.

Entre las reglas estaba no pintar las casas de ningún color. “Nos ponían a echarle diésel a las casas para que luzcan amarillitas, no blancas. Nosotros le echábamos diésel, gastábamos en eso, pero luego con el sol se le salía”, se acuerda, no sin coraje, Jaqueline Achiote, una mujer de 46 años, que como casi todas en este lugar apenas terminó la primaria.

No solo eso: si alguien se enamoraba de un foráneo tenía que irse a vivir fuera de la isla. Ningún extranjero podía vivir en Santay. “Nos decían que si nosotros nos queríamos ir a Guayaquil que nos fuéramos, pero que nadie viniera para acá. Nosotros no les hacíamos caso”, comenta Jaqueline. Para ella y para el resto los nueve años que estuvo la Fundación a cargo de la isla fueron tristes.

Quizá lo peor fue que les hicieron derrumbar sus casas –algunas grandes, de madera y con techos de paja- para construir las 56 viviendas gemelas donde ahora viven apiñados y con calor porque todas tienen techos de zinc. Esas casas costaron $1.500 y las tuvieron que levantar con sus propias manos. Con la llegada del Gobierno, la construcción de un eco aldea con casas de 18 mil dólares, paneles eléctricos, el muelle y los senderos elevados, a los isleños les ha regresado la esperanza de que las cosas cambien.

“Nosotros esperamos que el Gobierno consiga mejoras para nosotros. Ahora estamos en sus manos. Eso es mejor, pensamos. Porque la Fundación era privada y no nos pagaba por el trabajo que hacíamos, por rozar, por mantener la isla. Nosotros teníamos que poner nuestra mano de obra”, recuerda Jaqueline, quien es guía y ya está viendo algún cambio significativo. Antes, por cada turista, la Fundación, les pagaba 15 centavos y ahora cobran 1,25 dólares.

Los hombres regresan de la pesca, las mujeres los esperan en las casas con la comida. Los niños juegan en medio de los matorrales. Leonardo, de 9 años, se entrena como guía. “En esa casa venden galletas, en la otra pan de ese que viene en funda, en la otra cola, más allá cerveza”, dice mientras juega con unos imanes que se encontró en un árbol.

Parece conocer cada árbol, cada truco del río. Le divierten los turistas y los pocos curiosos que se asoman a su isla. Él no tiene memoria de las haciendas, está estudiando en la escuela y no quiere ser pescador, sino arquitecto. Aunque entre un carro y una canoa, se queda con la canoa. Leonardo mira al futuro con entusiasmo, aprende a ganarse la vida; estira la mano y dice: es un dólar por el recorrido.

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La noche en que el arte se paró en la 18


(Agosto 2009)

Conocí a Jorge Washinton Jaén Herrera (Guayaquil, 1961) el mismo día en que me llevó al putero más grande de la 18, el bar Mil Amores, ahí donde trabajan con sus cuerpos más de cuarenta mujeres. El pintor flaco, desgarbado, con cara de haber cometido todos los pecados juntos al mismo tiempo, bebedor, noctámbulo, bailador de salsa, el iconoclasta al que le aburren las galerías donde la gente mira los cuadros quietita y en silencio como si estuviera en misa, tramaba montar una exhibición de su arte en ese lujurioso antro.

Hombres solos, sentados cada uno en una mesa, tomaban cerveza en vasos de vidrio y miraban con tremenda cachondez vídeos porno en enormes televisores, dispuestos en lo alto. El olor del sexo es narcótico. Ellos salen de sus trabajos y pueden pasar horas sin moverse de ese lugar, bebiendo y sintiéndose hombres.

Jaén ya llevó su arte a bares y cárceles. Era el turno de ir a la madriguera de las vírgenes caídas y sus devotos. Ellas se paseaban como siempre, con las carnes expuestas, olorosas al líquido espeso de sus hombres, y ellos las veían con la indecisión con que se ve lo que cuesta, sin vitrinas que medien. Las miradas de los machos me atravesaban como culebras decadentes; yo era la única mujer con ropa y, en teoría, la única con la que se podía tener sexo sin pagar.

Durante los meses siguientes, Jaén trabajó sus cuadros pensando en la idea de la prostitución, el placer y cómo los excesos transforman nuestras vidas. Investigando sobre esto escuchó una historia que lo conmovió: una niña de doce años quedó embarazada y se había infectado con VIH. Ella deseaba entrar a una pandilla y para hacerlo tuvo que acostarse con todos los del grupo. Ahora la pandilla completa tiene sida. Por eso, aunque para él, la 18 representa el palacio del goce y la libertad sexual, también lo es de la fórmula trago-sexo-droga, “que es la que ha provocado el colapso de esta generación”.

–Mi obra va cambiando según el sistema, y es un reflejo del comportamiento humano. Recojo personajes urbanos que se conjugan entre ellos. Así como la ciudad ha crecido en infraestructura, también se ha expandido el grado de vicios. Y nos encontramos con una sociedad herida-, reflexiona el pintor.

Un año le tomó a Jaén terminar de pintar los cuadros. Le puso a la muestra Platos a la Carta, invitó a todos sus amigos, y el jueves 26 de agosto dio inicio a la función.

(Agosto 2010)

Una fauna de la más diversa estirpe se arrejunta fuera de Barricaña, al lado del parque Centenario. El viento llega fuerte desde el río. Hay periodistas, pintores, poetas, escultores, fotógrafos, borrachos y locos. De cerca nadie es normal, dicen. Todos esperan la chiva llamada Deseo que los llevará a la casa de las putas.

Las tetas parecen estar en oferta esta tarde. Hasta la mujer y las hermanas del pintor han venido ataviadas para la ocasión: vestido dorado con escote, jeans apretados y tacos aguja. Llega la chiva y la gente se supe en tropel. Apretujados, haciendo escándalo como monos arriba de un árbol. El carro avanza una cuadra y Chester se tira en la esquina. ¡Esta huevada está demasiado repleta! A los pocos metros un vigilante detiene la chiva. Esto es Guayaquil.

Jaén llega de último al viejo prostítulo que se ha llenado de extraños. Aparece con cajas llenas de aguardiente de caña que empieza a repartir de inmediato, y con los trípticos que recién retira de la imprenta. Las mujeres casi desnudas siguen ofreciéndose en la puerta del bar y subiendo a los cuartos a tirar como si nada, porque si no trabajan no comen; ellas no tienen tiempo para mirar cuadros o conversar con periodistas.

Las voces se mezclan y construyen diálogos ridículos. –Una vez me enamoré de una puta; era alta, de pelo castaño, gruesa, simpática-, cuenta el escultor-. –¡Qué cojudo eres!, le responde el poeta. –Yo vengo a este cabaret desde pelado, cuando las putas costaban 50 sucres. Te hablo de cuando la 18 era una calle de tierra. Aquí se paraban las putas jóvenes y en la 19 encontrabas a las viejas que, claro, cobraban menos. En esa época comíamos en la esquina de Gómez Rendón arroz con piola, así le decíamos al tallarín, y también arroz con seco de gallina envuelto en papel manteca-, dice el vendedor de discos pirata, mientras Carmen, una poderosa mulata se pasea con un bikini amarillo y las nalgas al viento. Lleva las ansias de una elefanta en celo.

–¿Aquí es la exposición de arte?-, pregunta una señora que se asoma con una amiga. –Sí, aquí es-, le responde el fotógrafo de prensa. Aún no termina de responderle y las mujeres ya han salido despavoridas del burdel. Caminan rápido como si el pecado las persiguiera. Y las persigue. –Pobres viejas, se asustaron de ver la porno-, dice el otro fotógrafo de prensa que esta tarde no ha venido a trabajar, sino a ver. Sobre mi cabeza sucede todavía la acción que las espantó: la verga de un hombre es succionada por la boca de una mujer, que tiene a otro macho detrás. Esta escena no es solo la de una película porno, también es la de uno de los cuadros de Jaén. Qué más da si en la pintura los seres no parecen humanos, sino esperpentos con cabezas, piernas, brazos y órganos sexuales grotescos, salidos de un mundo que solo existe en la cabeza del artista.

En los ojos de Jaén hay una extraña locura. Él dice que su obra, llena de lascivos monstruos, es producto de una experiencia aterradora: hace veinte años su compañera tuvo un embarazo molar, que es cuando la placenta se transforma en una masa de quistes que parecen un racimo de uvas blancas. Eran 200 embriones en forma de bola, algo así le dijeron los médicos. Luego de esto, el pintor quedó preñado de estos seres a los que la cópula les encanta. Ellos no se esconden detrás de la supuesta normalidad en que vivimos, son engendros marginales que dejan ver a través de sus cuerpos lo más repulsivo y escondido de nosotros mismos.

–Yo les di vida eterna a quienes vivieron por diez segundos, y los inserté en la sociedad con diferentes actividades, son parte de mis protestas, de mis denuncias y de mis alegrías-, dice el pintor que tiene ya 25 años de carrera y que ha sido varias veces censurado por su atrevimiento de plasmar la realidad como la piensa. –Cada propuesta que realizo lleva en sí una carga social; utilizo el lienzo como espejo de lo que sucede a mi alrededor, y cuando el espectador observa mi obra puede rechazarla o sentir en su ser aceptación por lo que ve-.

–Me gustan los cuadros, pero más me gusta que los haya traido por acá. Nunca un pintor ha hecho eso-, dice una de las mesalinas. Y no es la única que lo piensa.

–Jaén ocupa desde hace años uno de los sitiales más difíciles de obtener en cualquier escena: el de ser outsider (no de pose, sino acreditado por el trajín urbano), un original y perseverante hacedor de imágenes cuya temática y estilo desafían todo decoro, todo gusto relamido, toda sofisticación y todo rebuscamiento o abstracción intelectual. Jaén es una paradoja. Es un cliché sin serlo. Encarna perfectamente la imagen del artista bebedor, dominado por los bajos instintos e inmerso en los bajos fondos de la ciudad. La diferencia está en que este es el verídico, el “mero mero”, the real deal, no la versión diluida en agua, estereotipada, del sujeto que modela su vida a partir de aquella imagen –temperamental, excéntrica y alienada- de los nacidos bajo la influencia de Saturno y de sus mitos de inspiración”, dice el crítico Rodolfo Kronfle Chamber en su blog A río revuelto.

Jaén empezó sus estudios en 1989 con el pintor Manuel Ugarte. En el 90 hizo un taller de grabado con Galo Galecio y participó en varias exposiciones colectivas y en salones. Dirigió el taller de Serigrafía del Museo Municipal hasta que logró su primera exposición individual a la que llamó Barroco Guayaco. Le siguieron Contra opuesto –donde invirtió los papeles del gallo (apostador) y del ser humano (animal de pelea)-, Entre lagartos, locos y poetas –obra que realizó en las cárceles de Guayaquil-, Paisaje de mi ciudad nocturna –obra sobre personajes noctámbulos del puerto- y Guayaerótica –una investigación sobre el comportamiento humano y sus vicios-.

Jaén no es cualquiera. Pocos saben que ha sido invitado a dos de las bienales internacionales de pintura de Cuenca, o que participó en Umbrales del Ecuador, la exposición con la que se inauguró el MAAC y en Claves del arte, la muestra que conmemoró a los 100 mejores artistas del país.

Hace unos tres años, inició su “fase erótica”. Hizo una exposición con el artista Paccha que fue censurada por la Universidad Católica. Se llamada Chinomonolongo. Le cambió de nombre y se inauguró como Pequeñas anécdotas de la censura. Esa experiencia lo envalentonó y siguió con la temática sexual. Inauguró tres bares con su obra y así fue avanzando hasta que terminó en la 18 con Platos a la Carta.

En el fondo del burdel hay un feo dibujo de un hombre encima de una mujer. –No me lo saques, ¡qué rico papi!-, reza el epígrafe. En el improvisado escenario, Héctor Napolitano canta. Entre la gente, Jaén reparte botellas de caña. La cerveza se sirve en rondas interminables. Esto, más que una exhibición de arte, parece una chupa entre panas.

Una rubia con un hilo dental que se extravía entre sus abundantes nalgas entra a uno de los cuartos. A ella poco le importa el colapso o la descomposición humana de la que habla Jaén. Va directo a practicar lo que mejor sabe con un gordito que se acaba de levantar afuera. Ella no ha hecho ningún esfuerzo, solo se ha parado junto a sus compañeras, ha exhibido sus carnes, y el pez ha caído una vez más.

–Si no fuera por el alivio ofrecido por esta actividad (la prostitución), muchas más personas estarían en riesgo de ser violadas. Las pasiones y la lujuria de los hombres en edad sexualmente activa, sobre todo, recaerían sobre ellas irremediablemente. Los abusos serían tan comunes como lo es la mentira actualmente. La violación, el incesto y otros delitos serían de una frecuencia alarmante…», piensa Jaén.

La mujer y su amante esporádico han hecho un contrato verbal: 7 dólares sólo por delante, y han entrado a uno de los 14 cuartos. Ahí hay un catre y un inodoro malolientes, no hay ninguna división entre ambos. Aquí es así: antes o después del sexo las necesidades biológicas se hacen sin una mínima cortina, sin ninguna vergüenza. También hay una pequeña repisa donde las mujeres dejan gafas, pintalabios, alcohol, un vaso, un perfume.

En el piso hay una lavacara. Después de 13 minutos, la rubia nalgona sale del cuarto sin gesto de satisfacción. Está lista para el siguiente. ¡Atención, el palo vale 7 dólares, los tres platos 10!–, dice el que tiene el micrófono. El Viejo Napo remata: –Esta es mi última canción y ¡a culiar se ha dicho!-. Canta “Te conocí en la 18, y me enamoré de ti…corazón de matasarno». Termina la canción y es ahí cuando esta larga noche empieza.

(Texto publicado en la revista Mundo Diners 2010)

La muerte lenta del salado


Como si fuera un puño cerrado, un apestoso olor a cloaca me golpea la nariz y se me aloja en el estómago. La marea está baja y la mierda flota en la superficie de lo que alguna vez fue un limpio ramal del estero. Me da náuseas, pero no es tan grave, es un olor que conozco de toda la vida, como casi cualquier habitante de esta ciudad / pantano. Estoy la calle 17 y Domingo Savio, cuarto callejón, en el suburbio oeste de Guayaquil. Una zona alejada de los sitios regenerados, que no figura en las postales ni en las guías turísticas.

Es domingo y aprovechamos que los pillos del barrio están chuchaqui para salir a hacer fotos. De todas formas, una vecina nos acompaña. Dice que si nos deja solos, vienen, nos tiran al agua y se llevan la cámara. No puedo ni imaginar lo que sería caer en esa mancha contaminada de la que emerge un aliento fétido, en la que flotan fundas de basura destripadas, y en la que ¡ay! están nadando cuatro niños como si de una piscina con cloro se tratase. “No se preocupe, eso los hace más fuertes, ya ninguna enfermedad los va a matar”, me dice la vecina, sin ironías.

Uno de los niños ha rescatado de los desechos una tabla de espuma que usa como boya, y otro ha hallado una pala amarilla de plástico que le permite imaginar con más credibilidad que está en alguna playa. Tragan agua. Se zambullen y vuelven a salir. A este lugar le dicen, paradójicamente, Barrio Lindo. Más allá, quedan La Chala y Puerto Liza; y cerca está el puente de la A, debajo del cual un gran tramo de estero regurgita la misma pestilencia.

Esto era una antigua zona de pescadores, antes de que en los ochenta el desafuero de los invasores de tierras encontrara un nido. Ahora, a toda esta gran zona suburbana los técnicos la conocen como el subsector E, y es la más fétida y contaminada de todas las vertientes del salado.

A pesar de que siempre viví al pie del estero, se me complica imaginar cómo es que mis padres y tíos aprendieron a nadar en lo que ahora es esta poza color verde aceituna en la que flotan basura, materiales de construcción y todo tipo de porquerías.

Es que antes, allá por los sesenta e incluso durante los setenta, aquí había dos brazos de mar; esto era como Venecia, me cuentan. Pero ya ni fotos quedan para testificar que lo que ahora se conoce como la ciudadela La Chala, donde vivíamos, estaba surcada por lenguas de agua limpia, donde calaban redes, había comercio fluvial y llegaban barcas con madera.

Debió ser hermoso. Agua y pantano, múltiples lugares para nadar, recoger conchas, mejillones, ostiones, o pescar bocachicos, damas, chernas. La diversión estaba garantizada. “Esto fue un paraíso que la gente no supo cuidar”, reflexiona Fausto Gonzabay, uno de los tantos que abonó para que el estero se siguiera pudriendo.

Cuando él, hace 18 años llegó a vivir a la 17 y Domingo Savio, el ramal aún respiraba. Después de su casita, que tiene cinco metros de ancho por 24 de fondo, ya no hay nada. Solo una zanja de unos quince metros de profundidad en la que una hebra de agua pestilente intenta correr.

Los niños del barrio –la mayoría parecen sacados de una postal africana- se divierten lanzando piezas de cerámica y pedazos de cemento que encuentran en la rivera. Agitan el hedor –la única forma de protesta del estero-, y Fausto cuenta que cuando llegó “no había nada de relleno. Esto era pura agua y el salado era bien ancho. Yo vivía por allá donde está la mata de mango, y esa era la última casa”, dice y señala con el índice unas tres cuadras más adelante.

En esa casa vivía con su suegra, una de las fundadoras del barrio, pero cuando vio que la gente llegaba y rellenaba sobre el agua se puso las pilas y los imitó. Un año se demoró en rellenar su solar –elegido y entregado a él por él mismo-. Y para hacerlo, al menos, utilizó unas “cincuenta volquetadas”. “No ve que esto era hondo, eran como quince metros que tuve que rellenar”, dice olímpicamente este padre de cinco hijos, la última de seis. Y es que “el que quiere vivir busca la manera”.

En estas volquetadas –que no le cuestan nada a nadie- venía y sigue viniendo de todo: materiales de construcción, basura, ladrillos, bloques, hormigón de ese que rompen en las calles, y también vienen a botar lodo de desagüe “¡eso sí que apesta!”.

Ni que lo diga, mis pulmones se han llenado –otra vez- de ese olor nauseabundo. Recuerdo que mi abuelo nunca quería visitarnos porque decía que nuestra casa apestaba al salado. Lo peor es que era cierto. Y eso que nosotros vivíamos en una gran casa de dos pisos con garaje, dos patios, salida a dos calles, en la zona urbanizada de La Chala, pero aún así el viento llegaba cargado del aroma y se metía hasta la cocina. Mi hermana y yo, con miedo, siempre llamábamos a los que vivían por fuera del perímetro legal “los invasores”. Era gente ruda, que nos miraba mal, a la que había que mirar con respeto. Por si acaso, nunca íbamos a la rivera.

Pero ¿qué se va a hacer?, pregunta Fausto, uno de los invasores, quien le echa la culpa de la mayor contaminación a los “vecinos cochinos” que botan basura y animales muertos al estero. “Nosotros no le podemos decir nada. Imagínese que si uno reclama, uno se pitea con la gente”. Claro, y este no es lugar para hacerse enemigos.

Quienes han vivido o viven en estos barrios saben que el salado ha tragado más que basura y caca. “Esta era zona de asaltantes de autos. Aquí no entraban ni la policía ni los camiones repartidores de colas. Debajo nuestro hay como cinco carros que los pillos venían a botar después de desmantelarlos”, dice uno de los vecinos que prefiere no identificarse, pero me deja la duda de si el estero también ha tragado gente.

Cualquier cosa puedo creer de este barrio. Yo misma, más de una vez, vi muertos tirados en los callejones, desde mi expreso escolar. Mis compañeros del expreso llamaban a mi casa “la última frontera”, porque unos metros más allá nadie te garantizaba que salieras ileso.

“Pero ahora ya no roban tanto, porque algunos –pillos- se hicieron evangélicos, y otros se murieron”, cuenta Fausto. Y mientras conversamos al pie de su casa, sobre una montaña de residuos, como si se tratara de una burla, un tipo aparece con dos fundas enormes de basura y las echa con total despreocupación al estero. ¿Vio?, me pregunta. Sí, sí vi.

La calle que conduce a este lugar está asfaltada desde hace un par de años. Los carros recolectores de basura van lunes, miércoles y viernes –“a veces vienen hasta los domingos”-, pero la gente elige seguir botando basura al moribundo estero.

Doña Carola, una señora en extremo amable y vecina de Fausto, tampoco quiere peleas con los que botan basura. Es cauta en lo que dice. Llegó a este lugar hace doce años, cuando una amiga le cedió –como si fuera suyo- un solar de ocho metros de ancho por treinta y tres de fondo, que ya estaba relleno. Ella, igual, no quiso ser desconsiderada y le pagó, en partes, por el favor.

Aprovechó eso –“¿porque quién da un pedazo de tierra así como así?”- y también que las volquetas llegaban siempre con relleno. Así que para asegurar bien su casa, rellenó unos cinco metros más allá –“no vaya a ser que un aguaje se me lleve los pilares”-.

“En ese tiempo mi casa era la última. Para poder pararla tuve que esperar, usé una infinidad de volquetas”, relata esta ama de casa, que vende cosméticos y cría a sus animalitos, sentada en la puerta de su casa, levantada con los palos, las hojas de zinc y los plásticos que también llegaban en las volquetas. O sea que todo le salió gratis.

Aquí vive esta madre de cuatro hijos, la mayor de 18 y la menor de cinco, una pequeña con síndrome de Dawn, de nombre Andrea, que juguetea en la rivera del agujero negro sin miedo alguno. Andrea sonríe todo el tiempo, parece que el aire contaminado no pudiera manchar su pureza. Carola, junto a su esposo Julio, el maestro mecánico del barrio, dice que se independizó desde que “se hizo de compromiso”, porque siempre quiso tener lo suyo, y no quería vivir con suegros ni cuñados.

Ella sabe que estos terrenos son municipales, pero no le importa. “El alcalde nos ha prometido que no nos va a sacar. Lo que sí nos ha dicho es que ya no rellenemos más”. Y es que ¿a dónde? El estero en esta zona no tiene más de cinco metros de ancho. En la rivera de enfrente, unas escuálidas casuchas de caña parece que van a caerse con el próximo aguacero.

Carola se acuerda que cuando llegó al barrio, el agua era limpia, “los niños se bañaban, yo nunca dejé meter a los míos”. Y no lo dice solo ella, sino también los expertos en el tema. “Hay ciertos sectores (en el suburbio) donde ya no hay solución para el estero. Zonas donde el agua definitivamente ya no circula (Puerto Liza) y lo que existe es lodo y porquería”, indica Eduardo Cárdenas, gerente de Visolit, la empresa que desde hace siete años se encarga de limpiar las 452 hectáreas de estero de norte a sur que cruzan la ciudad.

Ellos dividen al estero en dos grandes áreas: la norte, que parte del puente Portete, pasa por el puente Del Velero, por el 5 de junio y de ahí se va a los dos ramales: Urdesa y Kennedy. Y la sur, que abarca la parte habitada de la Isla Trinitaria –que es aproximadamente la mitad de la isla- y los suburbios hasta llegar al puente Portete.

Cuando sube la marea arrastra la basura que está en la Isla Trinitaria hacia los ramales interiores, que es donde se deposita la mayor cantidad de basura. La razón de que los desperdicios se queden acumulados es que las continuas invasiones en el sur han reducido el tamaño de los ramales, y han provocado que el flujo y reflujo del agua sea débil.

Provistos de doce embarcaciones –diez para el norte y dos para el sur-, los 92 hombres de Visolit recogen dos mil y pico de fundas diarias de basura en el sur y unos 33 metros cúbicos de palos y cañas; versus 500 fundas diarias en el norte, sector que no presenta mayores problemas. “Ahí el estero está prácticamente limpio”.

Pero ¿qué pasa? ¿la gente es más cochina en el sur que en el norte? No necesariamente. Sucedió que al norte llegó la regeneración urbana, y que la fundación Malecón 2000 contrató a Visolit para que durante el período 2003-2005 realizara no solo una limpieza intensiva en las riberas y el espejo de agua, sino también un programa de reforestación y otro de concienciación ciudadana. “La gente adquirió conciencia con la campaña que hicimos y con las obras del malecón del salado ya se transformó en un sitio de esparcimiento, y la gente dejó de ensuciar”.

En cambio, en la zona sur no se hizo nada de esto. En ninguna de estas zonas se hacen trabajos de recuperación. “Lo que hacemos es limpiar, solamente como para evitar que la basura –sobre todo en el sur- llegue a niveles demasiado exagerados. Si nosotros no limpiáramos el estero a diario sería una mancha de basura”. Pero, a pesar de los recorridos diarios, el salado sigue sucio, porque quién sabe cuándo la gente entienda que no puede seguir botando los desechos al estero.

“Si existiera ese día, si nos dijeran: hasta hoy la gente bota basura, nosotros vamos y seguimos con nuestra labor hasta que el estero quede limpio”, dice el gerente que tiene un contrato hasta 2012 con el Cabildo por 3’600.000 dólares.

A lo largo de este tiempo se han hecho estudios y se han planteado algunas soluciones –algunos proponen la oxigenación por medio de aireadores, descomposición por bacterias-, pero no ha habido hasta ahora la decisión firme de recuperar el estero. Andrea, la hija menor de Carola, no se entera de que la contaminación la acecha. Ella sonríe con su inocencia a cuestas y el agujero pestilente de fondo.

(Texto publicado en la revista Mundo Diners 2009)