Mi compañero ciego


Este texto fue publicado en la revista SOHO, en julio 2012.

También aparece en el libro de Crónicas publicado por Dinediciones en 2015.

El primer año me dediqué a observarlo. A veces, él era el centro en un círculo de gente que le hablaba, mientras reía divertido. Otras, permanecía solo. Se quedaba en silencio, apoyando su brazo en un grueso bastón de metal. Olía el aire, escuchaba, al azar, voces de personas, chillidos de pájaros. Lo veía cuando bajaba del bus, o subía con paciencia y esfuerzo la extensa pendiente que hay a la entrada de la Universidad Católica. No hacía muecas de dolor, no se detenía. Avanzaba hasta la Facultad de Filosofía, que queda al fondo, muy cerca del cerro. Subía lentamente las escaleras con su vara de ciego siempre por delante. Usaba su bastón guía como un radar, de la misma manera que una mariposa usa sus antenas; o un gato, sus bigotes.

Ambos cursábamos el segundo año de Comunicación Social. Yo estaba en el paralelo A y él, en el B. Un día, la profesora de Técnicas de Entrevista, una mujer de elegantes pecas, nos pidió que escribiésemos una semblanza sobre algún personaje. Entonces, hallé mi coartada. Me le acerqué y le pedí una entrevista. Era julio de 1999. Así fue como empecé a escribir esta melancólica historia que aún no termino. La terminaré cuando encuentre un final que no sea tan desolador.

A Pedro Juan Pino Medina (Guayaquil, 1970) le diagnosticaron Síndrome de Morquio a los 4 años. Es una rara enfermedad que ataca a una de cada 200 mil personas. La causa un gen defectuoso, generalmente heredado. Él nació con la cabeza más grande de lo normal y severos problemas óseos. Su columna vertebral es como un arco y una de sus piernas siempre estuvo un poco encogida, como si fuese una J. Él solo ha asentado en el suelo uno de sus pies. El otro siempre se ha mantenido colgado, alejado de la tierra.

No contento con las maldiciones físicas, a los cinco años el Morquio comenzó a atacar sus ojos. El niño empezó a perder la visión lentamente. Pasó gran parte de su infancia encerrado. Sus piernas solo lograban llevarlo hasta la peatonal de su casa y, con el pasar del tiempo, sus ojos se fueron nublando. Hasta que llegó un día en que la oscuridad se quedó a vivir. Pedro Juan tenía 17 años. El gen defectuoso se tomó doce años en dejarlo completamente ciego.

Sus padres no lo llevaron a la escuela como al resto de sus hermanos. Tampoco le consiguieron una silla de ruedas hasta que cumplió 13 años. Entonces, él desde su silla, empezó a plantarles guerra porque quería estudiar. Que no hay dinero para el bus, que es peligroso, que te pueden hacer algo, le dicen y se niegan a llevarlo. Pero Pedro Juan no se calma. Pasan dos años. Él no aguanta más vivir en el encierro de la ignorancia. Arma una rabieta condenada y condenatoria, y los obliga a inscribirlo en la Escuela Municipal de Ciegos Cuatro de Enero, que queda al sur de la ciudad.

El padre de Pedro Juan se llamaba Juan José Pino, era electricista particular. Con Nelly Medina tuvo tres hijos. El primero fue Pedro Juan. Pero, cada uno por su cuenta, tuvo antes otros hijos. Entre todos sumaron once.

El primer día de escuela de Pedro Juan ocurrió cuando él tenía 15 años. Dos chicos más entraron esa mañana, uno de 17 y otro de 18. Chicos ciegos que también iban por primera vez a clases. Niños que no crecieron jugando, sino arrinconados como escobas o viejos utensilios. Menos mal, una de las hermanas de Pedro Juan le había enseñado el alfabeto. Eso le facilitó el aprendizaje del braille. Sabía, además, sumar, restar, multiplicar y dividir. Le tomaron una prueba y lo ubicaron en tercer grado.

Cuando terminó la escuela, se inscribió en el Pino Icaza, un colegio regular que queda al norte de Guayaquil. Para entonces, ya manejaba bien el braille, la grabadora y la labia, que es lo que más le ayuda a un ciego a sobrevivir, dice él. Además, con mucha dificultad, había vuelto a caminar.

En el tercer año le tocó decidir la especialización. Se enfrentó a la difícil pregunta ¿qué quiero ser? Y luego a la más grave de todas: ¿qué puedo ser? Un ciego no puede ser cirujano, ingeniero ni dentista, tampoco arquitecto, director de cine, fotógrafo ni diseñador. Casi todos los que estudian eligen Leyes o Educación. No hay mucho más. Él decidió que lo que quería era producir programas de radio, o hacer relaciones públicas. Por eso, a los 28 años, totalmente ciego y con una movilidad reducida, Pedro Juan se inscribió en el preuniversitario de Comunicación Social de la Universidad Católica de Guayaquil.

***

1998. Yo estaba en el grupo de la mañana del pre y Pedro Juan en el de la tarde. El de la mañana era el grupo de los estudiosos, los bien portados, los aburridos. En la tarde iban los bohemios. Un cura nos daba Teología –materia importante en esta Universidad, a pesar de que a nadie le importe un carajo–, una mujer que se peinaba como Lucile Ball nos daba Castellano. Al profe de Matemáticas lo borré de la memoria, y la de Lógica era una simpática gordita. La gran parte de los 30 alumnos de la mañana aprobó. Yo me quedé por Matemáticas, y si no fuera por la boya de la recuperación, donde te vuelven a poner los mismos ejercicios de la primera vez, no habría pasado jamás. Años atrás pasé por una decena de colegios reprobando Matemáticas en el examen de admisión. En cambio, Pedro Juan pasó Matemáticas sin despeinarse, y fue de los pocos del grupo de la tarde que aprobó el pre sin ir a recuperación. El muy sabido pasó con 8.

La Universidad no le puso ningún pero cuando entró. Lo trataron como a uno más. Es más: lo becaron por su situación de desventaja. Pagaba 40 dólares mensuales, cuando el resto pagaba entre 150 y 200 dólares.

A los 24 años, Pedro Juan escuchó Cien años de soledad. La novela había sido grabada en 17 cassettes de 90 minutos cada uno, y la tenían en la biblioteca para ciegos del museo municipal. Quedó prendado de la literatura. Pronto, los poetas y las buenas personas de la Facultad empezaron a leerle cuentos, poemas y capítulos de todo tipo de novelas. La Universidad se le presentaba como un mundo posible y real en el que él era bien recibido. Estaba contento y le ponía fe.

Los problemas empezaron a mediados del primer año, según recuerda.

– Me advirtieron que no podría tomar las materias visuales, pero yo esas alturas ya había aprobado Fotografía. Yo ya no me iba a echar para atrás, ya estaba embarcado – dice. Conversamos en su casa, en Durán. De fuera llega un fuerte olor a basura quemada.

Andrés Holtz, el profesor de Fotografía, fue sensible y flexible.

–Como yo no podía tomar fotos me mandaba a hacer trabajos sobre teoría o historia de la fotografía. Una vez también me pidió que le preparara un programa de radio sobre fotografía. Yo había encontrado en Internet algo sobre fotografía para ciegos que a él le pareció interesante. Armé el programa, se lo di por escrito y en cassette con todos los efectos para una radio – cuenta.
Le gusta recordar el 9 que sacó en esa materia.

Para Animación Cultural –una materia en la que el alumno debe organizar un evento con público –, Pedro Juan propuso hacer un campeonato de básquet con jugadores en silla de ruedas y otro de indor para ciegos. Consiguió los auspicios, desarrolló los trípticos, envió la información a la prensa y montó el evento en el coliseo de la Católica. Lo hizo solo, sin hacer grupo. Jorge Massuco, el profesor, le puso una nota alta. Y así, Pedro Juan fue aprobando las materias. En algunas, como Análisis de la imagen o Estética y Arte, tuvo problemas. En la primera se quedó, y en la segunda el profesor no lo admitió en la clase. El malestar en la dirección de la Carrera aumentaba. La presencia de un alumno ciego empezaba a ser un problema que no sabían enfrentar. En segundo año le dijeron que lo mejor era que se retirase.

–No me dijeron ¡váyase! Pero sí que definitivamente no podía continuar por las materias visuales. Yo les ponía el ejemplo de Fotografía y me mantenía en eso. Me dijeron que lo mejor que podía hacer era cambiarme de Facultad. Que me vaya a Derecho, porque ahí había casos de ciegos que se habían graduado. Yo le propuse a la Universidad que me hicieran un recorte en el título, que me pusieran Licenciado en Comunicación para radio, o algo así. Pero simplemente no me contestaron. La conclusión a la que llegaron el abogado de la Universidad y la directora de la carrera fue esa: me ofrecieron homologar las materias que ya había tomado, y me pidieron que me cambie a Derecho – relata. Respira hondo y luego dice: tal vez si ellos hubieran llevado mi caso al rector de la Universidad y a los demás decanos, las cosas habrían sido distintas.

Pedro Juan, que es terco como una mula, no hizo ningún caso y siguió peleando. Después de que le dijeron que se fuera, se quedó otro año dando guerra. Pero sus batallas no eran solo contra las autoridades de la Facultad o los profesores que no sabían cómo integrarlo al grupo o de plano le decían que no podían darle clase a un ciego. La principal batalla que enfrentaba era contra él mismo, contra su propio cuerpo.

La mala posición de sus pies ocasionó con el tiempo un severo desgaste de sus caderas. Los dolores acometían cada vez con más fuerza. Cada día le costaba mucho más subir la loma y las escaleras. El médico le dijo que si seguía así pronto dejaría de caminar, y que necesitaría un trasplante de caderas. Los largos trayectos en bus para ir a la universidad y volver empeoraban la situación.

En 2004 ya no podía más. Tuvo que desistir. Cerró todas las materias, cerró todo.
No me lo dice, pero lo noto en su voz. Le duele recordar el día en que dejó de caminar. Pero lo hace y me lo vuelve a contar.

–Fue en agosto 18 de 2004. Yo venía caminando en la noche a mi casa. Tenía que pasar la iglesia, el parque y la escuela. Ya me estaba doliendo antes, pero a la altura de la escuela me cogió un dolor muy fuerte, insoportable. Me senté en un murito un rato a ver si se me pasaba. Para levantarme tuve que hacer un esfuerzo muy grande. Avancé hasta la esquina de mi casa. Y no pude dar un paso más –.

Esta vez el encierro duró dos meses y medio. El espíritu de Pedro Juan es tenaz y poderoso. Compró una silla de ruedas de segunda mano y la hizo arreglar. Debía salir a la calle para, como sea, juntar los 8 mil dólares que necesitaba para la operación. Su deseo de volver a la Universidad le daba fuerzas. Alquiló teléfonos, se convirtió en vendedor informal, hizo programas de radio, vendió publicidad, hizo colectas públicas, dio entrevistas a los diarios. Nada fue suficiente.

***
Pedro Juan sabe lo que es la soledad, el rechazo, la indolencia. Pero también sabe lo que es la compañía, la solidaridad, el amor.

Era diciembre de 2004. Mientras le partía en pedazos pequeños un filete, con una sonrisa inocente y tal vez sin calcular la dimensión de sus palabras, me dijo: Ratona, acompáñame a Quito. Quiero ir a sondear, puede que allá alguien me ayude. Podemos ir a las embajadas, a los ministerios. Les contamos lo que me pasa, tal vez alguien se interese…

Los ojos se me empañaron. Sabía que era difícil, casi imposible, pero él tenía tal convicción que no pude negarme. Dale, Pedro Juan, yo te acompaño, le dije. Él abrió sus brazos para abrazarme.

En aquella época yo tenía 25 años y Pedro Juan 34. Yo pesaba 130 libras y él 160, sin contar la silla de ruedas, que era un armatoste que parecía haber sido usado por un veterano de la Segunda Guerra. Viajamos toda la noche del domingo en bus. Llegamos a Quito a las seis de la mañana, desayunamos y nos alojamos en un modesto hostal sobre la calle Calama. La altura de Quito me sienta fatal, me mareo, vomito, me duele la cabeza. Me di cuenta de que llevar a Pedro Juan por las cuestas quiteñas iba a ser una pesadilla.

Él llevaba una bolsa negra llena de carpetas manilas con papeles que explicaban su enfermedad y los detalles médicos de la operación. Busqué posibles direcciones, hice una ruta y nos fuimos de recorrido, primero, por las embajadas. Pedro Juan había escuchado que los japoneses tratan bien a los discapacitados, y quería empezar por ahí. Yo no lo contradecía, intentaba vivir esto como una extraña aventura que muy rápido empezó a tornarse dolorosa en varios sentidos.

No teníamos dinero para el taxi. Subir al trole con alguien en silla de ruedas es terrorífico. Hay que buscar paradas que estén equipadas para el paso de la silla. Subir a un bus es mucho peor, pero también anduvimos en colectivo. En la embajada japonesa no quisieron ni escucharnos, mucho menos vernos. Entre lunes y martes recorrimos las embajadas cubana, española e italiana. Dejen la carpeta, la revisaremos, nos decían con falsa amabilidad. No importa la nacionalidad: a la gente no le interesa la vida de nadie, y menos la de un ciego que se ha quedado sin poder caminar.

Estaba triste, indignada, me dolían los brazos, tenía ganas de llorar, pero no lloraba. Debía ser fuerte como Pedro Juan. La noche del martes lo invité al cine, daban Diarios de motocicleta. A Pedro Juan le encanta ir al cine. Escucha la película y se imagina todo. Fuimos a un centro comercial. El cine quedaba en un piso alto, y solo se podía subir por escaleras. Dos hombres tuvieron que trepar a Pedro Juan y su silla. No pasa nada, caballero, le dijeron. Salimos tarde, casi a la medianoche. Cruzamos la calle para esperar un taxi. El viento frío nos golpeaba la cara. Pocos son los taxistas que paran cuando ven una silla de ruedas. Estuvimos cerca de una hora esperando, hasta que un señor paró. Mientras acomodaba la silla en la cajuela, me preguntó. ¿Usted es la esposa del señor? No, respondí. ¿La hermana? No, tampoco. ¿Entonces? dijo intrigado. Solo soy su amiga, eso es suficiente.

El miércoles fuimos al ministerio de Salud y al Conadis (Consejo Nacional de Discapacidades). En el ministerio de Salud nos dijeron que no atendían casos particulares, sino solo a los directamente enviados desde un hospital, y en el Conadis nos hicieron pasar a una oficina, nos ofrecieron agua, y nos mandaron con viento fresco. Que Dios los ayude, porque nosotros no podemos.

Mi dolor de brazos era intenso. El lunes por la noche me compré una pomada de Voltarén que me la terminé en dos días. El martes decidí que la pomada no bastaba y empecé a tomar Apronax. No le decía nada a Pedro Juan. Suficiente tenía con escuchar cómo nos trataban en cada lugar al que íbamos. Se salvaba de ver las miradas secas, agrias, indolentes o repulsivas. Pero tampoco veía la enorme compasión que había en otras, como en la mirada de Hiroshi, un japonés amigo que nos pagó los días en el hostal. El jueves fuimos en bus a una empresa de hierro de la que Pedro Juan había oído y aseguraba tener un contacto. Quedaba en un lugar altísimo, rural, muy alejado. Llegar hasta allá nos tomó más de una hora. Nos vieron a través de una ventanilla, y se negaron a abrirnos la puerta. Nos dijeron que la persona a la que buscábamos ya no trabajaba ahí. Hacía un frío terrible. Queríamos regresar, pero ningún bus ni taxi nos paraba. Las lágrimas rodaban por mi cara. Pedro Juan no las veía.

El viernes, él lo quiso seguir intentando, pero yo ya no podía empujarlo más. Tampoco me quedaba esperanza.

Pedro Juan nunca logró juntar el dinero necesario. No pudo volver a caminar. Desde hace años vende caramelos en la esquina de Nueve de Octubre y García Avilés. En la Universidad ya nadie pregunta por él.

La Aguadita, el pueblo que se niega a morir de sed


Texto publicado en SOHO, abril de 2011

Por Marcela Noriega / Foto: Gabriel Proaño

El único pozo de La Aguadita permanece seco

El viejo Volkswagen peina la antigua ruta del sol. Vamos con rumbo oeste. Paramos en una gasolinera, detrás de una larga fila de autos. Es un sábado propicio para ir al mar. Tanqueamos y llenamos una poma de plástico con más combustible, por si acaso. Compro un par de botellas de agua. Hace mucho calor. Diógenes Efraín me ha llamado un par de veces para preguntar por dónde estamos. Cuando nos parqueamos al pie de su casa, en Santa Elena city, él aparece radiante, como un niño el primer día de clases. Va en camisa blanca, pantalón de tela y lustrosos zapatos de vestir.

–Este carro es muy bajo, no podremos subir la montaña-, nos advierte. Su esposa nos ofrece un jugo. La casa es pobre; una desgastada hamaca cruza la sala de cemento cuarteado. Sobre una vetusta mesa, hay un televisor. Desde ahí, el primer mandatario le habla al país o, al menos, al país en el que nació Diógenes, ese que está por enseñarnos. Escondida detrás de su pierna, la más pequeña de sus nietas sonríe.

–Bueno, vámonos-, dice.

Diógenes Magallanes Ramírez es un hombre alto y fuerte, de mirada tan café y tan viva como la un venado. Nació hace 58 años en La Aguadita, comuna que pertenece a la parroquia Colonche, provincia de Santa Elena. Cuatro generaciones de Magallanes han vivido ahí. Es un sitio perdido, semi desértico, detenido en el tiempo. Los que aún permanecen en el pueblo no son personas comunes, son sobrevivientes.

Tomamos el camino que va a Colonche. Serán dos horas hasta llegar a la comuna. En el paisaje los colores mutan; los verdes quedan atrás y aparecen los ocres. El mar deja de verse por la ventana; lo reemplazan cactus y ramas secas. La sed arrecia. El polvo tiene la costumbre de alojarse en la garganta. Bebo toda el agua que tengo, pienso que allá habrá tiendas. Llegamos a Palmar. Viramos a la derecha y avanzamos cuarenta kilómetros más. La ruta es agreste, el estómago del viejo Volkswagen sufre varios golpes. Diógenes tenía razón.

Pasamos la iglesia Santa Catalina de Colonche, una hermosa construcción en base de madera que data de 1537. Luego, están las poblaciones de San Marcos, Sevilla y la antesala de La Aguadita: Campo Blanco, donde viven un par de hermanos de Diógenes.

–La Aguadita siempre ha sido un pueblito solo, lejos de todo, sin las atenciones necesarias. Siempre vivimos a oscuras, nos alumbrábamos con candil-, va contando mientras damos pequeños saltos-. Los alimentos los teníamos que salir a buscar en burro a Colonche o al Azúcar. Viajábamos 22 kilómetros. Esa comida nos duraba una semana. El agua la traíamos por barril. Traíamos veinte, treinta burros llenos de agua al pueblo para poder tomar, porque en verano el agua del único pozo que había se secaba. El camino era pésimo, nos demorábamos un día en traer el agua-.

El viejo Volkswagen cae en baches, esquiva las piedras.

–¿Era un camino como este?

–No, pues. ¡Esto es una autopista!

***

Los Magallanes provienen de Lima. El primero en llegar a Ecuador fue el tatarabuelo de Diógenes, pero se asentó en Portoviejo. Dice Diógenes que su abuelo, José, fue quien fundó La Aguadita hace unos 250 años. Él encontró el acta de fundación de la comuna, en Quito, y la guarda como si fuera el retrato de su madre. El viejo José vivió 105 años; buena parte de ellos se dedicó a hacer hijos. Tuvo 14 y llegó a tener 264 nietos. De ahí salieron las familias que poblaron el lugar: los Magallanes, los Ramírez, los Matías y los Malavé. Cuando Diógenes nació vivían en el pueblo unas 180 personas que se dedicaban a la ganadería.

El papá de Diógenes, Octavio, y su mamá, Amada, se conocieron en Colonche y se fueron a vivir a La Aguadita. Para no perder la costumbre tuvieron 15 hijos: Alejandro Euclides, Augusto –murió de niño-, Dora Esperanza, Elacio Esteban, Leonardo, Dioselina, Ángel Onofre, Francia Azucena, Blanca –murió el año pasado-, Diógenes, Kléber, Alba, Andrea, Norma, Elsa. Los hijos de ellos son incontables. Diógenes solo tuvo cinco, porque ya en Santa Elena se compró un televisor.

–No ve que en la cama la persona es intentuosa-

–¿Intentuosa?-

–Sí, o sea que el intento está siempre allí. Y sí o no que eso es lo más rico para el ser humano. Porque si no ¿para qué se vive?

Después de 16 novias, este galán peninsular se casó a los 28 años.

***

Leonardo, hermano de Diógenes, tiene 67 años y jamás abandonó La Aguadita. Vamos a su casa, que queda a unos pasos del viejo pozo del que bebieron las cuatro generaciones. El viento nos libra un poco del calor espeso que se siente. Aquí nadie ofrece nada de beber. No es que no sean hospitalarios, es que no hay nada qué beber. La gente sale de sus casas de caña, nos miran extrañados, nunca viene nadie por aquí. Los chivos hacen sus ruidos, una vaca raquítica cruza.

— Los padres sufrieron mucho, nosotros sufrimos mucho, señorita. Nuestro pueblo ha sido el más olvidado de la provincia, creo que del país-, me dice Leonardo, quien como la mayoría de hombres de este lugar va sin camisa, no porque se crea sexy, sino porque el calor es insoportable-. Entonces, como si fuera desgranando una mazorca va contando sus recuerdos.

— En tiempo de mi padre salíamos en burro. Nosotros llorábamos cuando mi padre nos mandaba a traer los alimentos o el agua. En veces nos hacíamos un día hasta encontrar agua. La traíamos en barril, para tomar y para la cocina. Nos duraba 4, 5 días. En veces no nos bañábamos porque no había agua. Nos turnábamos: hoy tomaba agua la gente, y al otro día los animales. En veces no había agua tres días, la gente tenía que irse a buscar a otros pozos lejos-.

Diógenes lo interrumpe.

— En el 65 se murieron todos los animales, fue cuando hubo la sequedad grande. Aquí solo se quedaron los berracos, como él-.

Sí, porque hasta Diógenes se mandó a cambiar. Apenas cumplió los 18 años y se fue a Santa Elena. Allá empezó a militar en la Izquierda Democrática y aprendió cómo organizar a la comuna.

Leonardo prosigue.

–Me quedé con mis chivos, los iba vendiendo y tenía cómo pasar. Pero los animalitos de todos se murieron, eran miles. Éramos un pueblo ganadero.

–¿Y por qué se quedaron sin agua?-

–Fue por causa de la tala de los árboles-, contesta Diógenes.

–Ah claro, sí-, confirma su hermano. Todas estas cosas ocurrieron hace más de 40 años. ¿Te acuerdas? Era un martirio tan grande.

Alguna vez aquí hubo mucho ganado, voluptuosos inviernos y tierras fértiles. Pero la gente empezó a talar la madera y poco a poco terminaron con el bosque, así empezó a morir el pueblo. Casi todas las 180 personas que vivían en La Aguadita se fueron en el 65, cuando el pozo y las lluvias se achicaron. Cada cual cogió su rumbo. Lo mismo pasó en Carrizal, un pueblo cercano, donde vivían unas 200 personas. No quedó nadie.

Y así como en la historia bíblica, la gente se fue a buscar la tierra prometida a otra parte y abandonó su lugar de origen. Entonces, llegaron los invasores.

–En el gobierno de Febres Cordero empezaron a llegar los invasores. Gente que tenía dinero y pensaba que podía hacer con estas tierras lo que quisiera. Sufrimos en ese gobierno y en el de Bucaram. Nos quitaron lo que era nuestro por herencia-, dice Diógenes, quien luego de 40 años en los que no faltaron peleas, amenazas, persecusiones, intentos de soborno y hasta la cárcel, ha conseguido recuperar las escrituras de las tierras ancestrales que les pertenecen.

–Ahora es que la gente está volviendo al campo, porque el Gobierno nos están haciendo las vías, nos está alumbrando, nos van a dar canales de riego, agua potable. Para que toda esa gente que está en otro lado busque su pueblo. Porque Dios dijo que el hombre tiene que vivir de la tierra. Nosotros queremos rescatar La Aguadita para que la generación que viene detrás de nosotros sobreviva. No hay trabajo para nuestros hijos en la ciudad. Allá solo les espera la cárcel o la muerte. En cambio acá no les cuesta nada la carne, el huevo, la leche, solamente tienen que trabajar la tierra. Si es que ellos quieren vivir como personas honestas tendrán que venirse-, dice Diógenes muy en serio.

Hasta ahora no ha convencido a ninguno de sus hijos. Pero asegura que sí ha convencido a muchos amigos de la ciudad de que separen su parcela. La idea de Diógenes es hacer un pueblo nuevo con gente que vaya y trabaje la tierra para que el Gobierno les construya los canales de riego y la carretera. Él les ofrece terrenos de diez por 25 metros a cambio de que se comprometan a cultivar.

***

La Aguadita es una estepa. Aquí no hay calles, no hay tiendas, nadie vende nada, salvo chivos. Son 18 casuchas desperdigadas en un terreno polvoriento. Cualquier cosa que uno tenga, desde un celular, pasando por un cuaderno o una cámara de fotos, es una riqueza. Pero el mayor tesoro siempre será una botella de agua.

Podría decirse que María Isidra Flores, una anciana de 82 años, vive diagonal a Leonardo, el hermano de Diógenes. Ella nació en Sube y Baja, pero a los 20 años se enamoró de un tal Federico y se fue a La Aguadita. Tuvo una docena de hijos.

–¿Por qué tantos?-

–Así es en el campo. La costumbre era que los hombres a las 4 de la mañana tomaban el desayuno. A las 5 cogían el hacha y el machete. Caminaban dos o tres horas adentro en la montaña. A las 7, 8 empezaban a trabajar. A las 6 de la tarde regresaban al pueblo, y a esa hora se ponían a hacer hijos. A las 8 vuelta ya estaban durmiendo. Y vuelta lo mismo a las 4 de la mañana.

–¿Y cómo ha sido su vida en este pueblo?

— Siempre ha sido seco. Para mantener a los animales uno tenía que coger una mata de cardón –es un cactus gigante, espinudo que por dentro tiene agua fresca-, pelarla, sacarle las espinas y darles eso para poderlos mantener un poco más, si no se morían. La gente aquí se acostumbró a sufrir-.

***

Elacio tiene 70 años y vive junto a su esposa, Cristina Matías, y su hermana, Dora, en Campo Blanco, a unos diez minutos de La Aguadita. Ahí, sobre lomas desiguales y entre tachos vacíos, viven 14 familias. Pareciera que lo único que se mueve en este sitio es el viento. La gente está aletargada, son como frágiles cuerpos sin ilusión.

Elacio y Dora son hermanos de Diógenes. Ellos también abandonaron el pueblo, pero volvieron.

— Yo me casé jovencísimo, a los 17 años. Mi señora no completaba los 15 años. Tuvimos doce hijos. Nos fuimos a Libertad para que los hijos aprendieran aunque sea a hacer algo. Volvimos después de 40 años, porque el negocio que tenía se dañó. Yo vendía gas, repartía a todos los restaurantes, pero vinieron las cocinas modernas y ya no vendí más. Ahora, el Gobierno nos regaló 800 chivos para toda la comunidad de Campo Blanco y La Aguadita, y nos dedicamos a criarlos. También tenemos unos pavitos. Pero estamos sufriendo por el agua-, cuenta Elacio.

El municipio de Santa Elena envía agua a estas comunas, pero no es suficiente. Muchas veces ellos tienen que pagar el flete del tanquero, que cuesta 35 dólares. Dos semanas les dura el agua. O sea que deben reunir entre las 14 familias 70 dólares mensuales.

Un pavo de largas plumas se sube al techo del viejo Walkswagen y lo caga. Cristina Matías limpia.

–Antes era peor. A veces no teníamos agua ni para tomar. No lavábamos la ropa, no nos bañábamos-, se acuerda Cristina-. Desde pequeños nos acostumbramos a tomar poca agua, y agua salada, porque era la que sacábamos del pozo-.

–A los 40 años vinimos a probar lo que era el agua dulce-, la interrumpe su marido.

La sensación de la sed es una de las peores que pueda soportar el ser humano. Solo de escuchar sus relatos, una ansiedad por beber me atormenta. Prefiero cambiar el tema, y hablar lo menos posible.

–¿Fueron a la escuela?

–Yo no sé leer-, confiesa él-. Ella sí un poco, porque fue a un programa de alfabetización-.

— No íbamos a la escuela, porque estaba a cinco horas caminando-, explica Cristina un poco avergonzada.

–¿Y el mar queda lejos?

— Sí, está a 35 kilómetros siquiera. De pequeño mi papá me mandaba a Palmar a conseguir pescado, ahí me bañaba yo en el mar. Iba en burro, se hacía lejísimo. Salíamos a las once, doce de la noche y amanecíamos allá-, dice Elacio.

–Eso fue durísimo. Nosotros hemos sido pueblos olvidados. Ningún gobierno ha mandado a nadie. Ahora hasta usted ha venido. Ni en sueños hemos visto a una periodista-, dice Diógenes con inocencia.

Pero Dora, la hermana, sabe que lo más importante es el agua, y no está dispuesta a hablar de cosas menores.

–Queremos que el Gobierno nos mande agua. Yo le matara un pavo para que se comiera el Gobierno, con tal de que nos dé agua-, grita desde una hamaca.

–Sí mandan el aguita-, dice bajito Elacio.

–Pero falta más para poder sembrar el tomate, el pimiento, la yuca, el camote, el limón, la maricuyá, el pepino, porque de todo se produce aquí, señorita-, replica ella en alta voz.

–Eso es verdad. Aquí teníamos hasta lechuga, col, zanahoria-, coincide Elacio.

–Lindas yuquísimas sacaba mi papi-, dice Cristina. Mi papito sembraba cuando llovía-.

–Siéntese nomás señorita-. Dora me ofrece un lugar en su hamaca que cuelga de los palos de la casa de caña.

–No, gracias-. Tengo la garganta seca y lo único que quisiera es un poco de agua, pero prefiero no pedir. La cerveza que me tomo en Santa Elena, al atardecer, me sabe a gloria.