La historia de Maira


(Maira pide caridad en la ave. Carlos Julio Arosemena y Las Monjas)

Mi columna es como una S. Está chueca y se sigue torciendo más. Eso me produce un dolor horrible. Son como hincones. Como si me dieran puñetes en la espalda todos los días. El músculo se inflama de la nada. Yo nací con esto. Es una enfermedad que los doctores llaman osteogénesis imperfecta, pero la gente le dice ‘huesos de cristal’, porque se te rompen con el menor golpe, con el más leve remezón. He tenido tantas fracturas que ya perdí la cuenta, pero deben ser más de cien. Cualquier cosa me puede lastimar. Tengo el cuerpo de una muñeca torcida, pero he aprendido a sobrellevar este problema como un puñal en el pecho.

Sé que mi mamá tomó medicamentos para abortar, y por eso yo nací así. Mi médula ósea no se desarrolló de forma normal. Siempre fui chiquitita. Tengo 34 años, pero mido un metro con diez centímetros y calzo 28, como una niña de seis. A pesar de esto, a los 21 tuve una hija. Se llama Noemí Santos. Ella es la adoración de mi vida, mi razón de vivir. Lleva mi apellido porque su padre me abandonó apenas quedé embarazada. Y me tocó ser madre soltera. Fue horrible. Pero así, pidiendo colaboración aquí en este puente, la he sacado adelante, le he pagado su educación, ahora está en octavo de básica en el Dolores Sucre. También mantengo a mi mamá, que ya está viejita.

Yo tampoco tuve papá. Nosotras somos siete hermanas, pero todas están en España y nunca se acuerdan de que existo. Parece que España le daña en corazón a la gente. Yo vivo en la casa de mi mamá, en el suburbio, en la 48 y O.

Desde pequeña mis padres me pusieron en una escuela para niños discapacitados. Allí yo aprendí la primaria, también corte y confección, a hablar por señas y a leer los labios. Después, también hice un curso de Enfermería. Pero cuando iba a terminar el sexto grado, a los doce años, me caí del colectivo y me lastimé ambas piernas, y no pude terminar. Me retiré, y ahí quedaron todos mis sueños frustrados. Nunca más volví a estudiar.

Me pasaba algo más: me estaba quedando sorda. Yo sí me daba cuenta de que el mundo se estaba haciendo como silencioso, la gente me hablaba, me gritaba, y yo no oía nada. Me preguntaba dónde se habría ido la bulla. Mi mamá y mis hermanas se dieron cuenta, pero yo no decía nada porque me daba vergüenza. Pero con el tiempo me quedé totalmente sorda. Nunca tuve un audífono hasta hace cuatro años cuando alguien que pasa por el puente me donó uno. Pero nada dura para siempre, y como el aparato no era de aquí, sino de Italia, se dañó y no hubo repuesto. Sé que unos audífonos cuestan más de 800 dólares, y eso es demasiado para mí. Aún así no pierdo la fe.

A pesar de todas mis dolencias y de mi sordera soy una deportista, me considero una atleta. Compito en carreras de resistencia en mi silla de ruedas desde los 22 años. He corrido en más de 50 competencias. Tengo 13 copas y 28 medallas. He ido a competir a Salinas, Quito, Cuenca, Loja, Ambato y, en peso, he llegado hasta la isla Puná.

Pertenezco a un grupo de unos cincuenta discapacitados que corremos en maratones, como la Últimas Noticias, de diario El Comercio, o de la Expreso, en la que acabo de participar. Llegué primera en mi categoría. ¡Uff! Hice diez kilómetros en dos horas, me sentí feliz. Pero me puse a llorar cuando llegué y vi que no me iban a dar dinero en efectivo, sino bonos para el comisariato. Eso me entristeció, porque tengo un montón de cuentas por pagar: me cortaron el agua, ya mismo me cortan la luz. ¡No es justo! Pero igual yo sigo corriendo.

Mi enfermedad no me impide correr. Hay personas que sufren de hipertensión y no pueden hacerlo. Pero yo no sufro de hipertensión, sufro de amor por la vida. Claro que cuando termina la carrera es cuando vienen las secuelas: te duele aquí, te duele acá. Pero es que no puedo parar, soy bien hiperactiva y no me estoy quieta.

Estoy en este puente desde hace diez años. Llego todos los días, a las 8 de la mañana y me quedo hasta las seis de la tarde. Me estoy haciendo de 12 a 15 dólares diarios. A veces, menos, y gasto seis en el taxi. La situación está muy dura. Yo lo que deseo de todo corazón es seguir estudiando, terminar el bachillerato, aunque sea a distancia. Porque me siento frustrada. Me he encontrado con gente que me dice: Maira no te quiero ver en el puente, tengo un trabajo para ti, pero la mayoría exige al menos el bachillerato. Y yo sé que puedo trabajar, me siento útil pese a mi discapacidad. Tengo conocimientos de enfermería y soy muy hábil con las manos, y con la lengua, porque me encanta hablar, hablo sin parar. Y cuando no me duele nada me río sin parar, es una locura, me dan ataques de risa, porque soy tan feliz. ¡Cómo quisiera que eso durara todo el tiempo, pero el dolor siempre regresa!

(Texto publicado en SOHO dentro del especial Historias de Semáforos, 2009)

La historia de Pascual


(Pascual Holguín pide caridad y vende lotería en Víctor Emilio Estrada y Las Monjas, Urdesa)

Yo estaba trepado en una escalera, arrimado a un poste de luz. Tenía una varilla de fierro en la mano porque me pidieron que hiciera una losa. El fierro topó el cable de alta tensión de la calle y me electrocuté. La corriente me cogió en los brazos y me salió por los pies. Me pasó por los dedos, las orejas, las rodillas, el sobaco, por todos lados. Mi jefe, desde abajo, me gritaba: ¡afloja la varilla, afloja la varilla! Pero no podía, estaba pegado.

Había escuchado que cuando a alguien le coge la corriente se muere, y yo no quería morirme. Mi mujer estaba embarazada de dos meses. En todo eso pensaba mientras me quemaba. Tenía veinte años.

Un transformador estaba cerca, los cables echaban candela y eso lo hizo explotar. Se fue la luz. Cuando me bajaron no aguantaba la quemazón, pero jamás perdí la conciencia. Me llevaron al hospital Guayaquil; y yo gritaba ¡atiéndanme que me muero! Esos manes me echaban suero, y eso me aliviaba. Yo estaba quemadito, parecía un pollo.

De ahí me llevaron en ambulancia al Luis Vernaza. Nadie me quería atender porque decían que yo ya me iba a morir. Me metieron sondas por la nariz, por la boca, por el pene. Por todos lados botaba sangre, estaba quemado por dentro. Me dejaron tirado en la sala de emergencia esperando que me muriera. Recién al cuarto día, cuando vieron que no me moría, me metieron al quirófano. Allí detectaron la gangrena. Me dijeron: llama a tu familia, porque te vamos a amputar las manos. Ahí me puse a llorar. Yo soy de Guale, cantón Paján, en Manabí. Llegó mi familia y les dije: ¡no firmen, no firmen, déjenme morir, yo no quiero estar sin manos!

Pero la familia prefirió que viviera. Yo sentí cuando me pusieron la anestesia. Yo estaba heladito. Me metieron como a las dos de la mañana. Me desperté a las diez. Levanté mi mano y solo tenía un pedazo, levanté la otra y lo mismo. Chuta. Otra vez me puse a llorar.

El pedazo del brazo izquierdo me latía durísimo. Yo pedía inyecciones a cada rato para el dolor. El lado derecho me lo cortaron tal como está ahora, un solo tajo. Pero el izquierdo me lo trazaron por aquí, por acá, por acá. Me lo cortaron tres veces, porque no limpiaban bien y se gangrenaba.

Me tenían listo para cortarme el pie. Pero mis papás dijeron que no, que trataran de salvarlo, porque si me cortaban el pie iba a quedar inútil. Me pusieron una malla y me hicieron más de cien injertos. Saca piel y ponle piel, saca y pon. Ahí están las cicatrices en los pies. Me los reconstruyeron. Cuando me mandaban a la tina yo era parches por todos lados. Parecía un trapo, y en la tina me echaban cloro para desinfectarme. Eso sí que ardía.

Yo me quería morir. Mi mujer me decía: no, todo va a estar bien. Ella me cuidó, pero me abandonó como a los dos años, porque yo no hacía nada, no podía ni caminar. Mis dedos quedaron tiesos, no los puedo mover. Cuando tengo que firmar un papel tengo que pararme encima del papel para hacerlo.

Ahí fue que empecé a subirme a los buses para pedir caridad. Es que ya tenía a mi hijo, Maicol, que ahora tiene 6 años. Todo el día pasaba en la calle llorando, y la gente me ayudaba. Hice como 400 dólares. Me compré un terreno en la Sergio Toral, y me fui a buscar a mi mujer. Le pedí que volviera conmigo. Me dijo que sí, pero quería una casa. Busqué a alguien que hace casas; compré cañas, palos y en una semana estuvo la casa. Compré una cama y me la traje. Tuvimos otra hija, Adrianita, que tiene 4 años.

Me puse a pedir en los semáforos. Pedí en La Puntilla, Atarazana, en el centro, en el Policentro. Reuní plata. Hice mi casa más grande. Antes era de cuatro por cuatro y la hice de ocho, de caña. Y desde hace 3 años estoy en Urdesa. Aquí llego a las 7 de la mañana y me quedo hasta las 2. No solo pido, también vendo lotería. En un buen día hago unos 20 dólares. Mi sueño ahora es ahorrar para ponerme un bazar, un kioskito de caramelos.

Le doy gracias a Dios porque a pesar del accidente, mi mujer se quedó conmigo. Se llama Ana María Zambrano. Nos hicimos novios cuando ella tenía 13 años y yo 20. Ella es la madre de mis hijos y el amor de mi vida. Nos casamos el jueves pasado en el registro civil y el sábado nos vamos a casar por la iglesia evangélica, porque ella es hermanita. Ella me lava los dientes, me da de comer, y nos bañamos juntos todos los días.

(Testimonio publicado en SOHO, 2010)