¿Cómo es cocinar para un batallón?


El Fuerte se levanta a las cinco en punto. Estamos atrasados. A las seis menos cuarto debíamos estar en el cuartel y nosotros –como buenos civiles que odian madrugar-, llegamos quince minutos tarde. Con cara de pocos amigos, un centinela nos lleva al patio principal, ahí donde quinientos cuerpos se mueven según lo que manda una voz gruesa. La testosterona de medio millar de conscriptos de 18 y 19 años en pantaloneta empieza a calentar el día. Una débil luna insiste en no ocultarse.

—Si llegaban quince minutos antes, mi teniente Taipe los habría atendido enseguida. Ahora, tendrán que esperar a que su superior pase revista y lo autorice—, dice el centinela con acento interandino.

—No tenemos ninguna prisa—, le respondo medio dormida. Sé que contamos con la venia del sumo sacerdote, quien, en este caso, es el comandante general, para invadir este templo verde oliva.

Después de quince minutos, el teniente Mauricio Taipe, un joven riobambeño, se acerca y se pone a las órdenes. Nos lleva al que será nuestro centro de operaciones: el comedor y la cocina del cuartel, donde se prepara el rancho.

El Fuerte Militar Huancavilca, más conocido como Quinto Guayas, es una brigada de Infantería a la que pertenecen 1.200 militares, entre conscriptos, tropa y oficiales. Muchos están fuera, patrullando en la frontera norte o en tareas de control dentro de Guayaquil. Solo dos veces al año se juntan todos.

Más de 800 comerán hoy en el Fuerte, un enorme campo con edificios y villas de cemento, donde viven algunos oficiales y múltiples áreas para el entrenamiento físico.

Es jueves, día de trote. El desayuno es reforzado: arroz, menestra de lentejas con tortilla de huevo y mortadela.

Cientos de platos iguales son servidos uno tras otro en bandejas plateadas.

Este es el comedor de la tropa. Un recinto de unos cien metros de largo por veinte de ancho, con quinientas sillas cafés y largas mesas vestidas con manteles amarillos, que hacen juego con las baldosas. También, hay dos televisores transmitiendo los partidos del Mundial.

Todo es rígido y ordenado en este enorme salón donde comen los soldados, cabos, sargentos y suboficiales, que son veinte y tienen una mesa aparte con sillas dispuestas en horizontal. A ellos, los atiende un mesero. El resto hace cola para comer.

El sargento Ignacio Rivera, un lojano de pequeña estatura, pero recio como un roble, es el jefe del rancho. Se encarga de controlar el aseo y de que “los conscriptos no metan relajo”.

Cuando él llegó, la comida la hacían los mismos militares, pero desde hace cinco años colgaron el delantal y el servicio fue encomendado a la empresa Servialimentos.

—La comida no es buenísima, pero uno se acostumbra a lo que le den—, dice este hombre, quien en dos años se jubilará.

Después del desayuno, los conscriptos se forman afuera del comedor, divididos en escuadras.

—¡Vista a la derecha! ¡No hablen! ¡Alto! ¡Ponte firme, oye! Sucesivamente numerar—, dice un sargento alto como un pino.

—¡Uno! ¡dos! ¡tres! ¡veinte! ¡treinta y cinco! ¡cuarenta y nueve! ¡sesenta y ocho! ¡ochenta y uno! ¡noventa! ¡ciento uno mi sargentoooo!—, grita el último.

—¿De dónde son ustedes?—, me pregunta enojado el sargento.

—Somos periodistas, hacemos un reportaje sobre el rancho—.

— ¡Vayan y coman esa porquería de arroz que ellos comieron para que hablen!—, me grita y se va con su escuadra trotando y cantando: —¡Uno, dos, tres, ¡ay qué rico! ¡Uno, dos, tres, ¡ay qué rico!—.

***

El Ejército es el reino de lo predecible, un reino masculino donde todos los días ocurre lo mismo, como en una colmena de abejas.

Aquí no hay sorpresas ni excesos. Infiltrada en este mundo metódico, exacto, estructurado y meticuloso está la ranchera, una mujer ambateña, bajita, de ceño fruncido, que se llama Norma Pazmiño y es, junto a su esposo, Wilfrido Gallardo, la dueña del negocio del rancho.

—Es muy difícil complacer el paladar de 800 hombres—, me dice de entrada, porque sabe de las críticas.

Hoy, como todos los días, la ranchera se ha levantado a las tres de la mañana y ha ido en su camioncito a comprar los víveres al mercado Montebello.

El menú para el almuerzo es un locro de queso, arroz con guatita, maduro frito, y jugo de limón. Para preparar la sopa, la ranchera ha comprado 2 quintales de papa (cada quintal tiene 3 mil papas), 40 libras de habas, 20 libras de zanahorias, un saco y medio de choclo, cuatro zapallos, seis zambos, 25 libras de queso y 25 litros de leche.

—Aquí se da la sopa espesa, a conciencia. Los señores siempre piden la troncha. Si no hay troncha, no quieren la sopa—, dice y me ofrece un ceviche de concha o de pescado.

No veo conchas ni pescado por ningún lado. Pero pienso que esta mujer, quien, además de alimentar a más de 800 soldados todos los días, es dueña de un mini mercado que le provee alimentos a la Marina, al Hospital Militar y al Hospital del Niño, es capaz de hacer que aparezca cualquier tipo de comida en el acto. Si ella quiere, es capaz de hacer aparecer una langosta con solo tronar los dedos.

—Es tentador, pero no, gracias—, le respondo.

Para hacer el arroz con guatita, la ranchera ha comprado dos quintales de arroz, 80 libras de mndongo, un quintal y medio de papa, 20 libras de maní. Y un saco de limones para el jugo. Todo está calculado. Las medidas se las sabe al dedillo: de una libra de arroz comen 4 personas; de un quintal, 400.

Si es jugo de limón se necesita un saco; si es de mora, cinco baldecitos; si es de naranjilla, 4 cajas y si es de tomatillo, 5.

El mondongo se está cocinando desde las seis de la mañana y su desagradable olor ha invadido la cocina y el comedor.

—Es difícil ir al mercado y ver cómo las cosas suben. Ahora, comer es un lujo. Ha subido el tomate, el pimiento. A veces, voy con mil dólares y no me alcanza. Es duro—,  se queja la ranchera.

—Este negocio es matador, uno nunca descansa. Hasta los fines de semana se trabaja. Yo le digo a mi mujer que ya lo dejemos, pero ella insiste. Creo que le gustan los militares—, sonríe Wilfrido, su marido.

17 empleados trabajan para Servialimentos. Todos hombres. Once cocinan, el resto ayuda a servir, lavar la vajilla, limpiar, trapear. Se han divido en tres grupos: desayuno, almuerzo y merienda.

Elías Carpio, cocinero y bodeguero, dice que en el grupo de la noche hay tres personas, quienes entran a las 11.30 y se van a las 8 de la mañana. Ellos hacen el desayuno para 550 soldados.

A veces, se acuestan a dormir un rato y se levantan a las 3 de la mañana para terminar. El grupo del almuerzo es de seis. Entra a las 6.30 de la mañana y sale a las 3 de la tarde. Es de todos el turno más agotador, porque es el momento en que los más de 800 militares comen. Solo en servir se tardan tres horas.

En el grupo de la merienda están cinco personas que entran a las 11.30 de la mañana, y salen a las
7.30 de la noche.

Ellos ayudan a servir el almuerzo y empiezan a hacer la merienda a las 2 de la tarde para servirla a las 5 y media.

Tito Guaranda, segundo ayudante de cocina, dice que “la pelada y la picada de la papa es lo más
difícil”. Porque, aunque una máquina industrial las pela, siempre quedan unos ojitos que hay que sacarles.

“Me demoro una hora en sacarle los ojitos a tres mil papas, que es un quintal”. Hoy, Guaranda tiene que sacarle los ojitos a tres quintales y medio. ¡Son 10.500 papas! Eso le tomará, por reloj, cuatro horas y media.

***

Una intensa luz brilla en la mirada del conscripto Gabriel López. Nació hace 19 años en Santa Ana,
Manabí. Tiene seis hermanos hombres y una hermana “hembra”, no tiene papá y su madre es una campesina pobre. Preguntarle qué lo llevó a enrolarse en el Ejército es idiota. Es simple: no tenía alternativa.

Gabriel, lo mismo que el resto de conscriptos, lleva cuatro meses en el cuartel. A fin de año, terminará su instrucción. Entonces, podrá estudiar el curso para soldado.

Está en la fila, esperando a que le sirvan el almuerzo. Antes, estuvo en el patio, donde un sargento le pasó revista, miró que tuviera aseadas las manos, cortadas las uñas y su cuchara en el cinto.

También lo hizo marchar, trotar y cantar canciones. Todo para hacer tiempo hasta que se desocupe el comedor que tiene capacidad para 200 personas. Es imposible que pasen todos a la vez. Van en grupos de veinte o treinta.

—¿Cuánto tiempo tienes para comer?—

—Diez minutos, pero yo como en cinco–, dice Gabriel con algo de vergüenza.

—¿Y qué haces después?—

—El aseo del dormitorio, limpio las botas y descanso media hora. De ahí salgo a formar vuelta para la instrucción. Después de la merienda lo mismo: el aseo y otra vez a la formación.

La instrucción es hasta las ocho. Hasta las nueve aprendemos música militar. De ahí nos vamos a dormir. Los viernes hacemos hora social, contamos chistes, hacemos algo para divertirnos un chance. Y salimos franco cada 15 días—.

El comedor de los conscriptos es un galpón sombrío con doscientas sillas de una madera ruda. Ellos comen rápido, algunos devoran el almuerzo. La comida se ve poco apetitosa. El arroz es un mazacote y la guatita apenas se ve. El jugo que acompaña parece agua y a la sopa también es rala. No veo la troncha por ningún lado. Sin embargo, la comida es la misma en el comedor de los conscriptos, en el de los manteles amarillos y en el “casino” de los oficiales. El rancho le cuesta a cada militar tres dólares.

—¡No ve que la asignación económica es igualita! Yo como aquí lo mismo que come cualquier
conscripto. ¿Dónde más podríamos ir para comer con tres dólares?—, me pregunta el sumo sacerdote, en este caso el comandante general (e), un coronel de mirada penetrante de nombre
José María Espinoza.

Dos sargentos regresan del almuerzo bromeando, relajados. Ellos tienen desde las 12.30 hasta las 2 para comer.

—Cánteme una canción militar—, le pido a uno de ojos azules y mirada pícara que lleva una bufanda verde en el cuello.

Pone la voz ronca. Y canta:

«Saliendo de su base los comandos ya se van / Dejando atrás mujeres, hijos y hogar se van/ Sin saber siquiera si van a volver / algún lugar irán a caer / Los comandos ya se van, se van/».

Se echa a reír y se pone a conversar. Me dice una triste verdad.

—La comida no es la mejor del mundo. Pero, al menos, aquí estos chicos tienen las tres comidas
diarias, en su casa a veces no tienen ni una. No pueden quejarse.

El teniente Taipe viene corriendo y me entrega un papelito cuadriculado donde ha escrito la canción del conscripto, esa que repiten una y otra vez y que dice tanto.

«La gente dice que soy el conscripto más popular

Porque salgo peladito a la calle a vacilar

Corre que corre conscripto, corre que corre nomás

Si te mandan a correr no te vayas a desmayar

Porque un clase bondadoso a patadas te ha de llevar

Corre que corre conscripto, corre que corre nomás

Por un platito de arroz vuelta voy carrera Mar

Por un platito de sopa, cien flexiones al cuadrar

Corre que corre conscripto, corre que corre nomás».

(Esta crónica salió publicada en la revista SoHo. La foto es solo referencial, no corresponde a la crónica ni al Fuerte Huancavilca). 

David Reinoso: cómo es actuar en la televisión


 

El estudio de Teleamazonas no tiene letrero. No hace falta. Uno le entrega a un guardia su documento de identidad, pasa la puerta y entra al mundo plastificado de la televisión, un planeta laberíntico donde hay múltiples sets que tienen salas, dormitorios, peluquerías, oficinas, pelos, tetas, vidas que parecen reales. Pero no hay engaño, aquí todo es de mentira; el que no usa blackberry es un perdedor, las bromas entre hombres incluyen siempre la burla gay, y los que salen en pantalla se creen el cuento de la fama.

El rey en este tragicómico mundo que todos seguimos desde casa a través de la cajita, el plasma o la pantalla en 3D, se llama David Reinoso. Nació en Guayaquil en 1972 y ha estado cómodamente sentado en el trono del rating local desde 1999 cuando puso al aire en TC Televisión, un programa que hizo cagar de risa a muchos y descalabró la parrilla del resto de canales, Ni en Vivo ni en Directo.

Su personaje más exitoso, El Cholito, ha aparecido en portadas de revistas, comerciales, ha sido personaje del año, monigote de 31 y hasta candidato presidencial. El propio Rafael Correa le dijo una vez que si él tuviera lista de diputados, el Cholito la encabezaría, por su “pinta, capacidad intelectual, principios, todo”. Cholito le respondió: A ver ñaño, te voy a decir la plena: yo no estoy aquí para ser candidato a diputado, estoy aquí de tú a tú, de presidente a presidente, para manejar este país.

Parece que todo lo que Reinoso toca lo convierte en rating. No en vano Ecuavisa invirtió alrededor de un millón de dólares en la novela del Cholito. Y la segunda parte de la saga guatallarinesca ya se transmite por Teleamazonas, canal que ha puesto nada menos y nada más que 3 millones y medio de dólares para equipos y realización. Queda claro que esta es la novela más cara de la historia de lo que algunos con desprecio llaman “la producción nacional”.

Hoy es día de casting y eso siempre es divertido de ver. Chicos pepudos y niñas con caras de yonofui se pasean por el recibidor, buscan una oportunidad de ser famosos, de ser alguien en esta vida. Lo que no alcanzo a entender es por qué ellos tienen pinta de aspirantes a reality gay y ellas a actrices de película de Rocco Sifredi. A la vista quedan los labios rellenos con colágeno, las tetas que les quedaron demasiado grandes y la enorme ansiedad que les come las tripas como una boa constrictora.

A mí me come las tripas el hambre. Es jueves. David Reinoso no llega, lo hemos esperado desde las ocho de la mañana y ya es el mediodía. Mierda. Así son las estrellas de tevé, nunca se levantan temprano. A veces, nunca se levantan. El ayudante de producción nos cita para el lunes. Nos vamos derrotados.

El lunes llegamos temprano. No hay nada más aburrido que un estudio de grabación a las 9 de la mañana. Para pasar el tiempo, me pongo a contar los personajes originales y las imitaciones que ha hecho Reinoso, la suma me da 54. Eso es hartísimo, dice Omar, el fotógrafo que se acuerda de cuando Reinoso cantaba en un grupo de rock llamado Cincódigo.

Eran las épocas en las que Reinoso aún no se topaba con la gallina de los huevos de oro que, en el caso del Cholito, es gallo y se llama Marc Anthony.

Estos son algunos de los personajes creados e interpretados por Reinoso: Batman, Rachito, el vigilante Buitrón, Moti, Marciano, Rolindo, Eduardote, Bolito, el genio Matamba, La Melo, El Cachorro, Frank Pequeñeque, Super Bacan, Platimiro, Mash alcalde, El Alex, Cevallitos, Ubises, Quiko, Parco Hidalgo, El Chepolin, Tres Patines, La pareja Feliz, Chepo Vera, El Ufólogo, Diego Horrendo, Pisado y confuso, El Shanto, El presi, El León, Borjita, Marion Zapatier, Esheman, Jaime Gayli, Papaito Correa, ufff y hay más. De todos tiene los derechos.

Omar no tiene televisión en su casa desde hace cuatro años. Pero no solo se acuerda de casi todos los personajes de Reinoso, sino también de las situaciones, como debe pasarle a muchos ecuatorianos.

–El Chavo del 8 era del hijueputa. Doña Florinda lo mandaba a Kiko a comprar una cebolla al Mall del Sol para culiar con don Ramón. Y Batman era un man borracho al que le veían las huevas, era el Batman más turro del mundo, era tan turro que solo tenía una máscara, una camiseta y un jean. Batman se quedaba ruco borracho y le robaban la billetera y el pantalón. Yo me cagaba de risa. Rolindo también era buenísimo. Y Bolito ¿te acuerdas cuando el man se hace político y hace la campaña regalando planchas?

Por fin aparece el sátiro, el imitador, el que se burla de los vicios, las deficiencias, las locuras individuales y colectivas, y también del tiempo de todos, David Reinoso. Vamos para que vean cómo me maquillo, nos dice, y entramos a ese laberinto de sets, cámaras y camerinos.

Tiene moldes de su cara, en ellos trabaja el maquillaje que caracteriza a cada personaje. Se ha hecho un injerto en el pelo –“si no parecería Shaolín”- y tres tatuajes, uno con la cara de su hijo. También tiene múltiples cicatrices que hablan del niño travieso que fue, o que es.

–Yo estaba patinando en un piso encerado, mi amigo que estaba jugando conmigo se tropezó con otro y me cayeron encima. Me rompieron los ligamentos, me pusieron clavos, yeso. Yo era recontra malcriado, pobrecita mi madre. Estas otras cicatrices son por jugar al hombre araña. Era una fichita, me daban palo, pero yo no hacía caso.

Reinoso es hijo único, pero tiene dos hermanos por parte de padre y otro por parte de madre. Su papá trabajaba en la Aviación Civil y su madre era ama de casa. Vivían en la cuarta etapa de La Alborada.

De niño no quería ser actor, sino ginecólogo “por el lugar en el que se trabaja”. Pero cuando supo que tenía que estudiar Medicina primero lo descartó. Eso sí, desde pelado se disfrazaba y cuando encontraba una máscara era feliz. Desde los siete años estuvo en cursos de teatro. Su primer papel fue de lobo en la Caperucita.

Ya cuando estaba en el colegio –Urdesa School, donde le daba clases de teatro Azucena Mora- se metió a hacer un curso en la Unión Libanesa, donde conoció a gente del medio. La primera vez que pisó un teatro fue El Juglar; ahí hizo talleres de títeres. El escenario siempre le pareció mágico.

Se graduó del colegio. Se tomó un año sabático en el que se dedicó a hacer teatro y a joder. Hizo obras infantiles con Paco Varela: se disfrazó de Tortuga Ninja, de Picapiedra –“esa nota era horrible, porque tenía que andar sin zapatos y yo odio andar sin zapatos-, de Thundercat, de un montón de dibujos animados.

Montó una obra con Johnny Shapiro en la que ambos hacían de gays, Shapiro de loca y él de solapado. A sus padres eso les parecía solo un pasatiempo. Lo obligaron a estudiar. Pero nada le gustaba. Un día lo botaron de la casa “por vago y borracho”, y le tocó sobrevivir haciendo de vendedor. Pero nunca dejó la actuación.

Se metió en el elenco de Danzas Jazz. Hizo Grease y Un Cuento de Navidad. Cantaba, actuaba y medio bailaba. Cuando había coreografías fuertes lo mandaban atrás, a la sección “plasta”.

Luego se sumó a La Mueca, una compañía sólida que producía piezas de teatro y televisión, sobre todo para el canal de cable Expovisión, de Alfredo Adoum. En ese canal se hacían todos los comerciales para la campaña de Bucaram. Reinoso y su compadre, Jorge Toledo, hicieron ahí su primer programa de humor, Agua Mojada, y nacieron los primeros personajes: Batman y Marciano.

Después, llevaron el programa a TC y lo fusionaron con otro que hacían Galo Recalde y Gustavo Segale. Sumaron a la entonces bailarina de A Todo Dar, Flor María Palomeque, y lanzaron Ni en Vivo.

–Con Toledo camellábamos bacán. Él me decía: oye quiero hacer un marciano así todo sabidote. Hacíamos una sinopsis y empezábamos a joder. No había guión. Solo jodíamos, y él decía: repite eso, esa muletilla, esa palabra espontánea, eso queda, eso va. Pero yo no tengo buena memoria. Ahora que hago esto (la segunda parte de la novela), siempre piden que los actores vengan con los textos aprendidos, pero yo no vengo aprendido nada. Yo le doy dos leídas y así sale.

Unos veinte minutos le toma a Reinoso transformarse en el Cholito. El proceso del maquillaje es minucioso. Una linda chica lo ayuda, pero nadie lo hace mejor que él. Se pone base y polvos más oscuros que su tono natural para semejar la piel de José Delgado, el periodista al que imita, y de quien dice: ¡ese es un man bacansísimo! Un poco de pintura oscura en la parte inferior de los dientes para hacerlos más pequeños y que resalten los colmillos, gomina en el pelo, saco café, camisa verde, corbata roja, pantalón azul y los quesos, esos blancos que son amansalocas. El Cholito no aguanta paro. Está listo.

*****

Escena 12 int. Imagen TV/Oficina del cholito – día 39

Cholito está pensativo, entra Kike

Kike: ¿Qué pasa que lo veo achicopalado?

Cholito: Nada negro, es que vengo viendo el presupuesto de la boda y está mostro, ¡me sacó como tres uyyyyy!

Kike: Yo ya sé que esas notas son caras, por eso yo ni toco ese tema con mi doble pimpollo, ahorita no hay billete que alcance.

Cholito: O sea que Taira también quiere…

Kike: …con velo y corona, pero conmigo se vara

Cholito: sí, la verdad que ese presupuesto es hasta grosero, ñaño. Con eso comen aniñado en mi barrio un año.

La historia de Reinoso sigue siendo más divertida que la propia novela, escrita a diez manos por Jorge Luis Pérez, Xavier Hidalgo, Andrés Massuh, Mario Naranjo y Ernesto Landín.

–Cuando estábamos en TC nos salió una oferta en Ecuavisa. Mi sueldo no era wow, pero estaba bien. Trabajaba como ahora de lunes a domingo. No nos fuimos. La oferta nos ayudó para exigir más sueldo, mejores recursos técnicos, micrófonos, vestuarios, porque el producto vendía. Poco a poco salían comerciales, cachuelos. Aprendí a cobrar bien. Si me llaman es por algo; yo aprieto. De eso se trata: de aprovechar el momento.

–El momento ha sido largo-

–Sí, super largo, casi doce años ha durado. Salimos de TC después de cuatro años por un pitote que tuvimos. Hicimos una imitación a unos chicos de Latitud Zero, les pusimos Latitud Zorro, pero ¿qué querían si todos eran todas locas? Fernando Villarroel salía con unos tacos y yo era Frank Palomeque. Nos querían vetar. Nos cabreamos, dijimos: si es así ¡chao!

Otro berrinche y más sueldo. Después sí se fueron a Ecuavisa. Hicieron Vivos, sumaron personajes y elenco.

— El Cholito fue una novela que tuvieron en carpeta tres o cuatro años. Cuando ya nos íbamos de nuevo a TC para hacerla, nos dijeron ¡ya ya ya, haz tu huevada, pero no te vayas! Nos dieron las peores cámaras, el estudio más pequeño, no había infraestructura. Casi un millón de dólares costó, pero la ganancia fue tres veces más.

Ahora, además de la novela, Reinoso graba una nueva temporada de La pareja feliz. Cada capítulo cuesta alrededor de 6 mil dólares. Este hombre es una máquina de gastar y producir dinero.

–¿Cómo es que quesquemismo lo hace?

–Es que con esta pinta de galán y esta cara de porcelana yo lo consigo es todo, ñaña.

(Texto publicado en SOHO 2010)

 

En la bañera de Catalina…


En el principio fue el agua, esa que ahora resbala por las rodillas blancas de Catalina, rociadas por espuma de olores femeninos y que llena la bañera con hidromasaje que la rubia tiene dentro de su baño rococó, adornado con cuadros de Botero que muestran mujeres impunemente gordas y desnudas al pie del sanitario.

Estoy parada junto a la tina de Catalina viendo cómo cae el agua del grifo de plata, abierto como una boca de cañón. Pasan cinco, diez, quince largos minutos y me acuerdo de algo que leí en un libro de Carlos Fuentes. Dicen que Luchino Visconti, para provocar la mezcla de asombro y deleite en la mirada de Burt Lancaster durante la filmación de una escena de El Gatopardo, llenó de medias de seda una bolsa que se suponía llena de oro. Yo pienso, avergonzada, que debo tener una expresión similar en la cara cuando veo a Catalina meterse en el jazuzzi y una sola palabra me late: suavidad.

Ella queda rociada de esencias y la espuma le sube hasta el cuello. Se arregla para la foto y, de pronto, entra una señora que dice, amable: ¡Me hubieran avisado que iban a hacer una fotografía, habría arreglado este baño que está hecho un desastre! Me río por dentro, y pienso que este baño, donde brillan piedras traídas de alguna cueva lejana, tiene seguramente más glamour que la escena de Lancaster.

Al lado del jacuzzi, hay una pared que esconde el toilette y el bidé de color palo rosa y que huele a sándalo. Más allá, cruzando las gordas de Botero y detrás de una cristalina puerta, está la ducha que suele usarse los días entre semana, porque la tina con hidromasaje es un lujo de fin de semana, lujo que puede durar horas. En el frente, un gran espejo se posa encima de un mesón de mármol sobre el que está el lavamanos dorado del que sale agua a borbotones por dos llaves que parecen acabadas de limpiar.

La cabeza de Catalina yace en un ángulo del jacuzzi, y mientras el agua perfumada de frutas le hace cosquillas, me empino un poco para ver por la pequeña entrada de luz natural que ilumina el baño; y veo como en una pinturita retratado el río Babahoyo. Su quietud baña esta casa en la que viven solo dos personas a quienes sirven tres empleados de servicio doméstico, y que está hidratada también por una piscina como para que las visitas no se aburran.

En el frente, hay un gran jardín que se baña solito con un sistema de riego con timing que se abre, como por arte de magia, dos veces al día. Ya son minoría los que por estos lares tan refinados usan mangueras para regar sus matas. También son minoría los que disfrutan del placer sencillo de darles de beber a sus plantas ellos mismos. Se ven mujeres con tiesos vestidos de blanco haciéndolo, sin ningún rastro de complacencia.

Entonces, pienso que esta ilusión construida de la felicidad en estos espacios tan cerrados y en una ciudad tan bipolar como Guayaquil, solo puede darse aquí, en las residencias de la vía a Samborondón.

Se dice, después de lo que hubiera dicho Tolstoi, que las familias felices no tienen historia o, más bien, que la felicidad de una es similar a la del resto. Y yo lo creo así, de hecho me resulta aburrido visitar más casas en este soporífero y limpio lugar.

Aún así, mi deber es cuestionar. Y por eso, ingenua, se me ocurre preguntarle a un vecino de Catalina, que también tiene casa con piscina, riego con timing y que, además, vive en una urbanización con planta de tratamiento de agua propia, si alguna vez en su vida, allá por su infancia o en una vida pasada, había sufrido escasez del líquido vital.

“No jamás. Nosotros nunca hemos tenido problemas, yo no sé lo que es no tener agua”, responde este señor que toda su vida la ha pasado en una ciudadela cerrada de La Puntilla, la zona más opulenta de esta ciudad de cielo gris.

Por eso, ante mi gesto de guayaquileña que sí sabe lo que las frases acarrear agua y bañarse con tacho significan, me dice, como para arreglarla: “pero no crea que yo desperdicio el agua; todo lo contrario, tengo que andar detrás de mis hijos para que se bañen”. No más preguntas, de ahora en adelante tomaré las palabras de Tolstoi al pie de la letra.

Las casas amuralladas de esta zona, que cuenta con una empresa potabilizadora de agua propia (Amagua le da el servicio a las familias que viven a lo largo de toda la vía La Aurora – Samborondón – La Puntilla) y cuyas urbanizaciones tienen en su mayoría instaladas plantas de tratamiento para filtrar el agua ya potable, son un perfecto lugar para relajarse y olvidarse de esas noticias tan horribles que dicen que el 40 por ciento de la población mundial no tiene agua ni para lavarse los dientes y que en 25 años es posible que la mitad de la gente de este planeta tenga seca la garganta.

Por aquí a nadie le quitan el sueño esos malos augurios ni la espantosa realidad (dato científico este) de que sólo el 0,3 por ciento del agua dulce del mundo se encuentra en los ríos y lagos (el resto es subterránea, y la inmensa mayoría del agua es salada), que es de donde se saca el agua para potabilizar.

En las casas de por aquí, que parecieran estar todas recién compradas, se mantiene la sensación de paz de camposanto, donde el agua no solo se hace visible en las largas lenguas de los ríos Daule y Babahoyo que lamen y fecundan estas urbanizaciones con nombres de agua y de ríos (Entre Lagos, Estancias del Río, Vista al Río, Laguna del Sol, Riverside), sino que basta con echar un vistazo a las plantas que crecen voluptuosas, a las enormes piscinas que crean oasis artificiales en medio de tanto cemento, o a las lindas piletas que decoran aquíferamente los portales para llegar a la conclusión de que aquí a nadie le falta el agua ni le interesa preservarla.

En una de estas casas vive o, mejor dicho, trabaja puertas adentro, Andrea, una chica de raza negra venida desde Esmeraldas, cuyo mundo cabe en la cocina. ¿Tú has sufrido por falta de agua?, le pregunto. Y sus ojos se van para otro lugar, le da vergüenza contestarme. Entonces le digo: ¡Ah, porque yo sí! Y le cuento la historia de cuando vivía en casa de mi abuelita, en el culo de la ciudad, y para poder bañarme debía sacar en baldes el agua de la cisterna. Para cuando llegaba al baño con los baldecitos de todos los colores, ya estaba tan cansada que hacía que ese baño me durara días. Luego, mi abuela debía perseguirme para que me volvieran las ganas del baño.

Andrea se ríe, y me cuenta un secreto de la casa: “a veces, llaman de la garita y dicen que no va a haber agua durante todo el día, entonces sabemos que no hay que gastar mucho, y usar solo lo de la cisterna”. Pero le asusta la infidencia, pues me hace pensar que hasta la perfección tiene caliches por donde se escapa el agua.

Le pido, mejor, que me hable de ella. “Yo siempre viví en el Guasmo y allí, hace como diez años, no había agua, nada de nada. La cogíamos del tanquero. Era chistoso, porque corríamos detrás del camión con los baldes. Y, en invierno, cogíamos el agua de la lluvia. Era raro, porque uno se bañaba con un baldecito y sobraba, ahí sí te bañabas bien”, dice la mujer de ébano.

De hecho, en la mayoría de países del tercer mundo (Ecuador, aunque en La Puntilla no se sienta, también está entre ellos) las personas solo podrían usar 10 litros de agua por día. Esto si el agua estuviera bien repartida, pero como sabemos hay quienes usan demás, y otros que no tienen tanta suerte.

En promedio una persona en una ciudad como Guayaquil utiliza unos 160 litros de agua por día, cuando solo debería usar 50. Y la gente que deja que los grifos goteen permanentemente puede dejar escapar hasta 80 litros diarios.

Quizá resulte provechoso pensar en estos números antes de irse a bañar: si uno usa una tina gastará 200 litros de agua, mientras que con una ducha solo usará 60. Pero si se tiene la precaución de cerrar la llave mientras se enjabona sólo se utilizarán 15.

Y es que la frase ¡no desperdicies el agua! es una advertencia que los padres deberían hacer a sus hijos con tanto énfasis como cuando les dicen ¡niño, no te comas los mocos! O ¡muchacho de mierda ¡no te masturbes en público! y, ya más grandecitos: ¡mijo, por Cristo, ¡ponte condón!

La advertencia debería hacerse a todos los seres humanos de este nuevo siglo desde que son bebés, y en forma contundente. Y, es sabido, que las frases de reprimenda son mejores si incluyen horribles castigos. Por ejemplo, para los niños que dejan abierto el grifo, va esta amenaza sirve: ¡si sigues dejando la llave abierta, vivirás tres días sin gota de agua! Hágalo y verá cómo la deshidratación y la mugre (más la primera) lo hacen entender.

Y a los hombres que les dan baños a sus autos como ellos jamás se han dado, es conveniente decirles: ¡la próxima vez que saques la manguera saldré con carteles a gritar que eres un inconsciente! Si no hace caso, la amenaza siguiente es salir en bolas con los carteles. Esa sí no falla. Preferirá no lavar el carro a pasar la vergüenza. Pero ¿qué castigo le daremos a Catalina?

(Texto publicado en la revista SOHO, 2009)