¿Cómo es cocinar para un batallón?


El Fuerte se levanta a las cinco en punto. Estamos atrasados. A las seis menos cuarto debíamos estar en el cuartel y nosotros –como buenos civiles que odian madrugar-, llegamos quince minutos tarde. Con cara de pocos amigos, un centinela nos lleva al patio principal, ahí donde quinientos cuerpos se mueven según lo que manda una voz gruesa. La testosterona de medio millar de conscriptos de 18 y 19 años en pantaloneta empieza a calentar el día. Una débil luna insiste en no ocultarse.

—Si llegaban quince minutos antes, mi teniente Taipe los habría atendido enseguida. Ahora, tendrán que esperar a que su superior pase revista y lo autorice—, dice el centinela con acento interandino.

—No tenemos ninguna prisa—, le respondo medio dormida. Sé que contamos con la venia del sumo sacerdote, quien, en este caso, es el comandante general, para invadir este templo verde oliva.

Después de quince minutos, el teniente Mauricio Taipe, un joven riobambeño, se acerca y se pone a las órdenes. Nos lleva al que será nuestro centro de operaciones: el comedor y la cocina del cuartel, donde se prepara el rancho.

El Fuerte Militar Huancavilca, más conocido como Quinto Guayas, es una brigada de Infantería a la que pertenecen 1.200 militares, entre conscriptos, tropa y oficiales. Muchos están fuera, patrullando en la frontera norte o en tareas de control dentro de Guayaquil. Solo dos veces al año se juntan todos.

Más de 800 comerán hoy en el Fuerte, un enorme campo con edificios y villas de cemento, donde viven algunos oficiales y múltiples áreas para el entrenamiento físico.

Es jueves, día de trote. El desayuno es reforzado: arroz, menestra de lentejas con tortilla de huevo y mortadela.

Cientos de platos iguales son servidos uno tras otro en bandejas plateadas.

Este es el comedor de la tropa. Un recinto de unos cien metros de largo por veinte de ancho, con quinientas sillas cafés y largas mesas vestidas con manteles amarillos, que hacen juego con las baldosas. También, hay dos televisores transmitiendo los partidos del Mundial.

Todo es rígido y ordenado en este enorme salón donde comen los soldados, cabos, sargentos y suboficiales, que son veinte y tienen una mesa aparte con sillas dispuestas en horizontal. A ellos, los atiende un mesero. El resto hace cola para comer.

El sargento Ignacio Rivera, un lojano de pequeña estatura, pero recio como un roble, es el jefe del rancho. Se encarga de controlar el aseo y de que “los conscriptos no metan relajo”.

Cuando él llegó, la comida la hacían los mismos militares, pero desde hace cinco años colgaron el delantal y el servicio fue encomendado a la empresa Servialimentos.

—La comida no es buenísima, pero uno se acostumbra a lo que le den—, dice este hombre, quien en dos años se jubilará.

Después del desayuno, los conscriptos se forman afuera del comedor, divididos en escuadras.

—¡Vista a la derecha! ¡No hablen! ¡Alto! ¡Ponte firme, oye! Sucesivamente numerar—, dice un sargento alto como un pino.

—¡Uno! ¡dos! ¡tres! ¡veinte! ¡treinta y cinco! ¡cuarenta y nueve! ¡sesenta y ocho! ¡ochenta y uno! ¡noventa! ¡ciento uno mi sargentoooo!—, grita el último.

—¿De dónde son ustedes?—, me pregunta enojado el sargento.

—Somos periodistas, hacemos un reportaje sobre el rancho—.

— ¡Vayan y coman esa porquería de arroz que ellos comieron para que hablen!—, me grita y se va con su escuadra trotando y cantando: —¡Uno, dos, tres, ¡ay qué rico! ¡Uno, dos, tres, ¡ay qué rico!—.

***

El Ejército es el reino de lo predecible, un reino masculino donde todos los días ocurre lo mismo, como en una colmena de abejas.

Aquí no hay sorpresas ni excesos. Infiltrada en este mundo metódico, exacto, estructurado y meticuloso está la ranchera, una mujer ambateña, bajita, de ceño fruncido, que se llama Norma Pazmiño y es, junto a su esposo, Wilfrido Gallardo, la dueña del negocio del rancho.

—Es muy difícil complacer el paladar de 800 hombres—, me dice de entrada, porque sabe de las críticas.

Hoy, como todos los días, la ranchera se ha levantado a las tres de la mañana y ha ido en su camioncito a comprar los víveres al mercado Montebello.

El menú para el almuerzo es un locro de queso, arroz con guatita, maduro frito, y jugo de limón. Para preparar la sopa, la ranchera ha comprado 2 quintales de papa (cada quintal tiene 3 mil papas), 40 libras de habas, 20 libras de zanahorias, un saco y medio de choclo, cuatro zapallos, seis zambos, 25 libras de queso y 25 litros de leche.

—Aquí se da la sopa espesa, a conciencia. Los señores siempre piden la troncha. Si no hay troncha, no quieren la sopa—, dice y me ofrece un ceviche de concha o de pescado.

No veo conchas ni pescado por ningún lado. Pero pienso que esta mujer, quien, además de alimentar a más de 800 soldados todos los días, es dueña de un mini mercado que le provee alimentos a la Marina, al Hospital Militar y al Hospital del Niño, es capaz de hacer que aparezca cualquier tipo de comida en el acto. Si ella quiere, es capaz de hacer aparecer una langosta con solo tronar los dedos.

—Es tentador, pero no, gracias—, le respondo.

Para hacer el arroz con guatita, la ranchera ha comprado dos quintales de arroz, 80 libras de mndongo, un quintal y medio de papa, 20 libras de maní. Y un saco de limones para el jugo. Todo está calculado. Las medidas se las sabe al dedillo: de una libra de arroz comen 4 personas; de un quintal, 400.

Si es jugo de limón se necesita un saco; si es de mora, cinco baldecitos; si es de naranjilla, 4 cajas y si es de tomatillo, 5.

El mondongo se está cocinando desde las seis de la mañana y su desagradable olor ha invadido la cocina y el comedor.

—Es difícil ir al mercado y ver cómo las cosas suben. Ahora, comer es un lujo. Ha subido el tomate, el pimiento. A veces, voy con mil dólares y no me alcanza. Es duro—,  se queja la ranchera.

—Este negocio es matador, uno nunca descansa. Hasta los fines de semana se trabaja. Yo le digo a mi mujer que ya lo dejemos, pero ella insiste. Creo que le gustan los militares—, sonríe Wilfrido, su marido.

17 empleados trabajan para Servialimentos. Todos hombres. Once cocinan, el resto ayuda a servir, lavar la vajilla, limpiar, trapear. Se han divido en tres grupos: desayuno, almuerzo y merienda.

Elías Carpio, cocinero y bodeguero, dice que en el grupo de la noche hay tres personas, quienes entran a las 11.30 y se van a las 8 de la mañana. Ellos hacen el desayuno para 550 soldados.

A veces, se acuestan a dormir un rato y se levantan a las 3 de la mañana para terminar. El grupo del almuerzo es de seis. Entra a las 6.30 de la mañana y sale a las 3 de la tarde. Es de todos el turno más agotador, porque es el momento en que los más de 800 militares comen. Solo en servir se tardan tres horas.

En el grupo de la merienda están cinco personas que entran a las 11.30 de la mañana, y salen a las
7.30 de la noche.

Ellos ayudan a servir el almuerzo y empiezan a hacer la merienda a las 2 de la tarde para servirla a las 5 y media.

Tito Guaranda, segundo ayudante de cocina, dice que “la pelada y la picada de la papa es lo más
difícil”. Porque, aunque una máquina industrial las pela, siempre quedan unos ojitos que hay que sacarles.

“Me demoro una hora en sacarle los ojitos a tres mil papas, que es un quintal”. Hoy, Guaranda tiene que sacarle los ojitos a tres quintales y medio. ¡Son 10.500 papas! Eso le tomará, por reloj, cuatro horas y media.

***

Una intensa luz brilla en la mirada del conscripto Gabriel López. Nació hace 19 años en Santa Ana,
Manabí. Tiene seis hermanos hombres y una hermana “hembra”, no tiene papá y su madre es una campesina pobre. Preguntarle qué lo llevó a enrolarse en el Ejército es idiota. Es simple: no tenía alternativa.

Gabriel, lo mismo que el resto de conscriptos, lleva cuatro meses en el cuartel. A fin de año, terminará su instrucción. Entonces, podrá estudiar el curso para soldado.

Está en la fila, esperando a que le sirvan el almuerzo. Antes, estuvo en el patio, donde un sargento le pasó revista, miró que tuviera aseadas las manos, cortadas las uñas y su cuchara en el cinto.

También lo hizo marchar, trotar y cantar canciones. Todo para hacer tiempo hasta que se desocupe el comedor que tiene capacidad para 200 personas. Es imposible que pasen todos a la vez. Van en grupos de veinte o treinta.

—¿Cuánto tiempo tienes para comer?—

—Diez minutos, pero yo como en cinco–, dice Gabriel con algo de vergüenza.

—¿Y qué haces después?—

—El aseo del dormitorio, limpio las botas y descanso media hora. De ahí salgo a formar vuelta para la instrucción. Después de la merienda lo mismo: el aseo y otra vez a la formación.

La instrucción es hasta las ocho. Hasta las nueve aprendemos música militar. De ahí nos vamos a dormir. Los viernes hacemos hora social, contamos chistes, hacemos algo para divertirnos un chance. Y salimos franco cada 15 días—.

El comedor de los conscriptos es un galpón sombrío con doscientas sillas de una madera ruda. Ellos comen rápido, algunos devoran el almuerzo. La comida se ve poco apetitosa. El arroz es un mazacote y la guatita apenas se ve. El jugo que acompaña parece agua y a la sopa también es rala. No veo la troncha por ningún lado. Sin embargo, la comida es la misma en el comedor de los conscriptos, en el de los manteles amarillos y en el “casino” de los oficiales. El rancho le cuesta a cada militar tres dólares.

—¡No ve que la asignación económica es igualita! Yo como aquí lo mismo que come cualquier
conscripto. ¿Dónde más podríamos ir para comer con tres dólares?—, me pregunta el sumo sacerdote, en este caso el comandante general (e), un coronel de mirada penetrante de nombre
José María Espinoza.

Dos sargentos regresan del almuerzo bromeando, relajados. Ellos tienen desde las 12.30 hasta las 2 para comer.

—Cánteme una canción militar—, le pido a uno de ojos azules y mirada pícara que lleva una bufanda verde en el cuello.

Pone la voz ronca. Y canta:

«Saliendo de su base los comandos ya se van / Dejando atrás mujeres, hijos y hogar se van/ Sin saber siquiera si van a volver / algún lugar irán a caer / Los comandos ya se van, se van/».

Se echa a reír y se pone a conversar. Me dice una triste verdad.

—La comida no es la mejor del mundo. Pero, al menos, aquí estos chicos tienen las tres comidas
diarias, en su casa a veces no tienen ni una. No pueden quejarse.

El teniente Taipe viene corriendo y me entrega un papelito cuadriculado donde ha escrito la canción del conscripto, esa que repiten una y otra vez y que dice tanto.

«La gente dice que soy el conscripto más popular

Porque salgo peladito a la calle a vacilar

Corre que corre conscripto, corre que corre nomás

Si te mandan a correr no te vayas a desmayar

Porque un clase bondadoso a patadas te ha de llevar

Corre que corre conscripto, corre que corre nomás

Por un platito de arroz vuelta voy carrera Mar

Por un platito de sopa, cien flexiones al cuadrar

Corre que corre conscripto, corre que corre nomás».

(Esta crónica salió publicada en la revista SoHo. La foto es solo referencial, no corresponde a la crónica ni al Fuerte Huancavilca). 

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