Un pañuelo blanco acaba de caer en el piso. Ella se agacha para recogerlo y se lo entrega. De pronto, se miran a los ojos. Y ocurre lo imprevisible. Sus ojos son como lotos suspendidos en las inmóviles aguas de un estanque en el que ambos flotan.
La calma los invade, como cuando uno mira las luciérnagas al anochecer. Él le dice ―gracias. Ella sonríe, saliendo apenas del estupor. Es como si él pudiese percibir todo lo que ella está sintiendo. Como si la conociera de otras vidas y esa sutil percepción los envolviera un mismo espejismo. Han entrado, en cuestión de segundos, en la sensación de liviandad de los que ya no buscan.
Él le pregunta ― ¿cómo te llamas?
Sus vellos se han erizado solo por escuchar su voz. Qué extraña sensación, es como si este encuentro estuviera pautado por alguna diosa invisible del amor inesperado. ―Sofía ―responde ella.
―Eres amante del saber ―dice él, mirándola profundamente.
―Sí, seguro ―responde ella, casi no pudiendo sostener la mirada.
― ¿Qué quisieras saber ahora? ―le pregunta él.
― ¿Quién eres? ―dice ella.
― Soy Ariel. Pero, por ahora, mientras no me conoces, soy lo que tú imagines. ¿Qué imaginas que soy?
― Imagino eres un pájaro rojo, como aquel que un día vino a posarse en mi ventana cuando estaba más triste, y me recordó que aún hay belleza en el mundo ―dice ella.
― Entonces, soy tu pájaro rojo. Y cada mañana vendré a tu ventana a recordarte que la belleza está dentro de ti. ¿Quieres tomar algo?
― Sí, claro. Un café, por favor.
Él pide el café y se sientan aún mirándose de manera intensa.
― Tus ojos me recuerdan a algo que no sé definir ―le dice él.
― Intenta definirlo, le pide ella.
― Puede ser que a los ojos de la mujer que veo en los sueños, y no sé quién es.
― ¿Cómo es ella?
― No puedo ver su forma, su cuerpo es evasivo, aparece como entre neblina. Pero son sus ojos lo que alcanzo a ver, y despierto con esa mirada. Es tan intensa e inolvidable. Me sigue incluso mientras voy al trabajo. La llevo conmigo todo el día y duerme sobre mí. A veces, me parece que cuando me miro al espejo, es ella la que me mira en mi propio reflejo. Si siento que su mirada se me escapa, yo trato de retenerla, porque esa mirada me recuerda que alguien, aunque sea en mis sueños, me ama. Ahora siento en tus ojos esa misma mirada.
Entonces, suena el despertador. Ariel se despierta y ve a un pájaro negro que se ha posado en su ventana. ―No es rojo ―se dice―. Pero sí es pájaro. Se sienta confundido en la cama, y la mirada de la mujer insiste en permanecer intacta en su visión interior. ―Es ella, la mujer que me ama. Es la mujer que me espera. Volveré esta noche a buscarla en los sueños.
Se levanta y se alista para salir al trabajo. Se ducha, se viste, desayuna, toma su portafolio y mete en él todos los papeles que necesita. Debe apurarse, o perderá el tren de las 8.33. Entonces, recuerda una parte de su sueño. ― Esta rutina no tiene sentido ―le dice la mujer―. Así nunca vas a encontrarme.
― ¿Cuándo me dijo eso? ―se pregunta Ariel. No lo recuerda. Pero esas palabras, sin duda, se las dijo ella. Y ella solo está en sus sueños.
Ariel toma el tren, y las palabras de la mujer se repiten en su mente. Es como si nunca hubiese despertado. ¿Sigue en la cama? Tiene que despertarse. Así que se pone los audífonos y empieza a escuchar música para distraer sus pensamientos. Cuando llega a la estación Alcorta, se baja del tren, como todos los días. Se saca los audífonos y sube por las escaleras un poco pestilentes que dan a la calle Matisse. Se saca los audífonos. Debe caminar tres cuadras para llegar a su oficina. Antes, pasará a comprar unos pancitos dulces para compartir con sus colegas. Llega a la panadería y ve que está cerrada. Luego, mira a la calle, y ve que casi no hay autos ni gente caminando. ― ¿Qué está pasando? ―se pregunta.
Entonces, recuerda otra parte del sueño. Ella le dice: ―parece que me obligarás a cambiarte la rutina, así podrás encontrarme.
― Pero ¿en qué momento ella dijo eso? ―vuelve a preguntarse. No hay respuesta. Camina en dirección a la oficina. De pronto, empieza una ventisca y el frío aumenta tanto que Ariel se pone la capucha de su campera. Las hojas de los árboles, cafés, solitarias, rotas, empiezan a volar por los aires. La voz de la mujer se repite en su cabeza, diciéndole frases sueltas. Le dice: ― tu vida cambiará. Será para que se cumpla nuestro anhelo de encontrarnos―. También le dice: ― ya estuvimos juntos y me perdiste. No vuelvas a perderme―. Y le dice: ― un día fuiste mi pájaro rojo. Quiero que vuelvas a serlo.
Ariel camina más rápido, intentando evadir la voz en su cabeza. Antes amaba escucharla, sentirla, pero ahora, le empieza a asustar no poder distinguir qué es sueño y qué es realidad. Es inútil. Entonces, ve a lo lejos un camino de árboles que jamás ha visto. Se supone que todo es cemento y calles adoquinadas. ― ¿De dónde salieron estos árboles? ―se pregunta, y ahora duda de que esté caminando hacia la oficina. Parece haberse perdido. Tal vez, fue la ventisca. Entonces, con apuro, saca su teléfono de su portafolio para ver la fecha. Es domingo 22 de septiembre. En su mente, la voz de la mujer le dice: ― hoy es el día en que nos vamos a reencontrar. Prepárate, mi amor.
― Pero si, antes de salir de casa, era lunes 21 de septiembre. ¿Cómo puede ser ahora domingo 22? No tiene sentido. Ayer fue domingo 20 ― se dice Ariel―. Hoy debería ser lunes 21.
Se siente mareado, como si su mente le estuviera fallando, volviéndose en su contra. Deseó tanto conocer a la mujer de sus sueños que ahora debe estarse volviendo loco. La idealizó durante años, creyendo que las mujeres que aparecían en su vida no eran dignas de él, que ninguna era perfecta. Dejó de salir con otras mujeres para esperarla, y entonces empezó a soñar de una manera constante, repetitiva, obsesiva, con ella. Pero ella nunca se mostró. No podía determinar su rostro ni su cuerpo, tampoco su piel ni sus manos. Solo podía ver sus ojos, y también escuchar sus muchas frases que se sucedían una tras otra, ahora, sin control, en su mente.
― Lo sabes, Ariel, es el momento del encuentro ―le dice la voz femenina en su cabeza. Entonces, Ariel ve los árboles. Ya está en el camino desconocido, entre aquellos troncos gruesos de copas altas que jamás ha visto camino a su oficina. Decide sentarse, arrimado a uno de esos árboles, para ver si se le pasa el mareo.
― Mi amor ¿estás listo? ¿realmente lo estás? ―le pregunta la mujer.
― ¡Sí, estoy listo! ¡Aparece de una vez! ― grita Ariel al viento.
Entonces, despierta. Está sudando frío y su mente es un torbellino.
Abre los ojos, y ve que hay un pájaro rojo en su ventana. Mira el reloj y ve que son las nueve y quince de la mañana del domingo 20 de septiembre. Se vuelve a dormir.