La carta



IV. LA CARTA
Un goteo incesante de pensamientos, recuerdos heridos de muerte, descienden como la lluvia y me mojan hasta los huesos. ¿Dónde perdí
esa sensación de liviandad que me precedía cuando aún no pisaba el suelo con los dos pies? Porque ahora la liviandad se ha hecho cárcel
de metal, de ruinas incorpóreas que me atan a un mundo que conozco demasiado. Alguna sorpresa, suplico. Y no estás. Ya no estoy ni yo. Y empiezo a desconocer mi cercanía con el mundo tal como lo conocen todos, la carrera de siempre por no morder de último el asfalto.
Estoy serena, mucho más de lo que quisiera, mi corazón late acompasado, como el de un pez que sabe que más allá del mar no hay
dónde ir. Y me voy olvidando de qué era lo que vine a buscar a este sitio, y recuerdo que vine a perderte, a perderme. Pero terminé encontrándome.
Y decías que con nuestros cuerpos construimos una jaula insalvable, y ahora que salí de ti, de aquella ciudad, y que puedo volar en busca de comida, me he quedado quieta como un muerto que ya perdió las ganas de resucitar. Inmóvil, como la arena cuando nadie la pisa. Al
menos, ya no sufro.
Dejé de ser una medusa, de vivir el día como si fuera el final, de
soñar el mañana más temprano, de sentir las piernas temblar por tu llegada. No sufro porque no siento.
Vine a buscar la calma. La he encontrado, y se me hace tirana, tanto como la persecución del azar. Porque no sé dominar la paz; y no quiero zambullirme en esta vida que se resbala de cualquier sueño. No quiero saber que mañana no amaré con los dientes. Me asusta la calma mucho más que ver mis pies flotando detrás de tu nombre, me hace sentir un animal que conoce su destino antes de nacer, un libro leído desde atrás, un alma sin ninguna inquietud por ser arrancada de tajo del mundo.

Texto tomado del libro Paredes de mi cuerpo (GEEPP ediciones, junio 2012)

Deja un comentario