Mi compañero ciego


Este texto fue publicado en la revista SOHO, en julio 2012.

También aparece en el libro de Crónicas publicado por Dinediciones en 2015.

El primer año me dediqué a observarlo. A veces, él era el centro en un círculo de gente que le hablaba, mientras reía divertido. Otras, permanecía solo. Se quedaba en silencio, apoyando su brazo en un grueso bastón de metal. Olía el aire, escuchaba, al azar, voces de personas, chillidos de pájaros. Lo veía cuando bajaba del bus, o subía con paciencia y esfuerzo la extensa pendiente que hay a la entrada de la Universidad Católica. No hacía muecas de dolor, no se detenía. Avanzaba hasta la Facultad de Filosofía, que queda al fondo, muy cerca del cerro. Subía lentamente las escaleras con su vara de ciego siempre por delante. Usaba su bastón guía como un radar, de la misma manera que una mariposa usa sus antenas; o un gato, sus bigotes.

Ambos cursábamos el segundo año de Comunicación Social. Yo estaba en el paralelo A y él, en el B. Un día, la profesora de Técnicas de Entrevista, una mujer de elegantes pecas, nos pidió que escribiésemos una semblanza sobre algún personaje. Entonces, hallé mi coartada. Me le acerqué y le pedí una entrevista. Era julio de 1999. Así fue como empecé a escribir esta melancólica historia que aún no termino. La terminaré cuando encuentre un final que no sea tan desolador.

A Pedro Juan Pino Medina (Guayaquil, 1970) le diagnosticaron Síndrome de Morquio a los 4 años. Es una rara enfermedad que ataca a una de cada 200 mil personas. La causa un gen defectuoso, generalmente heredado. Él nació con la cabeza más grande de lo normal y severos problemas óseos. Su columna vertebral es como un arco y una de sus piernas siempre estuvo un poco encogida, como si fuese una J. Él solo ha asentado en el suelo uno de sus pies. El otro siempre se ha mantenido colgado, alejado de la tierra.

No contento con las maldiciones físicas, a los cinco años el Morquio comenzó a atacar sus ojos. El niño empezó a perder la visión lentamente. Pasó gran parte de su infancia encerrado. Sus piernas solo lograban llevarlo hasta la peatonal de su casa y, con el pasar del tiempo, sus ojos se fueron nublando. Hasta que llegó un día en que la oscuridad se quedó a vivir. Pedro Juan tenía 17 años. El gen defectuoso se tomó doce años en dejarlo completamente ciego.

Sus padres no lo llevaron a la escuela como al resto de sus hermanos. Tampoco le consiguieron una silla de ruedas hasta que cumplió 13 años. Entonces, él desde su silla, empezó a plantarles guerra porque quería estudiar. Que no hay dinero para el bus, que es peligroso, que te pueden hacer algo, le dicen y se niegan a llevarlo. Pero Pedro Juan no se calma. Pasan dos años. Él no aguanta más vivir en el encierro de la ignorancia. Arma una rabieta condenada y condenatoria, y los obliga a inscribirlo en la Escuela Municipal de Ciegos Cuatro de Enero, que queda al sur de la ciudad.

El padre de Pedro Juan se llamaba Juan José Pino, era electricista particular. Con Nelly Medina tuvo tres hijos. El primero fue Pedro Juan. Pero, cada uno por su cuenta, tuvo antes otros hijos. Entre todos sumaron once.

El primer día de escuela de Pedro Juan ocurrió cuando él tenía 15 años. Dos chicos más entraron esa mañana, uno de 17 y otro de 18. Chicos ciegos que también iban por primera vez a clases. Niños que no crecieron jugando, sino arrinconados como escobas o viejos utensilios. Menos mal, una de las hermanas de Pedro Juan le había enseñado el alfabeto. Eso le facilitó el aprendizaje del braille. Sabía, además, sumar, restar, multiplicar y dividir. Le tomaron una prueba y lo ubicaron en tercer grado.

Cuando terminó la escuela, se inscribió en el Pino Icaza, un colegio regular que queda al norte de Guayaquil. Para entonces, ya manejaba bien el braille, la grabadora y la labia, que es lo que más le ayuda a un ciego a sobrevivir, dice él. Además, con mucha dificultad, había vuelto a caminar.

En el tercer año le tocó decidir la especialización. Se enfrentó a la difícil pregunta ¿qué quiero ser? Y luego a la más grave de todas: ¿qué puedo ser? Un ciego no puede ser cirujano, ingeniero ni dentista, tampoco arquitecto, director de cine, fotógrafo ni diseñador. Casi todos los que estudian eligen Leyes o Educación. No hay mucho más. Él decidió que lo que quería era producir programas de radio, o hacer relaciones públicas. Por eso, a los 28 años, totalmente ciego y con una movilidad reducida, Pedro Juan se inscribió en el preuniversitario de Comunicación Social de la Universidad Católica de Guayaquil.

***

1998. Yo estaba en el grupo de la mañana del pre y Pedro Juan en el de la tarde. El de la mañana era el grupo de los estudiosos, los bien portados, los aburridos. En la tarde iban los bohemios. Un cura nos daba Teología –materia importante en esta Universidad, a pesar de que a nadie le importe un carajo–, una mujer que se peinaba como Lucile Ball nos daba Castellano. Al profe de Matemáticas lo borré de la memoria, y la de Lógica era una simpática gordita. La gran parte de los 30 alumnos de la mañana aprobó. Yo me quedé por Matemáticas, y si no fuera por la boya de la recuperación, donde te vuelven a poner los mismos ejercicios de la primera vez, no habría pasado jamás. Años atrás pasé por una decena de colegios reprobando Matemáticas en el examen de admisión. En cambio, Pedro Juan pasó Matemáticas sin despeinarse, y fue de los pocos del grupo de la tarde que aprobó el pre sin ir a recuperación. El muy sabido pasó con 8.

La Universidad no le puso ningún pero cuando entró. Lo trataron como a uno más. Es más: lo becaron por su situación de desventaja. Pagaba 40 dólares mensuales, cuando el resto pagaba entre 150 y 200 dólares.

A los 24 años, Pedro Juan escuchó Cien años de soledad. La novela había sido grabada en 17 cassettes de 90 minutos cada uno, y la tenían en la biblioteca para ciegos del museo municipal. Quedó prendado de la literatura. Pronto, los poetas y las buenas personas de la Facultad empezaron a leerle cuentos, poemas y capítulos de todo tipo de novelas. La Universidad se le presentaba como un mundo posible y real en el que él era bien recibido. Estaba contento y le ponía fe.

Los problemas empezaron a mediados del primer año, según recuerda.

– Me advirtieron que no podría tomar las materias visuales, pero yo esas alturas ya había aprobado Fotografía. Yo ya no me iba a echar para atrás, ya estaba embarcado – dice. Conversamos en su casa, en Durán. De fuera llega un fuerte olor a basura quemada.

Andrés Holtz, el profesor de Fotografía, fue sensible y flexible.

–Como yo no podía tomar fotos me mandaba a hacer trabajos sobre teoría o historia de la fotografía. Una vez también me pidió que le preparara un programa de radio sobre fotografía. Yo había encontrado en Internet algo sobre fotografía para ciegos que a él le pareció interesante. Armé el programa, se lo di por escrito y en cassette con todos los efectos para una radio – cuenta.
Le gusta recordar el 9 que sacó en esa materia.

Para Animación Cultural –una materia en la que el alumno debe organizar un evento con público –, Pedro Juan propuso hacer un campeonato de básquet con jugadores en silla de ruedas y otro de indor para ciegos. Consiguió los auspicios, desarrolló los trípticos, envió la información a la prensa y montó el evento en el coliseo de la Católica. Lo hizo solo, sin hacer grupo. Jorge Massuco, el profesor, le puso una nota alta. Y así, Pedro Juan fue aprobando las materias. En algunas, como Análisis de la imagen o Estética y Arte, tuvo problemas. En la primera se quedó, y en la segunda el profesor no lo admitió en la clase. El malestar en la dirección de la Carrera aumentaba. La presencia de un alumno ciego empezaba a ser un problema que no sabían enfrentar. En segundo año le dijeron que lo mejor era que se retirase.

–No me dijeron ¡váyase! Pero sí que definitivamente no podía continuar por las materias visuales. Yo les ponía el ejemplo de Fotografía y me mantenía en eso. Me dijeron que lo mejor que podía hacer era cambiarme de Facultad. Que me vaya a Derecho, porque ahí había casos de ciegos que se habían graduado. Yo le propuse a la Universidad que me hicieran un recorte en el título, que me pusieran Licenciado en Comunicación para radio, o algo así. Pero simplemente no me contestaron. La conclusión a la que llegaron el abogado de la Universidad y la directora de la carrera fue esa: me ofrecieron homologar las materias que ya había tomado, y me pidieron que me cambie a Derecho – relata. Respira hondo y luego dice: tal vez si ellos hubieran llevado mi caso al rector de la Universidad y a los demás decanos, las cosas habrían sido distintas.

Pedro Juan, que es terco como una mula, no hizo ningún caso y siguió peleando. Después de que le dijeron que se fuera, se quedó otro año dando guerra. Pero sus batallas no eran solo contra las autoridades de la Facultad o los profesores que no sabían cómo integrarlo al grupo o de plano le decían que no podían darle clase a un ciego. La principal batalla que enfrentaba era contra él mismo, contra su propio cuerpo.

La mala posición de sus pies ocasionó con el tiempo un severo desgaste de sus caderas. Los dolores acometían cada vez con más fuerza. Cada día le costaba mucho más subir la loma y las escaleras. El médico le dijo que si seguía así pronto dejaría de caminar, y que necesitaría un trasplante de caderas. Los largos trayectos en bus para ir a la universidad y volver empeoraban la situación.

En 2004 ya no podía más. Tuvo que desistir. Cerró todas las materias, cerró todo.
No me lo dice, pero lo noto en su voz. Le duele recordar el día en que dejó de caminar. Pero lo hace y me lo vuelve a contar.

–Fue en agosto 18 de 2004. Yo venía caminando en la noche a mi casa. Tenía que pasar la iglesia, el parque y la escuela. Ya me estaba doliendo antes, pero a la altura de la escuela me cogió un dolor muy fuerte, insoportable. Me senté en un murito un rato a ver si se me pasaba. Para levantarme tuve que hacer un esfuerzo muy grande. Avancé hasta la esquina de mi casa. Y no pude dar un paso más –.

Esta vez el encierro duró dos meses y medio. El espíritu de Pedro Juan es tenaz y poderoso. Compró una silla de ruedas de segunda mano y la hizo arreglar. Debía salir a la calle para, como sea, juntar los 8 mil dólares que necesitaba para la operación. Su deseo de volver a la Universidad le daba fuerzas. Alquiló teléfonos, se convirtió en vendedor informal, hizo programas de radio, vendió publicidad, hizo colectas públicas, dio entrevistas a los diarios. Nada fue suficiente.

***
Pedro Juan sabe lo que es la soledad, el rechazo, la indolencia. Pero también sabe lo que es la compañía, la solidaridad, el amor.

Era diciembre de 2004. Mientras le partía en pedazos pequeños un filete, con una sonrisa inocente y tal vez sin calcular la dimensión de sus palabras, me dijo: Ratona, acompáñame a Quito. Quiero ir a sondear, puede que allá alguien me ayude. Podemos ir a las embajadas, a los ministerios. Les contamos lo que me pasa, tal vez alguien se interese…

Los ojos se me empañaron. Sabía que era difícil, casi imposible, pero él tenía tal convicción que no pude negarme. Dale, Pedro Juan, yo te acompaño, le dije. Él abrió sus brazos para abrazarme.

En aquella época yo tenía 25 años y Pedro Juan 34. Yo pesaba 130 libras y él 160, sin contar la silla de ruedas, que era un armatoste que parecía haber sido usado por un veterano de la Segunda Guerra. Viajamos toda la noche del domingo en bus. Llegamos a Quito a las seis de la mañana, desayunamos y nos alojamos en un modesto hostal sobre la calle Calama. La altura de Quito me sienta fatal, me mareo, vomito, me duele la cabeza. Me di cuenta de que llevar a Pedro Juan por las cuestas quiteñas iba a ser una pesadilla.

Él llevaba una bolsa negra llena de carpetas manilas con papeles que explicaban su enfermedad y los detalles médicos de la operación. Busqué posibles direcciones, hice una ruta y nos fuimos de recorrido, primero, por las embajadas. Pedro Juan había escuchado que los japoneses tratan bien a los discapacitados, y quería empezar por ahí. Yo no lo contradecía, intentaba vivir esto como una extraña aventura que muy rápido empezó a tornarse dolorosa en varios sentidos.

No teníamos dinero para el taxi. Subir al trole con alguien en silla de ruedas es terrorífico. Hay que buscar paradas que estén equipadas para el paso de la silla. Subir a un bus es mucho peor, pero también anduvimos en colectivo. En la embajada japonesa no quisieron ni escucharnos, mucho menos vernos. Entre lunes y martes recorrimos las embajadas cubana, española e italiana. Dejen la carpeta, la revisaremos, nos decían con falsa amabilidad. No importa la nacionalidad: a la gente no le interesa la vida de nadie, y menos la de un ciego que se ha quedado sin poder caminar.

Estaba triste, indignada, me dolían los brazos, tenía ganas de llorar, pero no lloraba. Debía ser fuerte como Pedro Juan. La noche del martes lo invité al cine, daban Diarios de motocicleta. A Pedro Juan le encanta ir al cine. Escucha la película y se imagina todo. Fuimos a un centro comercial. El cine quedaba en un piso alto, y solo se podía subir por escaleras. Dos hombres tuvieron que trepar a Pedro Juan y su silla. No pasa nada, caballero, le dijeron. Salimos tarde, casi a la medianoche. Cruzamos la calle para esperar un taxi. El viento frío nos golpeaba la cara. Pocos son los taxistas que paran cuando ven una silla de ruedas. Estuvimos cerca de una hora esperando, hasta que un señor paró. Mientras acomodaba la silla en la cajuela, me preguntó. ¿Usted es la esposa del señor? No, respondí. ¿La hermana? No, tampoco. ¿Entonces? dijo intrigado. Solo soy su amiga, eso es suficiente.

El miércoles fuimos al ministerio de Salud y al Conadis (Consejo Nacional de Discapacidades). En el ministerio de Salud nos dijeron que no atendían casos particulares, sino solo a los directamente enviados desde un hospital, y en el Conadis nos hicieron pasar a una oficina, nos ofrecieron agua, y nos mandaron con viento fresco. Que Dios los ayude, porque nosotros no podemos.

Mi dolor de brazos era intenso. El lunes por la noche me compré una pomada de Voltarén que me la terminé en dos días. El martes decidí que la pomada no bastaba y empecé a tomar Apronax. No le decía nada a Pedro Juan. Suficiente tenía con escuchar cómo nos trataban en cada lugar al que íbamos. Se salvaba de ver las miradas secas, agrias, indolentes o repulsivas. Pero tampoco veía la enorme compasión que había en otras, como en la mirada de Hiroshi, un japonés amigo que nos pagó los días en el hostal. El jueves fuimos en bus a una empresa de hierro de la que Pedro Juan había oído y aseguraba tener un contacto. Quedaba en un lugar altísimo, rural, muy alejado. Llegar hasta allá nos tomó más de una hora. Nos vieron a través de una ventanilla, y se negaron a abrirnos la puerta. Nos dijeron que la persona a la que buscábamos ya no trabajaba ahí. Hacía un frío terrible. Queríamos regresar, pero ningún bus ni taxi nos paraba. Las lágrimas rodaban por mi cara. Pedro Juan no las veía.

El viernes, él lo quiso seguir intentando, pero yo ya no podía empujarlo más. Tampoco me quedaba esperanza.

Pedro Juan nunca logró juntar el dinero necesario. No pudo volver a caminar. Desde hace años vende caramelos en la esquina de Nueve de Octubre y García Avilés. En la Universidad ya nadie pregunta por él.

Mapasingue


El aguacero ha caído recio durante toda la tarde, toda la semana, todo el mes. Las nubes negras se han apoderado de Guayaquil. El cielo no termina de derramarse sobre nosotros. Desde el ventanal de la sala, veo llover. La casa donde vivo es la número 644 de la calle Costanera, en Urdesa. Tiene un portón blanco, y en la esquina hay un ficus. Vivo aquí desde hace ocho años, y nunca he visto llover tanto. Los rayos dibujan formas esqueléticas en el horizonte oscuro. Son las seis y veintiséis de una tarde de marzo. Detrás del ventanal y de la cortina de agua, alcanzo a ver las casas sobre el cerro  Mapasingue. Trazo una línea imaginaria, una línea gruesa, parecida a un cable resistente, entre el mueble granate en el que estoy sentada y las luces que han empezado a encenderse en el cerro, al que imagino sepultado por el lodo al amanecer. Al amanecer cantará el gallo. La mujer se despertará junto al hombre. Apartarán el toldo, se levantarán doloridos de sus camas desvencijadas. Desayunarán medio pan tieso cada uno y un trago de café lánguido. La mujer zamarreará a sus hijos para que se levanten, batallará con el más pequeño, que le pedirá pan. Su marido se pasará la gillette por la cara, sin espejo y sin espuma. Con una seña, le ordenará al mayor que vaya a comprar. Él estará medio dormido, no pensará, solo obedecerá. Se pondrá sus zapatillas. La calle estará inundada. Habrá cúmulos de lodo en las esquinas, basura flotando en los recodos. El hijo meterá los pies en el agua empozada. La sentirá fría y espesa. Atravesará la calleja de tierra que lo separa de la tienda. El alumbrado público pestañeará sobre su cabeza. La tendera le dará cinco panes de agua, pequeños y blandos, por cincuenta centavos. Él le dará un dólar, y recordará que esos cincuenta centavos es todo lo que tiene. Los guardará en el bolsillo derecho de su bermuda. Regresará a casa. Se echará agua limpia en los pies con una manguera, se pondrá un pantalón de tela café y una camiseta interior blanca, agarrará sus herramientas, las meterá en un saquillo y pensará en Dios. Un nuevo día, una nueva oportunidad, se engañará. Junto a su padre, un anciano de huesos largos y secos, bajará del cerro. Irán en silencio. En la calle principal de Mapasingue tomarán la línea 54. A las ocho de la mañana llegarán a la Víctor Emilio Estrada, en Urdesa. Esperarán de pie, junto a otros hombres derrotados. Tal vez, alguien llegue para contratarlos. La noche y la lluvia caen lentas. El cerro ya está todo encendido.

(relato publicado en la exposición Urbegrafías, del Centro Cultural Benjamín Carrión, Quito, 2012)

Sombras de pájaro


foto de Santiago Serrano

Buenos Aires amanece envuelta en una capa de óxido gris. Jóvenes nubes oscuras corren vigorosas alterando el cielo, volviéndolo un amasijo confuso. Los diluvios han sido constantes este febrero. Son las siete del martes 21. Lucía Juan duerme; se debate entre malos sueños. Por una rendija de su ventana entra un hilo de viento que anuncia una nueva tormenta y la enreda en una pesadilla incomprensible. Hace calor, pero en su sueño es invierno y el frío se le ha metido en el cuerpo como un presentimiento que la hace temblar. Lucía Juan nació en San Ramón de la Nueva Orán, en el Chaco Salteño, allá donde las temperaturas llegan a los cincuenta grados a la sombra y los veranos son verdaderas pruebas de resistencia para las almas cansadas. Lucía Juan conoció a dos compañeros de su padre, que trabajaban en la zafra y murieron insolados, vertiendo sangre por nariz y boca. No le temas al calor, nuestro elemento es el fuego. Témele al frío. El frío oculta cosas, se mete bajo la piel y roe los huesos como hace el mar con las rocas, le decía su abuela, hija de indios wichí. Los últimos inviernos ha nevado en Buenos Aires y eso a Lucía Juan le ha producido tal espanto que ha pensado en regresar a Orán, aunque ello le suponga olvidarse de los sueños con los que, hace ocho años, llegó a la Capital. Sueños de los que, hace tiempo, solo ve las sombras.

Con el cuerpo entumecido, hecho una G, Lucía Juan sueña que es un gorrión. El gorrión es el pájaro de la alegría, pero ella siempre fue una niña triste que nunca aprendió a reír. A los treinta años, se ha convertido en una mujer sedentaria, sombría, cuyas rutinas se repiten todos los días de manera escrupulosa y sin alteraciones. Los horarios son enormes tijeras que cortan alas y cabezas. Lucía Juan lo intuye, pero no sabe volar. Todas las noches se acuesta a las diez en punto para estar en pie a las siete menos cuarto de la mañana. A esa hora se prepara un mate amargo, se asea y se viste. A las siete y cincuenta y cuatro minutos toma el tren en la estación de Castelar y se baja a las ocho y treinta y tres en la terminal de Once, donde trabaja en un call center hasta las seis de la tarde. Dieciocho minutos pasadas las seis toma el tren de regreso a Castelar y llega a casa sobre las siete. Cada quince días compra doce milanesas de pollo, res y ternera. Hoy es martes, y antes de irse a trabajar descongelará la ternera.

Lucía Juan es delgada, lívida, de rostro largo; su cabello negro y ondulado cae sobre los cuencos que forman sus marcadas clavículas. De sus ojos oscuros y grandes brota una mirada triste y mansa. No habla mucho, sus gestos son ligeros, delicados, mínimos. Es tímida como una luna en cuarto menguante. Su padre la llamaba “mi pajarito asustado”. Tiene una voz dulce y acompasada. Si fuese menos cohibida, hasta podría cantar. Con el sueño de tener un programa en la radio, se fue a Salta a estudiar para locutora, pero nunca se atrevió a ejercer. Se conformó con ayudar a su madre en la tienda de ramos generales que tenía en el centro de Orán. Un día, aburrida de su vida, le dijo a su madre que se iba a probar suerte en Buenos Aires. Repartiré carpetas por todos lados. Puedo trabajar en radio, hacer doblajes de películas, voces en off, comerciales. ¡En Capital hay mil posibilidades!, le dijo, aparentemente convencida. De eso hace ocho años. Lucía Juan nunca envió a nadie su hoja de vida; ni siquiera ha escrito una, porque no tiene nada qué poner. Ha pasado el tiempo repartiendo volantes, atendiendo locutorios y contestando llamadas en call centers.

En el sueño, una amenaza invisible la acecha. Es un gorrión asustado, encerrado en un lugar muy frío, una especie de frigorífico. A su alrededor hay muchísimos pájaros que aletean desesperados. Ve a algunos arrinconados, sin alas; y ve a otros muertos, tirados en el suelo, sin cabeza. Ella quiere huir, levantar el vuelo pero el techo es bajo, y sus alas están lastimadas. A las seis y cuarenta y cinco minutos, el sonido del despertador la saca del sopor. Controlada por el reloj, toma el tren en Castelar. Está repleto, no hay asientos disponibles. Viaja arrimada a una de las paredes sucias del cuarto vagón. Mira a los demás y piensa que son como los pájaros. Gente común, seres anodinos ahogados en rutinas, personas que quizá tuvieron sueños reales, o que probablemente aún los tengan. Águilas arpías, fragatas, cormoranes, perdices, calandrias, colibríes. Todos pidiendo que les abran la puerta de sus jaulas.

La madrugada del miércoles 22, Lucía Juan vuelve a soñar que es un pájaro, ya no un colorido gorrión que intenta escapar, sino una gaviota gris a la que le han arrancado las alas y que permanece sangrante en la cima de un enorme risco, junto a cientos de pájaros heridos o muertos. El llanto de las aves es aterrador. La angustia por no tener alas es tan profunda que la gaviota gris se arrastra hasta la punta del peñasco. Quiere saltar y morir estrellada contra las rocas que el mar golpea en el rompeolas. Antes de saltar, intenta una vez más hacer los movimientos del aleteo, pero es tan inútil como agarrar un lápiz con un muñón. Cierra los ojos y salta al vacío. La caída le produce un estremecimiento tan fuerte que se despierta de inmediato, entre la zozobra y el miedo. Esa mañana de miércoles, mientras se lava los dientes, un pensamiento la atormenta: te quitaron las alas porque nunca aprendiste a volar. Cuando sale de casa, su cabeza está tan revuelta que olvida poner a descongelar la milanesa de pollo.

Fiel a su rutina, Lucía Juan se monta a las 07:54 en el segundo vagón del tren número 3772. La gente sube apurada, dando empujones. Otra vez, no halla asiento. Más de 1200 pasajeros viajan esa mañana en la línea Sarmiento. Es el primer día laborable después del feriado de carnaval. Vamos como animales, escucha gritar desde atrás. En su mente todavía revolotea el sueño de los pájaros. Siente pena por la gente que la rodea y por ella misma. ¿Qué estoy haciendo con mi vida? Tal vez, debería volver a Orán, se dice en silencio. A la altura de Caballito, algunos empiezan a notar que el tren desacelera mucho antes de llegar a la siguiente estación, como si le costase frenar.

Poco antes de llegar a la estación de Once, Lucía Juan siente una velocidad excesiva, como si el tren se hubiese vuelto de aire. Debería detenerse y no lo está haciendo. De repente, la visión de los pájaros muertos aparece nítida. En su estómago, el miedo cava un agujero. Son las 08:33. La mujer se agarra con fuerza a uno de los asientos y aprieta los ojos. El choque terrible no tarda en llegar. Se escucha una gran explosión que rompe los vidrios de las ventanas. 51 personas de los primeros vagones mueren, y más de 700 resultan heridas. El tren se convierte en un cementerio de pájaros. Lucía Juan pierde una de sus alas.

(Cuento inspirado en el accidente ferroviario ocurrido en el barrio de Once, en Buenos Aires, en 2012. Este cuento salió publicado en el libro de fotografías (de) antes de partir, de Santiago Serrano).