La bicicleta


foto de Alicia Preza Marín
http://www.bicicletablancagdl.org

(Valencia)

Adela me había presentado a su mejor amigo, Guillermo, en la plaza de Benimaclet, uno de los barrios cool de Valencia. Está lleno de universitarios, extranjeros, bares-librería, centros culturales: tiene onda. O, como dirían en España: mola mogollón. Guillermo es un médico, flaco, desgarbado, de barba prolija y sonrisa de canalla. Me gustó desde el principio. Y a él le atrajo mi descaro para hablar de sexo. Eso y también que aquella noche yo vestía un pijama azul. Le había pedido a mi compañero de piso, Sergi, que me trajese un vestido para cambiarme, porque venía sudada de andar en bici. Y el despistado me trajo una bata de dormir cortísima. Después de unos cuantos cubatas me la puse sin problema. Guillermo me abordó. Estaban claras las cosas: me iría con él esa noche. Al día siguiente ambos seguiríamos con nuestras vidas como si nada. Yo no estaba para relaciones ni niñerías. Así pasó. Amaneció y me fui a mi casa. No volvimos a hablar.

Dos semanas después, regreso a la plaza con Adela, y aparece Guillermo. Lo saludo como si nada hubiese pasado entre nosotros, conversamos trivialidades, bebemos cerveza rodeados de otras personas, nos reímos a carcajadas. Me invita a su casa, otra vez. Le digo que mejor no. Dos veces ya es compromiso. Prefiero huir. Son las dos y media de la madrugada, he bebido algunas cervezas, quiero dormir. Me despido. Me subo en la bici y, junto a Toni, un chico que va en mi dirección, emprendemos el viaje de regreso, que dura unos veinte minutos. Yo voy en una pesada bici de alquiler porque la mía tiene la rueda pinchada y la he dejado en el taller. Estas bicis, que son del Ayuntamiento de Valencia, sirven para recorrer tramos cortos. Solo es posible usarlas media hora. Y lo peor es que pesan una tonelada. Escuché de alguien que se partió la pierna porque una de éstas le cayó encima. En Barcelona, el Ayuntamiento tiene el mismo servicio, pero las bicis son ligeras y uno puede ir rápido. Parece que la alcaldía de Valencia no hace nada bien. Si uno se pasa del tiempo límite, le cobran un euro por cada diez minutos. Y es fácil retrasarse porque mover este aparato hace que las piernas duelan con cada pedaleo.

Vamos por la avenida Blasco Ibáñez, pasamos las facultades, las calles están llenas de estudiantes borrachos que ríen con locura. Llegamos al Cabanyal, nuestro barrio. Toni se queda cerca de su casa, yo avanzo hasta una estación de Valenbici, que está a dos cuadras de mi casa, para devolver el armatoste. Estoy exhausta y sudando. Miro el reloj: son las tres. Llego y veo que no hay un solo lugar disponible para dejar la bici, todos están llenos. Hago una mueca. Calma. No pasa nada. A un kilómetro, cerca de la playa, he visto otra estación. Me doy ánimo y pedaleo lo más rápido que puedo por estas callejuelas mugrientas, rotas. Los gitanos, rumanos, yonkis y vendedores de droga del Cabanyal me miran pasar. Ya me conocen, los últimos tres meses me han visto a diario por estas calles pestilentes.

Por más fuerte que pedaleo, no consigo ir rápido. La bici es lenta como una matrona. Llego a la próxima estación y todo está lleno, otra vez. Tengo la cabeza húmeda del sudor. Estoy a un paso del Mediterráneo, ¡qué ganas de un chapuzón! Pasa un africano, me dice guapa. Lo ignoro. Abro el mapa donde están las estaciones de bicis. Veo que por la avenida del Puerto, la más larga de Valencia, hay varias. Giro a la derecha, y avanzo varias cuadras hasta que llego a la intersección de la calle de Eugenia Viñes con la avenida. Ahí hay otra estación de Valenbici, ¡nada! ¡ni un puto puesto libre! A la playa se van acercando manadas de estudiantes borrachos en bicis como la mía. Pienso que ellos deben haber desocupado un lugar. Tomo aliento y avanzo por el carril bici de la avenida. Dos kilómetros más allá veo otra estación ¡todo lleno! ¡Maldita sea, no puede ser! Intento no pensar. Pedaleo intentando no sentir el dolor de las piernas ni el dolor que tendré por pagar la multa. Las calles están desoladas. Veo el reloj, son las cuatro menos cuarto. Un tipo me grita guapa desde un auto. No me siento guapa, me siento asquerosa, empapada en sudor y con ganas de matar a alguien. Odio Valenbici, odio al Ayuntamiento, odio Valencia y sus bicicletas que pesan como una ballena. Dos kilómetros, otra estación ocupada. Dos kilómetros más, y otra estación ocupada. Empiezo a creer que esto es una pesadilla, que estaré pedaleando hasta que salga el sol y que jamás hallaré un lugar.

Estoy llegando al fin de la avenida, casi a la plaza de Zagagoza. He pedaleado este monstruo por hora y media, desde que salí de Benimaclet. Pienso en dejar tirada la bici, tomar un taxi y olvidarme de todo. Pero, si hago eso, tendré una deuda gorda con el Ayuntamiento. Y no quiero. Me paro, respiro, vuelvo a pedalear, hasta que ¡al fin! aparece una hilera de bicis con cuatro puestos libres. Madre de Dios, bendita seas. Me bajo de la bici como si fuese un jinete que ha llegado a su destino. Me tiemblan las piernas. La engancho, paso la tarjeta por la pantallita luminosa, camino, saco la mano, paro un taxi. El sudor me cae a goterones, estoy empapada y contenta. El taxista es un paquistaní. ¡Qué bien hueles!, me dice apenas subo. Apesto a caballo, le contesto. Apestas muy bien, ¿vienes de fiesta?

Cuando llego a casa, Sergi, está petrificado delante de la computadora. Son casi las cinco de la madrugada.

¿Qué haces despierto?– le pregunto.

Leo una noticia – me dice impávido.

¡No sabes lo que me acaba de pasar! – le digo y empiezo el cuento en Benimaclet a las diez de la noche con Guillermo, y termino con el paquistaní. Él ni se inmuta.

Mataron a puñaladas a un chico que primero fue mi amigo y después mi enemigo en Barcelona, era un poeta. Acabo de leer la noticia en el Levante – me dice consternado. Al parecer, no escuchó nada de lo que dije.

¡Dios mío! ¿Y sabes por qué lo mataron? –

Dicen que fue por robarle la bici –.

Relato publicado en la revista Mundo Diners, junio 2012.