El círculo de tiza (fragmento)


Fragmento de la novela Pedro Máximo y el Círculo de tiza. Capítulo 24.

Intuía el color de tus entrañas,
la intensidad de tus vientos
Mis ojos eran un inútil vaivén
de cuerpos desnudos

Desde ese primer y desaforado encuentro sexual, Piedad tuvo una intuición tan grande que parecía una certeza: no amaría a ningún otro hombre, al menos no de esa manera. Se sintió, irremediablemente, parte de él y, por primera vez, experimentó la sensación de la pertenencia. Así como eran de él sus brazos y sus piernas, ella también era suya y lo sería quién sabe por cuánto tiempo. Al principio, no le comentó nada acerca de estos pensamientos, no quería que él pensara que estaba loca o que era una bruja férvida. Lo segundo sería más acertado. Se lo dijo años más tarde, cuando sus vaticinios fueron corroborados por lo único autorizado para certificar que las intuiciones femeninas son verdaderas, el tiempo.
Piedad recordó las palabras de Estela: con tu padre supe lo que era estar con un hombre realmente. Esto a pesar de que cuando ella se acostó con Pedro Máximo ya no era virgen. Piedad intentaba comprender. Había tenido numerosos amantes, algunos dijeron amarla y hasta le propusieron matrimonio, pero nunca se había sentido parte ni pertenencia de ellos. Ahora, junto a Pablo, quiere quedarse, permanecer, atarse a sus manos, no volver a huir. Quiere amarlo a costa de todo y, con ello, pagar el precio que exige el amor. Nunca más hará la mochila. Y, si la hace, con seguridad, regresará a sus brazos.
Cuando el sol empieza a pegar de lleno en sus caras, Pablo se levanta y se va a refugiar a su cuarto. Él no tiene la menor idea del monstruo que ha despertado dentro de Piedad. Ella lo sigue. Él se tira en la cama, sobre ella cuelga una hamaca. Regados en el piso, hay discos, zapatos, libros y ropa. Sin decir nada, Piedad se tumba desnuda a su lado. Le pica la nariz por el polvo, pero el cansancio puede más. Pone la cabeza en una almohada mullida y se duerme. Cuando despierta y lo ve dormido, tiene la impresión de que se parece uno de esos niños abandonados que duermen en las calles cobijados bajo cartones. La invade un intenso deseo maternal de abrazarlo,
casi de amamantarlo, pero se contiene. ¿Qué son todas estas cosas extrañas que me provoca este hombre?, se dice. Es muy pronto para saber la respuesta. Respira hondo sintiendo en todo su esplendor el olor a encierro, a soledad acumulada. No ve por ningún lado el rastro de alguna otra mujer en aquella habitación sin luz, sin ventanas. Se despabilan y se quedan en silencio. Pablo lleva en la garganta un nudo que no se desliza, que permanece tieso, inmutable, desde hace muchos años. Es un hombre amurallado, con hondos tormentos. Parece que quiere confiar en Piedad, pero no lo consigue. Su cuerpo se ha vuelto rígido. Ya no la besa, sus manos ya no quieren tocarla, sus brazos no la circundan. De pronto, él está lejos de ella, a pesar de estar en la misma cama. Ella tampoco se atreve a tocarlo. Es como si una enorme ola se hubiese llevado la cercanía que ligaba sus cuerpos sólo hace unas horas, como si la representación hubiese acabado y el telón, caído. El escenario se ha llenado de un frío glacial. Pero ella no quiere irse, no soporta la idea de tener que hacerlo, quiere permanecer junto a Pablo todo el día, toda la noche. No se reconoce. Ella que detesta involucrarse, ahora desea con desenfreno dilatar la despedida. Se asusta por lo que se está sintiendo. Él está callado como una tumba. Ella se levanta de repente, se viste en un santiamén.
–Me voy –dice con voz tímida, esperando que él la retenga. No hay réplica del otro lado, solo un sencillo adiós.

Esa noche, Piedad tiene dos pesadillas. En la primera está en medio del mar, ahogándose. Se ha caído de la roca en la que estaba sentada y lucha contra las olas que la tapan y la envuelven en torbellinos. Se sumerge en un fondo oscuro. Debajo del agua, aparece el cuerpo de Pablo, que ya se ha ahogado con anterioridad. Ella no sabe si descender más para tratar de alcanzarlo, aunque sepa que ya está muerto, o seguir luchando por su vida en esa sima oscura y terrible. Duda, porque sabe que no puede vivir sin él. Los instantes de angustia son eternos. Se despierta sofocada, en la más completa soledad y con este pensamiento retumbando en la cabeza: El amor nos pone trampas, el amor es un torpe ilusionista que sólo engaña a los bobos e infelices. Piensa llamar a Pablo, pero son las cuatro de la mañana y no lo quiere molestar con tonterías oníricas. Vuelve a dormirse. Entonces, sueña con un círculo pintado en el suelo. Sospecha que es su padre quien lo ha dibujado. Ella está de pie, desnuda, al borde del círculo. Tiene miedo de pisarlo. De pronto, siente la presencia de Pablo a sus espaldas. Quiere voltearse, pero algo se lo impide. Tiene miedo y frío. Quiere despertar, pero no consigue despegar los ojos. Esa sensación espantosa de estar atrapado en un cuerpo dormido que no puede moverse ni gritar. Pablo ata sus manos y sus pies. Ella, como un muñeco sin voluntad, apenas se queja, su voz como su corazón es inaudible. Él la levanta como si fuese un maniquí y la pone en el centro del círculo. Se sienta a su lado y la contempla sin decir palabra. Piedad se despierta sudando en medio de la noche. No puede volver a dormir. Quizá ya nunca lo haga. O quizá sí, hay cosas que te ajustan la vida.

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Paredes de mi cuerpo


Mi nuevo libro PAREDES DE MI CUERPO está listo. Se trata de un libro que contiene tres poemarios escritos en los últimos cinco años, acompañados de fotografías de Santiago Serrano. Lo edita GEEPP, ediciones de España. Aquí el texto introductorio.

UNA NOCIÓN DEL AMOR

Siempre me sentí mal –Aquí
Y en el cielo radiante
Sucederá lo mismo –Yo lo sé
El paraíso no me gusta.

Emily Dickinson

EN LOS SUEÑOS no hay certezas, pero en las historias de amor, escritas o vivas, siempre alguien muere, me dijo un anciano sentado sobre una piedra mientras contemplaba el vuelo incierto de una fragata herida. Y ya mirándome a los ojos añadió: ¿No serás tú de esas, niña? ¿De cuáles? ¿De esas que viven para ser devoradas? Lo dejé allí, en su piedra, temiendo que fuera parte de mis sueños, la parte horrible.
El amor, vivido o escrito, es una puerta de hierro que encarcela, nos hunde en una cueva oscura apenas ventilada, donde somos devorados y devoramos. Aguantamos la mordedura de la carne, el sabor a sangre fresca en las encías, el loco extravío del canibalismo, la dentellada del amor en los miembros porque somos bocado y tenemos hambre, hambre insaciable de pertenecer a otro, a sabiendas de que si éste desaparece, se aparta y nos deja de amar, tras ello vendrá la muerte. Pues en su ausencia no habrá aire ni carbono; se acabarán el agua, la sal, los besos, la cama, el mañana.

Entre la confesión directa y el delirio, con esta ristra de poemas intento convertirme, como dijo Marguerite Yourcenar, en “una noción del amor”.

Hay aquí una historia, como podría ser otra, en la que alguien, quien sea y quien quiera, vive el fogonazo de un amor nuevo, el duro camino del acercamiento, el acoplamiento, la ruptura y la muerte, sin ganas o temiendo llegar a los extramuros del olvido. Al ser producto de una crisis pasional, estos poemas se presentan como una sucesión de soplos inconclusos que, a veces, pueden parecer deshilvanados, pero que constituyen un esqueleto en ruinas. Huesos desperdigados que el lector puede juntar y recomponer en un juego de acertijos tristes, eróticos, tan llenos de angustia como de esperanza.

En ellos paso, sin sucesión de continuidad, de ser un río tumultuoso a un tímido hilo de agua que no sabe por qué riera correr, para al final de cuentas, seguir el rastro ya trazado por quienes me precedieron, los amantes de todos los tiempos.
Esa claridad antigua, Leve ruido de la vida y Huesos regados por el suelo son tres poemarios, donde, imparable, se despliega toda esa serie de contradicciones amatorias, atravesadas por el delirio, la pena y también por un enojo que se extravía en odio, tal vez por la certeza o el barrunto de la derrota, del desencuentro, del adiós.
Me miro las líneas de las manos y entiendo que debo recorrer más de un instante de peligro, de miedo, de separación. No soy eterna como me dijeron. Soy finita, tal vez dure un día como las mariposas, cuarenta años como el abedul o dos mil como el enebro. No lo sé ni quiero saberlo, el futuro no es algo que me interese. Pero una premonición me dice que nunca sabré a ciencia cierta qué me pasó por dentro y por qué ahora mis poros destilan sangre. Mirarse al espejo con ojos nublados es difícil. Saltan las miserias, la maldita
debilidad, el irresistible enojo y la sarna del recuerdo. Como mujer, soy cíclope, una artesana del verso afanada en construir con palabras el mundo que otros, más sensatos, fabrican con las manos, argamasa y piedras. La soledad (y todavía el amor) es mi arcilla. En ella me embarro.

Marcela Noriega, Guayaquil 2012