La redacción



Sueño que regreso a la vieja sala de redacción. El Editor General, un veterano calvo, misógino y alcohólico, me da la bienvenida entre una ruma de papeles. Todo está igual por aquí, me dice. A través del vidrio veo a algunos periodistas que me miran con recelo; se dice que los que vuelven son escoria. Muchos llevan un uniforme azul, parecen muertos solemnes. Me asignan mi antiguo puesto, un receptáculo que da la espalda a la redacción y tiene enfrente un enorme ventanal que nunca se abre. Una pesada persiana gris cae sobre él para tapar cualquier rayo de luz natural que pueda llegar desde el exterior.

En este búnker habitado por hormigas estresadas nunca se sabe si es de día o de noche. Una luz amarilla afilada cae sobre las cabezas, las corta en cuadraditos. Cámaras de vigilancia han sido dispuestas como ojos escrutadores por toda la sala que debe medir treinta metros de largo por diez de ancho. Ocupo mi lugar. Al poco rato, una secretaria se me acerca. Me comunica que mañana a las ocho me tomarán las muestras de sangre para los respectivos exámenes de laboratorio y, por la tarde, las huellas dactilares para que pueda marcar mi ingreso y mi salida. La hora de entrada es las 8:30 en punto. Si llego tres veces pasada esa hora me amonestarán descontándome un porcentaje de mi salario.

No hay una hora exacta de salida, y aunque debas cumplirlas: no se pagan las horas extras. Se trabaja, por turnos, los fines de semana y los feriados; y se hacen guardias nocturnas.

Me asignarán un código que deberé aprenderme y que deberé marcar cada vez que salga o entre al periódico. Me indica que mi cupo de Internet es de una hora diaria y que puedo realizar treinta y dos llamadas al mes a números convencionales y diez a celulares. Si me paso, también me lo descontarán del sueldo. Me recuerda que el tiempo de almuerzo es de media hora. ¡Ah! y se le olvidaba: pasado mañana un sastre me tomará las medidas para hacerme el espantoso uniforme. También habrá una reunión de mujeres la próxima semana donde se nos notificarán las obligaciones sanitarias que debemos seguir, y se hablará de otras cuestiones que nos interesan a todas, como cuánto maquillaje podemos llevar o qué tan largas deben ser las faldas del uniforme.

Firme aquí, por favor, me pide la secretaria. ¿Y esto para qué?, pregunto angustiada. Es un memo con toda la información que acabo de darle, necesitamos la constancia de su aceptación a las normas. Firmo. La mujer sonríe y se va. Siento asfixia.

Me pica la palma de la mano derecha, me la rasco con las uñas. Observo que justo en el centro, en medio de las líneas del corazón y de la cabeza, tengo un punto rojo. Me llama el Director, un viejo político del partido azul. En su buena época fue ministro de Gobierno. Voy a su oficina. Le doy la mano, me siento en su sofá de cuero. Entre él y yo queda una gran mesa de ceibo con ribetes dorados. Me dice que está gustoso de tenerme de vuelta. Le digo que intentaré hacer las cosas lo mejor posible. Empieza a contarme sus planes para la campaña que se avecina. Recita los nombres de viejos colegas, conocidos mafiosos, amigos condicionales, empresarios corruptos, políticos ineptos, algunos en funciones, a quienes debo entrevistar.

Como una araña el enojo me sube por las piernas, me eriza los pelos de los brazos y se me planta en el estómago. Es una granada sin seguro. Me rasco el punto rojo y descubro que no es un punto, sino la cabeza de algo que parece un hilo. Trato de sacarle la punta a la pequeña prominencia pellizcando el trozo de piel con las uñas, mientras intento no ausentarme demasiado del monólogo del Director. Aparece la boca de un cuerpo extraño enterrado en mi carne que empieza a doler. Siento que la mano se me ha hinchado de repente. El Director me pide mi opinión sobre la actualidad política del país. Le digo que he estado viviendo fuera, pero que ya empezaré a enterarme. Salgo de su oficina. Un colega me invita a tomar un café. Lo sigo a un autoservicio, dentro de una estación de gasolina. Me cuenta que su novia acaba de dejarlo, que se ha ido llevándose todo, hasta el perro. Me habla como si me hubiese visto ayer, y han pasado cinco años desde la última vez. Le digo que tengo trabajo por hacer. Llegan otros periodistas. Me saludan hipócritas, me preguntan qué tal mis viajes, les digo que bien, gracias. Me voy. En el camino me jalo el hilo y salé aún más, ahora pienso que me atraviesa toda la mano.

Me duele como si tuviese enterrado el aguijón de una avispa. Es un dolor ríspido, seco, sin sangre. Pienso que a Cristo le dolieron más los clavos. El hilo se ve cada vez más ancho. Saco más y veo que no es un hilo, sino un delgado alambre. Subo a la redacción, me encierro en el baño y vuelvo a jalar. El dolor aumenta con cada estirón. Intento arrancarlo con los dientes. Un fluido sanguinolento empieza a salir, a bajarme por el brazo, me ensucia la camisa. Me echo agua, aprieto la mano para ocultar lo que llevo dentro. Salgo. Veo la redacción y siento como si una pesada losa de cemento me aplastara la cabeza. Tengo a dos periodistas a cargo, una chica y un chico de unos veintitantos. Paso por el puesto de la chica. Le pregunto en qué está trabajando. No me contesta. Lleva en la muñeca un brazalete del candidato azul. Le pregunto que por qué lo lleva. Porque es guapo, dice sin escozor. Y ya tengo listo un perfil sobre él, me avisa. Le pido leerlo. Me lo trae. Es un texto corto, está mal escrito, no describe al personaje, no hay contraste, lo que hace es venderlo como la mejor opción. Siento náuseas.

Le pido que se siente para conversar. Dice que debe irse a cubrir algo importante. Coge su bolso y se voltea. Eres una periodista, no una publicista ni un mercenario, le digo sin poder medir el tono alto de mi voz. Ella me mira desafiante. Tu artículo es pura propaganda, y está terriblemente escrito, le escupo mirándola a los ojos. Quiero que lo reescribas, y que esta vez aparezcan los grises del candidato, y que hagas el mismo trabajo con el postulante rojo, le ordeno. El Editor General ya me aprobó este artículo, ahí está su firma, saldrá publicado mañana, me dice sin esconder una sonrisa, y se va.

Siento punzadas en la mano, está inflamada. Me jalo otra vez, y brota un líquido espeso y amarillento parecido al pus. El dolor de la mano se me clava en el pecho.

Llega el chico, le pregunto qué está escribiendo. Nada, contesta. Pensaba ir a una rueda de prensa en el Tribunal Electoral para ver qué dicen. Olvídate de eso, le pido. Qué ideas tienes, insisto. Silencio. No hay ideas, no sabe qué hacer. ¿Por qué estás aquí entonces, por qué no te has quedado en tu casa durmiendo?, le pregunto entre dolorida y enojada. Él alza los hombros. Voy al baño. Estiro aún más el alambre que desgarra la carne de mi mano. Sale un trozo más. El pedazo que he sacado cuelga fuera, quiero cortarlo, lo muerdo, pero no hay forma.

Esa tarde cuando llego a casa me lo saco del todo y me vendo la mano. Pasan dos días, me quito el vendaje. Ya no quedan rastros del alambre ni del pus, pero sí un agujero que me traspasa la mano. Lo ignoro. Los días en la redacción pasan lentos y agonizantes. Intento dirigir a los periodistas, pero es imposible, están viciados, han adquirido los males de las redacciones: el envilecimiento, la cobardía y la pereza. Al final del día me llama el Editor General. Me dice que han repartido los bonos de productividad y tiene listo mi cheque. Veo un papel sobre su escritorio con mi nombre, me han asignado 440 dólares. Él dice que no está de acuerdo con aquella cifra, tomando en cuenta mi experiencia y mi calidad. Dice que a otros editores de sección les han pagado por encima de los mil. Quiero que se calle, pero sé que no tendré el tino para pedírselo de buena manera.

Me comenta que cree que el Director me ha puesto el ojo, que sospecha que no está conforme con lo que estoy haciendo, que escuchó decir que estaba arrepentido de haberme traído de regreso. Que yo ya no soy la misma. Te digo todo esto porque te aprecio, y no quisiera que te cayera de sorpresa, me dice palmeándome el hombro. ¿Qué te ocurre?, me pregunta con sorna.

Hago una mueca. Intento meter la uña del dedo meñique en el agujero de la mano. El dolor agudo que me produce aquello me calma un poco, me ayuda a abstraerme, a disipar en algo la rabia y el asco que me provocan las palabras del Editor General y el bigote sobre sus dientes podridos de fumador. El dinero no me interesa, quiero comentarte un tema que creo debemos publicar. Se trata del viejo debate sobre las presiones y subjetividades con las que los periodistas debemos lidiar, sobre todo los que cubrimos política, le digo. La chica que está a mi cargo da vueltas alrededor de la oficina como una abeja, quiere escuchar la conversación.

Se acerca con sus modos de putilla de feria y hace una pregunta estúpida, como todas las que ha hecho en su vida, al Editor General. Yo sigo rasgándome con la uña. Abro camino, desbrozo. La piel se dilata de a poco provocándome un delicioso dolor. Este dolor es lo mejor que tengo ahora, lo único que me salva de esta podredumbre. La chica se va. Perdona la interrupción, ¿qué me decías?, me pregunta él con una sonrisa falsa. Hablo paciente, con aplomo, como si mis tripas no estuviesen a punto de estallar.

Creo que es necesario contarles a los lectores el debate interno que los periodistas vivimos día a día. Debemos decirles la verdad, que somos personas de carne y hueso, con pasiones y tendencias ideológicas como todos, y con presiones como pocos, dentro del periódico y fuera de él. Quienes compran el diario deberían saber que eso influencia notablemente nuestra visión de lo que llamamos realidad, y de cómo la construimos. El Editor General bosteza.

Podríamos recoger varios testimonios de periodistas de todo tipo y hacer un reportaje para el fin de semana. Un texto honesto, donde desnudemos el cómo hacemos nuestro trabajo. En este reportaje, los periodistas deberían contar de qué tendencia política son, qué tipo de censuras han sufrido y también debería decirse a qué intereses responde el periódico. Así, cuando los lectores lean los artículos sabrán a qué atenerse. El Editor General me mira impávido. El sopor de la tarde cuelga de sus ojos en forma de lagañas, la luz amarillenta del tumbado lo hace ver más feo y más viejo de lo que es.

Lo que tú planteas es decir la verdad, dice al cabo de un rato. Tú quieres que salgamos a contar que detrás del perfil del candidato azul hay una pauta publicitaria de un mes, una amistad, unos compromisos, y que detrás de la persecución al candidato rojo está la ideología política del Director y la intención que tiene con el candidato azul de comprar un campo de golf. Quieres que reconozcamos que los propios editores ejercemos presión y censuramos a los periodistas que investigan la corrupción en las filas azules, y que admitamos que dejamos solos a los que enjuician. Estás loca si crees que en algún periódico del mundo te dejarán escribir estas cosas.

Tengo la boca amarga, la sensación de haber bebido un vaso de bilis. Empujo aún más la carne del centro de mi mano, ahora tengo un túnel que se ve claramente. La abro y la cierro nerviosa. No digo nada más. Me levanto y me voy. Miro la redacción, me pregunto qué hago aquí. Soy periodista, pero no pertenezco a esta miseria. No puedo seguir en esta farsa. Voy a mi puesto y recojo mis cosas. No me despido de nadie. Salgo a la calle, me da el sol en la cara, respiro aire puro otra vez. Abro la mano para ver el agujero. No sólo se ha cerrado, sino que ha vuelto a ser un tenue punto rojo entre la línea del corazón y la cabeza.

8 comentarios sobre “La redacción

  1. Lo leí completo (es bueno eso, dado que por lo general me cuesta adherirme a leer textos largos en la red… aún no sé como la gente lee los míos) y me pareció muy bueno. Por momentos pude «ver» claramente ese escenario de la redacción que construis y detallás en el relato. La chica con su demonio naciendo dentro de su mano que la obliga a decidirse, a tomar un camino, justamente el que ella cree correcto.
    Me gustó el juego del relato en la primera persona. Los destellos de la corrupción mezclados con la redacción de un diario que aborda temáticas de política.
    Sintéticamente es un guiño de ojo mi comentario, Marcela… creo que seré tú fan… sí,,, ¿porqué no? siempre nacen escritores, pero buenos muy rara vez…. ¿serás vos una de ellos?

  2. Excelente trabajo; como lo demás que, en este blog, leo y releo de Marcela Noriega. El juego del estigma pernicioso en la mano va más allá de la metáfora; no solo es bueno sino original (no he leído -y he leído un rato- nada así en otra parte). Marcela escribe bien, pero que muy bien. En su oficio de periodista hay un repunte -que no despunte- de escritor, de buen escritor, que no debiera abandonar. Su estilo rompe con los estereotipos que en Europa tenemos de los escritores latinoamerícanos -ya saben, el boom y eso-. Creo que en breve tenemos otra gran escritora a la que seguir; creo que ya la tenemos. Loco por leer ‘El círculo de tiza’, loco por leer más de ella.

  3. Marcela: algo me conoces por Twitter. Entré en la red a instancias de mi editor, pero escribir telegramáticamente no va conmigo -me angustian esos 140 caracteres máximos y veo incluso algo pornográfico salir a esa descomunal palestra que ya vaticinara Orwell-, por lo que, en cuanto cumpla, lo dejaré. Si lo consideras, podriamos comunicarnos por e-correo, no el que inventé para Twitter, sino este que ahora te indico: celu70@gmail.com
    Aunque sea de forma esporádica celebraría ‘hablar’ contigo.
    Cordiales saludos, José Luis.

  4. En un comentario, que ha desaparecido -algo debo hecho mal o no hecho, me cuesta ser digital- expresaba mi entusiasmo por éste y otros relatos tuyos en el blog. Hablaba de ti como un escritora hecha, con estilo propio que se aleja de los esterotipos que en Europa tenemos de la literatura latinoamericana -el boom y eso-. Alababa la original metáfora del estigma en la mano, nunca antes leída -bueno, sí, en el Evangelio- y, a diferencia de Miguel Aguilera, convenía que no eres una escritora, buena escritora, naciente, sino viva y actual. Ardo por leer ‘El círculo de tiza’.
    Saludos, José Luis.

    1. Gracias José Luis, viniendo de un escritor que ha publicado 17 libros tus palabras son todo un halago y un reto. Te escribí a la dirección que me diste. Abrazos!

  5. Ecuatorianos, guayaquileños: tenéis entre vosotros una de las mejores representantes de la narrativa latinoamericana del XXI a la que apenas hacéis caso. ¿Por qué? ¿Porque es joven y, por ende, inconformista; porque se atreve con y contra todo lo que atufa a basura social, cultural y política; porque es fresca, o sea, camina plena de frescura y, diferencia vuestra, prefiere vivir con poco a reírle la gracia al inútil lameculos que sí está donde está y sigue, es porque vosotros lo habéis puesto y mantenéis con vuestro silencio? No lo entiendo, la verdad, o sois ciegos, sordos y mudos como sabios de barro o estáis muerto de corazón y alma, la más pobre y triste de las muertes.
    ¿Que de dónde vengo y quién soy yo para reprocharos nada? Pues sabed, ecuatorianos, que soy un hispano como vosotros, uno de los 400 millones que siembra y recoge cultura hispana allá donde va y se conduele al ver cómo dejáis secar los mejores sarmientos de la vuestra. No os quejéis, pues, si un día Marcela Noriega remonta, se aleja de vosotros y triunfa fuera, como probablemente será. Y no le vengáis entonces con orgullos patrios a insertarla en vuestra historia, porque, como tantos otros a los que antaño abandonasteis, ella ya no será vuestra; puede que tampoco nuestra.
    Lo siento, creedme, pero así será de darle de lado y no regarla a tiempo; o sea, hoy, ya.
    José Luis Navarro

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