Cuando vives la crónica en carne propia


CAPÍTULO VI

SIN CONFLICTO, NO HAY HISTORIA

Libro de Crónicas «VIVIR PARA CONTAR»

 

Probablemente se trata del género más difícil de dominar.

De hecho, en un periódico de prestigio

una crónica no la hace cualquiera.

Álex Grijelmo

Cuando escribes una crónica, siempre es recomendable que haya un conflicto. Es decir: obstáculos entre el personaje y sus metas, enfrentamientos con otros seres o, a veces, consigo mismo, choques con su entorno, limitaciones, diferencias con sus familias, etc. Si te das cuenta, la vida está llena de conflictos.

Entrar tan profundamente en los conflictos de los demás es, sin duda, la prueba de fuego para cualquier cronista. Tus nervios tienen que ser de acero y, aun así, estarás caminando sobre espinas y minas. Esta es la causa por la que muchos cronistas se meten en problemas. La crónica te pasa factura en tu propia vida.

Un ejemplo clásico de esto es lo que le ocurrió a Truman Capote, quien se dedicó seis años a investigar el crimen ocurrido en un pueblo rural, en Kansas, Estados Unidos, para escribir A sangre fría[1]. Capote se fue a vivir a este pueblo para seguir de cerca los acontecimientos. Puedes ver esto en la película Capote[2]. Los asesinos fueron sentenciados a pena de muerte y el escritor desarrolló un fuerte vínculo con uno de ellos, relación que lo llevó a plantearse temas de ética muy profundos. Capote decía que, por causa de esta historia, él enfermó y aumentó su adicción al alcohol y a las drogas, sumiéndose en una profunda depresión.

Salvando las distancias con Truman Capote, yo también, como cualquier otro cronista al que le apasiona el oficio, he vivido episodios de angustia, tristeza profunda o desasosiego a causa de los temas que he investigado.

La crónica de este capítulo es un ejemplo de aquello. Me enfoqué en la parte turbia de la isla Puná (Puná Vieja), donde se concentran todos los problemas de insalubridad y drogadicción. No solo tuve problemas con las personas del lado opuesto de la isla, donde se desarrollan proyectos turísticos, quienes llamaron a reclamar a la revista por mis observaciones tan crudas acerca del pueblo, sino que quien me dio la mayor cantidad de información, se retractó de lo dicho, y estaba furiosa porque yo había publicado todo lo que ella me había contado.

Pero los conflictos de la crónica siguieron al plano personal, pues terminé perdiendo a un amigo por esta historia. Él era el editor y yo la cronista, y no lográbamos ponernos de acuerdo en la escritura. Realmente, yo tenía la mente revuelta y no podía escribir decentemente en esos días. Esas cosas pasan. Pero debo decir que esta crónica fue reescrita por mi amigo Juan Fernando Andrade[3], en base a la investigación que hice. La historia, al final, fue publicada por la revista Diners.

Y es que donde hay conflicto, hay buenas historias, pero cuidado: ¡hay trampa! Estas historias te pasan factura a nivel emocional y personal. Es decir, que si vas a buscar al diablo, lo vas a encontrar.

[1]             Esta novela, considerada la primera del género non-fiction novel o novela periodística, es mezcla de la inventiva del reportaje verídico con la inventiva de la ficción. A sangre fría es una seductora versión de los asesinatos cometidos por dos sociópatas en el estado de Kansas. Capote, al conocer la noticia, decidió investigar por su cuenta las circunstancias. Pasó seis años escuchando, haciendo cientos de entrevistas a vecinos, a los policías encargados del caso, a los amigos íntimos de la familia Clutter; en total, más de seis mil folios de información.

[2]             Capote (2005) es una película dirigida por Bennett Miller y protagonizada por Philip Seymour Hoffman, quien ganó el Óscar al mejor actor por esta interpretación.

[3]    Escritor, guionista de cine, cronista. Director adjunto de la revista Diners en Ecuador.

Puná Vieja, la tierra del Tin Tin 

Publicado en la revista MUNDO DINERS en Abril 2015, # 395.

Fotografía: Mauro Sbarbaro

puna vieja foto Mauro 2

Hay rincones del mundo donde eso que alguna vez se conoció como “realismo mágico” limita hombro a hombro con las realidades de nuestro siglo, donde personajes como el Tin Tin o el mismísimo diablo conviven con adolescentes que consumen drogas desde los doce años y se reproducen por accidente. La isla Puná es uno de esos lugares.

 

Parte 1: La llegada

Las lanchas, impulsadas por tres motores fuera de borda, tardan menos de una hora en llevar pasajeros desde el malecón de Posorja hasta la isla Puná, en el golfo de Guayaquil, frente al delta que forman el río Guayas y el estero Salado. El boleto de ida y vuelta cuesta cinco dólares. Al llegar, los pasajeros desembarcan en Puná Nueva, la esquina de la isla que de un tiempo a esta parte se ha convertido en un atractivo turístico con hoteles ecológicos a disposición de los viajeros, un puente futurista cuyo esqueleto de metal se alza como un arco que apunta hacia las nubes, aves marinas de todos los colores descansando en las copas de los árboles y delfines con nariz de botella haciendo acrobacias cerca de la orilla. Puná Vieja, donde se concentra la población de esta isla de más de 900 kilómetros cuadrados de extensión, está a una hora y media de distancia. Allí, el paisaje es otro. Allí, la historia es distinta.

 

Parte 2: Puná Vieja en plano general

El hedor putrefacto y jugoso de la basura acaba con cualquier rastro de brisa que intente siquiera llegar desde el río. La gente mira a los extraños con abierta desconfianza y les advierten, en un tono más bien amenazante, que se calmen, que no se preocupen, que nadie les va a robar. La miseria brota incontenible por las paredes cuarteadas de las casas y, como si se tratara de una especie de claustro para marginados, es imposible no fijarse en la cantidad de personas con deformidades físicas y niños con algún grado de retardo mental que vagan a paso relajado. Hay solo unas cuantas calles que han sido bendecidas con el manto del asfalto; muros donde se puede leer propaganda política de la primera campaña de León Febres-Cordero por la alcaldía de Guayaquil, ruinas arqueológicos que datan de 1992, y perros sarnosos, agonizantes, en busca de su última cena. La sensación térmica es que nadie quiere vivir aquí, que lo hacen porque no les queda otro remedio.

Puná Vieja foto de Mauro Sbarbaro

 

Parte 3: Una entre ocho mil

Los cerdos que resguardan la casa de Ángela Parra tienen, todos, una soga atada al cuello, una soga corta que limita sus movimientos a una sola maniobra: bajar la cabeza para seguir mojando sus hocicos en el lodo. Detrás de la casa, está el basural de Puná Vieja, el lugar donde desembocan los ríos de basura del pueblo, una redundancia en sí mismo. Ángela está sentada en un mueble de la sala de su casa, tiene una pose de matrona y un dolor de cabeza que piensa curar con un poco de café caliente. Más tarde, en la esquina de una cancha deportiva en decadencia, dos adolescentes que no pasan de los diecisiete años comen galletas, toman gaseosas: pierden el tiempo en silencio. Dicen que no van al colegio “porque ya casi nadie va”, que pasan el día durmiendo, viendo televisión y escuchando reguetón. “Pero eso no es todo lo que hacen”, dice Ángela, “también se drogan”. La edad promedio para empezar a consumir drogas en Puná bordea los doce años.

puna vieja foto Mauro Sbarbaro

Parte 4: La misión

Ángela Parra tiene una misión: rescatar a los jóvenes de Puná. ¿Rescatarlos de qué? Rescatarlos de Puná, ¿de qué más? Todos los años, Ángela reúne estudiantes que se hayan graduado de bachilleres y los ayuda a realizar los trámites pertinentes para que entren en la Armada Nacional. Esta, por ahora, parece ser su única salida. Allí pueden recibir educación y alimentación gratuita; allí, tras dos años de preparación, se convertirán en marineros, luego ascenderán a cabo segundo y finalmente, en un año más, se especializarán: serán hombres-rana, paracaidistas o comandos. Así, en 36 meses, un joven que estaba condenado a una vida que se repite como una propaganda maldita, la de los hombres que pescan por la madrugada y se emborrachan por las noches, puede, si quiere, si no es arrastrado por el peso de la costumbre y la envidia de los otros, cambiar un futuro que le había sido arrebatado incluso antes de suceder.

 

Parte 5: El pasado, la prehistoria

En abril de 1531, llegó a la isla el tristemente célebre Francisco Pizarro, que venía desarmando el imperio inca con la complicidad de pequeños cacicazgos golpistas. Los nativos, llamados tumbes o punáes, hablaban una lengua distinta a la de sus compatriotas, pues habían logrado, batallas mediante, mantenerse como una tribu autónoma dentro del imperio. La tropa ibérica, sin embargo, se impuso con violencia y dejó como embajador itinerante al obispo Vicente de Valverde, dominico de la Universidad de Salamanca y capellán castrense del conquistador Pizarro. Durante su primera estancia en Puná, Valverde ordenó decapitar a los caciques locales y derribar los altares para Tumbal, el dios de Puná. Su segunda visita, en 1541, no fue tan placentera. Los nativos lo asesinaron con armas hechas con una especie de vidrio volcánico llamado obsidiana. Luego, en una celebración caníbal, se lo tragaron pedazo a pedazo.

 

Parte 6: El presente, ahora

En este pueblo de aproximadamente 8.000 habitantes, no hay centros comerciales ni teatros ni cines ni taxis ni lavanderías ni oficinas ni mensajeros ni supermercados ni gasolineras ni bancos ni plazoletas ni cruz roja ni defensa civil ni hospitales ni restaurantes con terrazas al sol ni pizzerías ni yogur con pan de yuca ni carros ni semáforos ni señales de tránsito ni camiones recolectores de basura ni jugueterías ni boutiques ni centros de trabajo comunitario ni centros de rehabilitación para alcohólicos y drogadictos ni federaciones deportivas ni asambleas de vecinos ni bibliotecas ni cursos vacacionales de arte ni conservatorios de música ni centros de educación superior ni institutos que ofrezcan carreras técnicas y rápidas ni consultorios o médicos del seguro social ni carreteras revolucionarias ni escuelas del milenio ni asociaciones que defiendan los derechos de los animales ni un repelente para el abandono.

 

Parte 7: El diablo

Si algo hay en este escollo del mundo, son demonios. En el parque de Puná Vieja, cerca de la iglesia del pueblo, donde los niños juegan montados en artefactos desfigurados por el tiempo y afilados por el óxido, máquinas capaces de producir cantidades iguales de alegría y tétano, Milithzy Yánez y Mairoli Ramírez, dos niñas de nueve años que estudian el quinto grado en la escuela Nahím Isaías, hablan del más famoso de sus vecinos mientras suben y bajan en un fierro crujiente. “El diablo se puede convertir en cualquier persona; a veces es un hombre alto, flaco, ojo verde; pero lo que nunca se puede sacar es el rabo”, dice Milithzy, y agrega: “Viene a llevarse gente. Se le presentó a mi prima Janeth, y a Yuli, otra niña, y dicen que a esa niña le salió un pájaro negro por la boca”. “Fue como hace un mes”, dice Mairoli, “yo estaba en la cancha y escuchaba cómo esa niña gritaba que Dios no tiene poder”.

 

puna foto Mauro Sbarbaro

Parte 8: El Tin Tin

Según la tradición oral, el Tin Tin es una criatura pequeña, una especie de duende que esconde su enorme cabeza bajo un sombrero de paja, tiene los pies al revés y un miembro tan grande que, dormido, le cuelga desde la cintura y se arrastra por el suelo como una serpiente parada de cabeza. Según los historiadores, este personaje fue una invención de las tribus del litoral ecuatoriano que, incapaces de relacionar las relaciones sexuales con la mágica aparición de sus crías, lo asumieron como el dios de la fertilidad (en chino, Tin significa Dios y refiere a un dios de dioses). Según los ateos, el Tin Tin era el pseudónimo que los sacerdotes que visitaban la isla usaban para explicar el incremento de mujeres embarazadas tras esas misiones donde regaban la palabra y, claro, el esperma (como la multiplicación de los panes y los peces en aquel monte cercano a Betsaida, digamos). Según Ángela Parra, el Tin Tin existe. Es más, ella lo conoció cuando era apenas una jovencita a la que le gustaba mucho pescar.

 

Parte 9: Después del atardecer

Amadita, Pepe Viche, Rosita, Ruta Azul, Peña Karaoke, El Reencuentro, El Pelucón, Don Chato y Foquito Rojo son algunas de las más de treinta cantinas que, pasadas las cinco de la tarde y hasta que el cuerpo aguante, reciben a los pescadores de la isla: hombres honrados y humildes de todas las edades que trabajan duro desde las horas más oscuras y silenciosas de la madrugada y luego, en una especie de venganza cargada de resentimiento y soberbia contra la solitaria jornada, beben procurando la amnesia temporal, como si quisieran olvidar que mañana, y pasado mañana, tendrán que pescar de nuevo. En la noche, borrachos y descamisados, estos hombres se pasean por las calles gritando y repartiendo golpes. En Puná, en toda la superficie de la isla, no hay más que tres policías, que, sabiamente, prefieren no interferir con las peleas entre los mareados para salvaguardar su integridad física. Es, por tanto, la ley de la selva.

Parte 10: Los chicos

Ulises Delgado, Jean Crespín, David Espinoza, Israel Gómez y Bryan Chávez son seis de los jóvenes que, con la ayuda de Ángela Parra y el magnate, filántropo y playboy Segundo Reyes Gonzabay, entrarán pronto a la Armada Nacional. “Aquí en la isla el peligro es caer en las drogas. Acá llega todo desde Balao, Naranjal o Guayaquil. Hay marihuana, cocaína, heroína, y también hay esa droga que llaman ‘cocodrilo’ (la alternativa barata a la heroína, una droga que, entre otros efectos secundarios, produce el desprendimiento de la piel)”, dice Ulises. “Aquí todos los días es sábado. Los niños a los doce años ya están bebiendo y consumiendo drogas, porque no tienen dónde distraerse”, dice Jean. “Los hombres se gradúan y se quedan a pescar. Las mujeres se gradúan con bombo (embarazadas)”, dice David. “Nosotros quisiéramos decirles que la felicidad no es la droga, no es el alcohol. Pero aquí no hay nada para reemplazarlo”, afirma Israel. “Aquí no hay nada. Hay un centro de salud sin pastillas ni médico, porque nunca son doctores, siempre mandan practicantes. No hay farmacia 24 horas. Si tienes un accidente, te mandan a Guayaquil, pero hasta que prestes gasolina te mueres. Hay gente que se ha muerto en medio viaje”, dice Bryan.

Parte 11: Últimas palabras

“Si se quiere prosperar, no hay más opción que salir de la isla. Aquí la gente es pobre de espíritu y de conciencia”, dice Ángela Parra, cuya hija menor, una joven de diecisiete años llamada Rosemarie, todavía no termina el colegio y está embarazada. Así, la magia imposible de Puná, esas historias de otros tiempos que parecen una broma del folclore, se unen con la inevitable realidad de la isla.

 

Parte 12: Lo que nunca se puede sacar es el rabo

En Puná Vieja dicen que “reciencito”, hace dos semanas más o menos, el diablo se volvió a aparecer. El hombre, blanco, alto y guapo, se presentó en un karaoke, pidió un par de tragos, miró a su alrededor y activó su radar. Según quienes lo vieron, quienes dicen que lo vieron y quienes escucharon la historia al día siguiente y la repiten como si ellos también lo hubiesen visto, horas más tarde, cuando la noche ya estaba sudada y encendida, el diablo estaba bailando perreo, rebotando sus caderas contra las caderas de una isleña sometida por el ritmo agresivo y animal del reguetón, y fue entonces cuando, después de una maniobra lujuriosa, la punta del rabo se le salió por debajo de la basta del pantalón y todos se dieron cuenta de que era el diablo y salieron corriendo. Y esas son las últimas novedades del pueblo.

 

  • Gracias a mi compañero Mauro Sbarbaro por acompañarme en esta aventura de la crónica.

 

 

 

 

La residencia fantasma


Publicado en la revista Mundo Diners de agosto de 2012

Los eventos narrados a continuación ocurrieron en algún lugar de La Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme.

Finales de 2010, el año da sus últimos pasos. Los días en Guayaquil son siempre bulliciosos, caóticos, pero no pasa nada aquí. Mucho ruido, ninguna nuez. En esta Babel uno podría morir de calor o aburrimiento cualquier tarde. La maldición de Mano Negra se cierne nítida sobre mi cabeza: Guayaquil city gonna kill you, baby. Siento que este puerto frenético y caliente me aplasta como un enorme zapato a un grillo. Necesito huir. Googleo una residencia para escritores. Busco un lugar para escribir mi primera novela. He adelantado algunos capítulos, pero esta ciudad no me deja avanzar. Guayaquil estrangula la poesía.

Encuentro una residencia en un pueblo de Castilla – La Mancha, que pinta bien y ofrece becas. Pienso que la tierra de Cervantes debe ser un lugar inspirador. Recuerdo aquella novelita El coloquio de los perros. Cipión y Berganza son dos perros que cuidan el Hospital de la Resurrección, en Valladolid. Por la noche, a los animales se les suelta la lengua. Berganza es un vagabundo que ha rodado por Sevilla, Córdoba y Granada antes de llegar a Valladolid, y se divierte relatándole a Cipión las peripecias con sus amos. Yo quiero recorrer España como aquel perro. Envío a la residencia un bosquejo de mi novela, lo aderezo con relatos y poemas, y pido una beca.

Al cabo de tres semanas me llega un mail de la Universidad Rural Internacional que, según dice en su sitio web, es la institución que gestiona la residencia. Me informan que mi solicitud ha sido aprobada entre cientos de solicitudes enviadas de 30 países. Me dan “una beca que consiste en el 75% de la reducción del costo del alojamiento”. Quiero viajar cuanto antes, y quedarme el mayor tiempo posible: seis meses. Me indican que antes de gozar de la beca, debo pagar 500 euros por la inscripción –incluye gastos de gestión, un seguro de accidentes y tasas–. A cambio, ellos me ofrecen un lugar cómodo, alejado del mundanal ruido, con todos los servicios, Internet satelital, talleres, intercambios con artistas de todo el mundo, una riquísima vida cultural en un enclave de ensueño. Dejo a mi gato encargado y el 11 de junio de 2011, con una mochila roja y mi portátil, parto para las Españas.

Desde Madrid, me embarco en un bus rumbo a Albacete, la ciudad más cercana a Alcalá del Júcar, el pueblo donde queda la residencia. “Albacete, caga y vete”, así dicen. Y, la verdad, es que largarse rápido de aquí es lo mejor que uno puede hacer. La estación de buses está llena de moscas. Tomo una combi, porque para Alcalá no van buses ni trenes, ya que es un pueblo perdido, adentrísimo diría el montubio. Después de recorrer unos 40 minutos con los ojos bien abiertos, aquella visión  aparece: la hoz del río Júcar. Se trata de un valle, flanqueado por paredes altísimas, exorbitantes, de roca pura, que forman el cauce de un río de aguas tornasol. Una belleza que hay que ver para creer.

Pero la residencia no queda en el pueblo, sino en una aldea alta llamada Casas del Cerro, donde viven unas 200 personas. Llego hasta allá en un auto que hace de taxi. En el trayecto pienso en lo hermoso que es este lugar, y en lo que leí en el sitio web de la Universidad Rural: “esta residencia está convirtiendo a esta pequeña localidad de Castilla – La Mancha en la meca del arte”. “Muy poco conocida más allá de su entorno, la iniciativa ha alojado ya a cerca de 200 artistas de cuatro decenas de países de los cinco continentes”, dice una nota, publicada en 2009, en el diario La Verdad, de Murcia. Lucas Carrión Vázquez, un escultor valenciano que se hace llamar Lucas Karrvaz, es quien dirige la residencia.

Lucas es un artista del reciclaje. En sitios públicos de Valencia ha montado enormes esculturas hechas con chatarra. Su biografía cuenta que sus obras también están en el Museo Vaticano y en Palacio de las Naciones, en Ginebra. Con sus 65 años, cabellos blanco platino, modos agradables y su sonrisa fácil y ligera, me espera en la puerta. Con minuciosidad, me muestra la residencia. Mientras tanto, me cuenta cómo él y otros entusiastas construyeron este lugar, cuando aquí no había nada más que el cerro.

Entramos a varias habitaciones, me explica cómo funcionan la cocina, la ducha, los espacios comunes. La casa que él ocupa está conectada por un pasadizo a un hostal rural, también de su propiedad, al que suele llegar mucha gente sobre todo en verano. Los dormitorios de los artistas quedan del otro lado, yendo por un camino de piedra. Lucas me instala en un cuarto-cueva, cuya pared es de roca pura. Es pequeño, pero me gusta porque parece la cueva de un hobbit. Sin embargo, hay algo que me molesta: Lucas no me mira a los ojos.

A medida que recorremos el lugar, me voy dando cuenta de que aquí no hay nadie, excepto nosotros. ¿Dónde están todos?, le pregunto. “Ya vendrán”, me contesta despreocupado y sigue hablando de cualquier cosa. Al atardecer, me lleva a conocer el pueblo. Me cuenta que su proyecto “Stars for Peace” quedó finalista entre 85.000 ideas para realizar el monumento en memoria del 11S, en Nueva York. Me impresiona el lugar y también lo que me dice, sin embargo, sigo inquieta. La idea de que estamos solos en aquella enorme residencia me perturba.

Caminamos sobre el puente romano que cruza el pueblo, debajo corre tranquilo el río Júcar. No te fíes de él, me dice. Es un río de temer. Ha provocado muchas inundaciones y muertes. Pero te puedes bañar en la playa, cuando quieras. El río Júcar nace en la Serranía de Cuenca y en su paso por la Manchuela, crea un escarpado paisaje conocido como el Cañón del Júcar. Es un trayecto sinuoso, hundido en una gran garganta, donde el río se contonea entre barrancos y crestas calcáreas. El Júcar desemboca en el mar Mediterráneo.

Lucas me lleva a cenar a un restaurante que tiene un mirador. Me quiere presentar al Diablo, un personaje pintoresco de la comarca y dueño del lugar. Pero esta noche no ha venido. Desde ahí puedo contemplar las luces encendidas del hermoso castillo medieval, hecho por los árabes en el siglo XXI, la joya más preciada de este pueblo. Al día siguiente, recorro la aldea. Voy a la tienda, compro pan, queso, jamón, jugo. La dueña, Rosa, me mira extrañada. Me pregunta dos veces si yo soy la que está en la residencia de Lucas. Otras mujeres entran, me miran de reojo. Rosa me informa que los miércoles pasa el camioncito de la fruta y los jueves el de los vegetales. Me dice que cualquier cosa que necesite, no dude en avisarle. Su marido es Rubén, el dueño del taxi que me fue a recoger. Esa noche ceno en el bar de la aldea, el único que existe. Esto es la España profunda, pienso, mientras veo el deplorable panorama: un toro agonizante en la televisión, mientras un público eufórico grita vivas al torero; gente que bebe amodorrada, otros gritan de esquina a esquina en un castellano cerrado y difícil. Un par de vejestorios panzones con la camisa abierta, bebedores insaciables de vino, se sientan en mi mesa sin pedir permiso, e intentan seducirme a punta de chistes triple X. Casi no entiendo lo que dicen, escupen restos de comida cuando hablan.

Me salva el primo de Lucas, que también se llama Lucas, pero es constructor. Es un hombre de unos cincuenta años, robusto, colorado. Es normal que los hombres te quieran levantar, me dice, eres guapa, y por estos pueblos nunca llegan mujeres solas. Machistas de mierda, digo en voz baja. Empiezo a pensar que no soportaré a esta gente seis meses. Lucas, el constructor, me lleva en su camioneta de vuelta a la residencia, me pide mi número de teléfono y se pone a las órdenes. En dos días me voy a Valencia, me informa Lucas cuando regreso. Pero antes debes pagarme el 25% que no cubre la beca. Son 10 euros por cada día. Le pago la mitad, 900 euros por tres meses.

Con la idea de entrar al castillo, al día siguiente me levanto a las ocho de la mañana. Bajo la pendiente de 500 metros que hay desde la residencia hasta la carretera que lleva al pueblo. El camino es áspero, está lleno de cardos pinchudos que me arañan las piernas, pero el bosque de pinos y chopos me fascina. Sigo las marcas amarillas, verdes y rojas que algún otro viajero dejó para señalar la ruta. Veo a lo lejos cómo el pueblo se desparrama sobre los cerros, cómo juega a no caerse al abismo. Es un pueblo de casas blancas y gente campesina que habla a grandes voces por las callejuelas estrechas y mira con desconfianza a los extranjeros. Casi todos son viejos, no hay niños.

La mayoría de las casas tiene una cueva en su interior. Estas cuevas las habitaron en distintas épocas árabes e íberos. De ellos no quedan ni las tumbas, lo que sí queda en la cima del murallón es el inmenso castillo gris que me trae recuerdos de cuando jugaba a que era una princesa esperando el beso de un jinete que había recorrido el mundo en mi búsqueda. Mientras pienso en estas tonterías, subo peldaño tras peldaño, bañada en sudor, hasta el castillo. Ahí está Pablo, el chico que lo custodia. A Pablo le parece increíble que yo haya viajado desde Ecuador para venir a una residencia de artistas que, según dice, hace tiempo está cerrada. Nadie se ha alojado ahí hace años, asegura. Se me hiela la sangre.

¿Cómo dices? Sí, yo pensé que ya nadie podía entrar, no sé cómo es que te han aceptado. Karrvaz tuvo algunos problemas, hubo quejas de artistas y abandonó el lugar. ¿Y a dónde se fue? Vive en Valencia con su mujer. Me quedo atónita. Bajo del castillo y entro a un lugar llamado La Cueva del Diablo. Juan José Martínez García, a quien todo el mundo conoce como El Diablo, está en la puerta. Es un personaje estrambótico: larguísimos bigotes a lo Dalí, fajín de torero, mirada de pícaro y manos largas. Me lleva a conocer su guarida: una enorme cueva que funciona como sitio turístico y bar. Enseguida se insinúa, dice que si lo necesito puede comprarme un celular. No, gracias, ya tengo uno, le contesto. Entonces, puedo darte trabajo en mi local, propone. Te pagaré 50 euros diarios. Lo pensaré, le digo. El Diablo es un tipo con dinero habituado a comprar los favores de las mujeres, a escondidas de su esposa. Una señora de bigotes y aspecto temible: la verdadera dueña de su fortuna. Me lleva en su convertible rojo de regreso a la residencia y me invita, el día que yo elija, a conocer los pueblos aledaños.

Me voy contigo a Valencia, le digo a Lucas a la mañana siguiente, con una pequeña mochila al hombro. Pero niña, ¿qué vas a hacer allá?, me pregunta evidentemente incómodo. Veré a unos amigos, pasearé. Tú solo déjame en el centro. Por mail, Lucas me había dicho que la residencia era regentada por la Universidad Rural, que es la institución que concede las becas. La que pone el dinero para mantener el lugar es la III Milenium Corporation, con sede en Wilmington, EE.UU.. Cuando subía del pueblo, vi un letrero alto que decía: “Universidad Rural Internacional”. Debajo del letrero y en los alrededores no había nada. ¿Dónde queda la universidad, Lucas? le pregunto, mientras él conduce.

Vamos por la ruta de los molinos de viento, no los viejos del Quijote, sino los modernos que producen energía eólica. ¡Ah! Eso es un proyecto que tengo en mente, pero aún no tenemos un lugar físico, por ahora solo existe en mi cabeza, responde como si nada. Pero, Lucas, ¡tú me enviaste papeles, supuestamente oficiales, con el sello de esa universidad. ¡Yo pensaba que esto era algo serio! No contesta. Se queda callado, con cara de ofendido. Se agarra constantemente el hombro derecho. Me había contado que tenía una dolencia y debía ir a Valencia para hacerse tratar. Hace muecas de dolor. Yo hago muecas de rabia.

¿Y dónde está la gente?, insisto. Se supone que esta es una residencia de artistas. ¿Por qué no hay nadie? Ya te dije que no han venido aún, dice enojado, sin mirarme. Ya vendrán. Pasamos Requena, la ciudad de los vinos. En una hora y media estamos en Valencia. Me alojo en un hostal, donde comparto la habitación con dos chicos gringos guapísimos que no tienen ningún problema en desvestirse delante de mí.

Por medio de mi amiga María Fernanda conozco a Tony, un periodista valenciano que me muestra la ciudad y me lleva a su barrio, Rusafa, donde conozco a sus divertidos amigos y a sus perros. En España la moda de andar con los perros a donde sea que uno vaya es detestable. Pero si no hubiese sido así desde tiempos inmemoriales, Cervantes tal vez no habría creado al magnífico Berganza. Es verano, fin de semana y estoy en la costa del Mediterráneo. Y, en España, aunque haya crisis, la diversión es ley.

Mi amigo Carlos, de Barcelona, baja a verme. Nos conocimos hace siete años en Buenos Aires, una ciudad que disfrutamos a fondo. Después vino a visitarme a Ecuador y lo llevé a Montañita. Hemos dormido juntos muchas veces, sin tener sexo porque él, muy a mi pesar, es gay. Carlos conoce poco Valencia, la descubrimos juntos, nos divertimos como siempre. Carlos me acompaña de regreso a la residencia. Lucas está ocupado instalando a una gran familia en su hostal. Nos habla apenas. Este tío es raro, parece que esconde algo. No mira a los ojos, me dice Carlos. Bajamos al pueblo.

Mientras conversamos y comemos pistachos nos terminamos tres botellas de vino rosado. Nos da calor y nos metemos a nadar al río. Chapoteamos borrachos. Subimos a la residencia, metemos una pizza en el microondas y cantamos canciones de Manolo García. Lucas ni nos mira. Carlos se va al día siguiente. Y, cuando me doy cuenta, Lucas también se ha ido. Me quedo sola en este lugar enorme que empieza a parecerme siniestro. Intento conectarme a Internet y no funciona. Tampoco hay teléfonos ni televisión.

Si quiero comer, debo ir al  bar de la aldea, donde me acosan los viejos morbosos, o me miran con tirria sus mujeres. Son grandes y barbudas. Pero también hay gente decente que me pregunta qué hago en aquel lugar abandonado. Yo vine a escribir un libro, les digo. Me miran preocupados. Pienso que ellos saben algo que no quieren decirme. Hay mucha familia de Lucas regada por la aldea; nadie me quiere decir nada. Salvo Miguel, un pintor mexicano que llegó hace años a la residencia y, al ver que no era lo que él esperaba, se buscó un trabajo en el pueblo. Se casó con la dueña del bar. Esa residencia es una estafa, vete cuanto antes de ahí, me dice en voz baja para que su mujer no escuche, mientras lava unos platos. Nadie quiere problemas con Lucas, me avisa. Yo prefiero no volver al bar. Me alimento de pan, queso, jamón y cerveza que compro en la tienda, también de fruta cuando viene el camioncito. Solo los pájaros hacen ruido por las mañanas. El resto del tiempo el  silencio es crudo.

Una noche, mientras intento escribir en la cocina, entra Lucas, el constructor, sin avisar. Me da un gran susto. Se sienta y dice que ha venido a buscarme, porque no me vio más en el bar. ¿Cómo entraste?, le pregunto.  Cualquiera puede entrar, no hacen falta llaves. Así mismo lo ideó Lucas. Estoy sola e incomunicada en un lugar inseguro. Intento no quedarme todo el día en la residencia. Bajo al pueblo y nado en el río. Un día veo que un hombre de piel oscura me sigue. Me observa mientras nado, arrimado a un árbol. Cuando salgo del agua, le pregunto qué quiere. Acompañarte, me dice, en un castellano extraño. No quiero compañía, le contesto. Mientras subo el cerro, viene detrás de mí, como un sucio perro. Dice que es el pastor de las ovejas. Ahora entiendo por qué huele tan mal. Las he visto en la cúspide de la montaña. Soy marroquí y tengo papeles, repite una y otra vez. El sol me pega con fuerza en la cara. No tengo mujer y busco una, dice. Yo intento no prestarle atención, y ocultar lo mejor que puedo el miedo.

Otro día, El Diablo me lleva a conocer los pueblos cercanos, pero en lugar de guía turístico resulta ser un pervertido. Al principio, me trae rosas que él mismo cultiva, incluso me ofrece prestarme uno de sus carros –no sé conducir, le digo–. Cuando ve que fracasa en sus intentos, va al grano: me ofrece dinero a cambio de que, por lo menos, le permita “verme desnuda”. “Tú no tendrás nada que hacer, soy eyaculador precoz”, me dice. La angustia empieza a apoderarse de mí, no me deja escribir ni dormir. Duermo por las mañanas, porque en las noches siento que rondan la residencia y prefiero estar alerta. No tengo a nadie con quién hablar.

Pasan no sé cuántos días, y al fin Lucas reaparece. Me dice que me calme, que está por llegar una pintora argentina. Con Ayelén llega la luz. Es una linda cordobesa, muy creyente en Dios y la Virgen, que dibuja mandalas. Lucas la recibe y regresa a Valencia. En este lugar no hay ni un ama de llaves, ni un guardián, ni un perro que cuide, le cuento a Ayelén. Y el pueblo está lleno de viejos cochinos. ¿Y cuánto tiempo has estado aquí?, me pregunta. Saco las cuentas. Tres semanas… ¡21 días! Son las once de la noche, estamos sentadas mirando el castillo encendido y planeando cómo hacer para que Lucas nos devuelva el dinero, cuando, de repente, un hombre se para a nuestro lado. Gritamos del susto. Es David, otro mexicano que, igual que su paisano del bar, un día llegó a la residencia y se quedó viviendo en la aldea.

Vine a invitarlas a almorzar mañana en casa de Lucas, el constructor, nos dice. Aceptamos. También nos previene: deben encerrarse con llave, porque ha habido robos. Esa puerta que ven ahí –nos señala la puerta de la cocina, donde yo suelo escribir- está dañada, porque intentaron meterse. Al día siguiente, David pasa por nosotras a la hora del almuerzo. Nos lleva a casa de Lucas. Pero el almuerzo no es ahí. Subimos en su camión y nos lleva por un camino de tierra, apartado. Bajamos en una estepa. ¿Qué es aquí?, preguntamos. Esta es mi casa de retiro, donde me escondo de mi mujer, dice el muy sinvergüenza. Entramos y vemos con sorpresa que las paredes están llenas de fotos de chicas desnudas.

Es un bulín, un cobertizo escondido. Hay herramientas y huele a aceite de carro. Lucas y David insisten en que bebamos vino. El español empieza a contar chistes sexuales, mientras el mexicano se ríe de cualquier cosa. Ayelén y yo nos levantamos. Ella está furiosa. Ahora mismo nos largamos de este pueblo, dice y me agarra de la mano. Salimos casi corriendo. Ellos van detrás de nosotros pidiendo que volvamos.

Hacemos las maletas. Salimos a la carretera, tomamos el bus rumbo a Valencia para encarar a Lucas. Lo citamos en un café del centro. Al principio, el hombre está reticente a devolvernos la plata. Pero sabe que soy periodista y le recuerdo que tengo amigos en medios, en España. Lo amenazamos con sacarle una nota en la prensa. No le queda más remedio que ceder. Nos devuelve todo el dinero. Ayelén se va para Barcelona. Ese mismo día, en Valencia, conozco a Sergi Tarín, un periodista de mi edad que busca compañero de piso. Sergi es alto, rubio, de ojos grandes y largas pestañas. Me muestra el departamento, que queda en el quinto piso de un vetusto edificio de gitanos. La vecindad es mala, el lugar es pequeño. Pero eso no importa: el Mediterráneo está a dos cuadras y desde el estudio hay una impresionante vista del mar.  Sergi es amable, tiene una enorme biblioteca y le encanta el vino. Me quedo, le digo. Y es aquí donde escribo Pedro Máximo y El círculo de tiza, mi primera novela.

Al otro lado del río


Reportaje publicado en Revista Mundo Diners #352
Por Marcela Noriega
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Cuando todo está oscuro y la Santay es un tibio silencio, el Tintín –un enanito cabezón que en las fábulas montubias siempre deja embarazadas a melenudas y cejonas- suele lanzar silbidos ululantes. Dicen que cuando le gusta una mujer es capaz de dormir a todos los que están alrededor de ella de un solo chiflido. Pero no solo el Tintín ronda en las noches, también están la Tintina –sobra decir quién es- y el Duende, ese que hizo huir a una chica de la isla, porque “la perseguía a todas partes”. Benito está sentado en un viejo tronco y cuenta historias de nomos encantados como si fueran viejas noticias.

El sol está por caer. La superficie del río se agita, y él ha amarrado con fuerza su canoa a motor. Pronto subirá a su casa para dormir. En Santay las personas viven en lo alto, como los pájaros en los árboles.

Benito Parrales nació hace 65 años en esta isla rodeada de manglares, humedales de agua dulce y salada, sabanas y pastizales. Su madre murió cuando él era un bebé de tres meses. Lo crió Primitiva Lindao, la mejor de las parteras. El cholo ríe con fuerza y tiene mirada juguetona. Con su camisa estampada y abierta, su pantalón de tela, su machete en el cinto, su reloj bañado en oro y su facha de ganador, no es cualquier pescador. De hecho, a los 65 años, este hombre nacido en Santay es guía turístico, presidente de la asociación de pescadores y tiene un oficio que a cualquier venado espantaría: cuidador de cocodrilos. Sí. Cuida los once cocodrilos que viven en Santay en calidad de atracción turística – hoy por hoy casi la única, si es que a uno no le interesa conocer los cinco tipos de manglar que tiene la isla-.

El padre de Benito llegó desde Santa Elena atraído por el trabajo. Era peón en la hacienda de los “Guzmanes”, uno de los siete feudos ganaderos que existían en lo que todos aquí todos recuerdan como “la buena época” de Santay, esa que empezó en los años 40 y se acabó en los 80 con la expropiación de las haciendas, que estaban dedicadas a la ganadería lechera, a la producción de arroz y a la extracción de carbón.

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En la memoria de Santay el pasado es una fotografía donde todos ríen o, al menos, los más viejos. En el tiempo de las haciendas esto era limpito, construimos casas grandes, había cualquier cantidad de vacas, desayunábamos con leche y había trabajo lo que quiera, la gente de la Península, Durán y hasta de Guayaquil venía acá a emplearse, dice cada uno a su tiempo.

A partir de la venta de las haciendas, a los nativos no le quedó más que volcarse al único empleo disponible: el de pescador. Y empezaron a vivir como lo hicieron los antiguos habitantes del mundo: de la pesca, la caza y la recolección. Las pocas familias de la isla, los Domínguez, los Parrales, los Torres, los Achiote y los Cruz se hicieron diestros con el trasmallo, la calandra y el anzuelo.

“Ahora es que hay esta pobreza. No hay ni peces en el río, cada vez nos tenemos que ir más lejos. Nos vamos un día y nos quedamos dos, tres, buscando pesca. Creo que San Pedro está bravo porque no le hemos cumplido, por eso no hay peces. Queremos hacerle una llave, el altar y sacarlo a pasear en canoa por toditito el río para que esto mejore”, piensa Benito, quien se ha promocionado como el organizador de la fiesta del santo en la que habrá cerveza, aguardiente, guanchaca y bailarán tres o cuatro días.

Lorenzo Achiote, el más viejo de la isla, nació hace 78 años y creció en la misma hacienda de la familia Guzmán. Pasa sus días mirando por la ventana como si con los ojos pudiera atrapar el pasado, pero “hasta los lentes me fallan”, rezonga.

“Yo era bueno, sanito, me cruzaba el río a remo. Rema que rema, rema que rema, desde los 12 años. Y ahora ¡míreme! Antes teníamos leche y queso en el desayuno, ahora no tenemos nada”. Atrás quedaron los días de diversión al otro lado del río, las mujeres, el trago, la pesca, la vida. Un derrame le ha dejado paralizada la mitad del cuerpo. Se levanta como puede, ayudado por su mujer e insiste en enseñar cómo vivía antes, y cree tener en un cartón viejo la prueba de su antigua alegría.

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Su sala está abigarrada, tiene cositas viejas y polvorientas en cada rincón. Pero la única habitación de la casa, donde duermen él, su esposa y dos de sus seis hijos, es un cuadro lamentable.

“Venga vea este cartón lleno de ropa que tengo, yo sí me vestía bien. Venga, vea, para que no diga que soy un viejo mentiroso”, dice. Lo abre y muestra una pila de camisas bien planchadas que parecen no haber sido usadas en mucho tiempo.

“Y toda esta mochila de acá está llena de camisetas. Yo sí era una persona decente, me sabía vestir. Tenía hartas mujeres”.

En el 2001, en el gobierno de Gustavo Noboa, el ya desaparecido Banco Ecuatoriano de la Vivienda le cedió la isla, así como se cede un pedazo de jardín, en fideicomiso a la Fundación privada Malecón 2000. Entonces, todo empeoró para los isleños.

Entre las reglas estaba no pintar las casas de ningún color. “Nos ponían a echarle diésel a las casas para que luzcan amarillitas, no blancas. Nosotros le echábamos diésel, gastábamos en eso, pero luego con el sol se le salía”, se acuerda, no sin coraje, Jaqueline Achiote, una mujer de 46 años, que como casi todas en este lugar apenas terminó la primaria.

No solo eso: si alguien se enamoraba de un foráneo tenía que irse a vivir fuera de la isla. Ningún extranjero podía vivir en Santay. “Nos decían que si nosotros nos queríamos ir a Guayaquil que nos fuéramos, pero que nadie viniera para acá. Nosotros no les hacíamos caso”, comenta Jaqueline. Para ella y para el resto los nueve años que estuvo la Fundación a cargo de la isla fueron tristes.

Quizá lo peor fue que les hicieron derrumbar sus casas –algunas grandes, de madera y con techos de paja- para construir las 56 viviendas gemelas donde ahora viven apiñados y con calor porque todas tienen techos de zinc. Esas casas costaron $1.500 y las tuvieron que levantar con sus propias manos. Con la llegada del Gobierno, la construcción de un eco aldea con casas de 18 mil dólares, paneles eléctricos, el muelle y los senderos elevados, a los isleños les ha regresado la esperanza de que las cosas cambien.

“Nosotros esperamos que el Gobierno consiga mejoras para nosotros. Ahora estamos en sus manos. Eso es mejor, pensamos. Porque la Fundación era privada y no nos pagaba por el trabajo que hacíamos, por rozar, por mantener la isla. Nosotros teníamos que poner nuestra mano de obra”, recuerda Jaqueline, quien es guía y ya está viendo algún cambio significativo. Antes, por cada turista, la Fundación, les pagaba 15 centavos y ahora cobran 1,25 dólares.

Los hombres regresan de la pesca, las mujeres los esperan en las casas con la comida. Los niños juegan en medio de los matorrales. Leonardo, de 9 años, se entrena como guía. “En esa casa venden galletas, en la otra pan de ese que viene en funda, en la otra cola, más allá cerveza”, dice mientras juega con unos imanes que se encontró en un árbol.

Parece conocer cada árbol, cada truco del río. Le divierten los turistas y los pocos curiosos que se asoman a su isla. Él no tiene memoria de las haciendas, está estudiando en la escuela y no quiere ser pescador, sino arquitecto. Aunque entre un carro y una canoa, se queda con la canoa. Leonardo mira al futuro con entusiasmo, aprende a ganarse la vida; estira la mano y dice: es un dólar por el recorrido.

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Engunga, el pueblo sobre el que caen bombas


Por Marcela Noriega

Fotos: Amaury Martínez

Publicado en la revista Mundo DINERS / Mayo 2011

Fulgencio Alejandro Gonzabay murió el 3 de abril de 2011.

 

Un camino polvoriento lleno de baches conduce a una estepa rodeada de cerros. Esta tierra parece un cementerio de árboles. Vacas y caballos se pasean, flacos y derrotados, como si les pesaran los huesos secos. El agua escasea en Engunga, comuna de la parroquia Chanduy, provincia de Santa Elena. Pero esa no es la peor calamidad en este pueblo donde viven unas 730 personas dedicadas a la cacería, a la pesca o a picar leña para hacer carbón. Es la zozobra. En el día o en la noche, aquí se oye el estallido de bombas como truenos. Pero hay otras que caen y no estallan. Se quedan mudas, enterradas. Una de esas casi mata a Fulgencio Alejandro Gonzabay, el hombre de esta historia.

Engunga fue tierra de haciendas ganaderas, pero 1895 empezó la sequía y la ruina. Ahora no es más que un cacerío desértico, lleno de viejos. Los jóvenes han tenido que salir a trabajar fuera. A un costado, está el cerro Colorado, que pertenece a Puerto Engabao. Los comuneros dicen que desde allá el Ejército arroja las bombas.

La mañana del 18 de noviembre de 2010, Fulgencio Alejandro Gonzabay, un hombre que desde los doce años trabaja sacando carbón en estos cerros que se conoce al dedillo, fue a un lugar de la pampa al que llaman La Matanza. Junto a él estaban su hijo Cecilio, de 19 años, su vecino Gregorio Gonzabay y los hijos de este: Juan, de 25, y Oswaldo, de 16. También estaba el perro de los Gonzabay. Oswaldo halló un pequeño artefacto de metal en la tierra. Lo mostró a los demás. Pocos minutos después, hubo un estruendo.

El viento silba fuerte en Engunga, el sol es implacable. Gregorio y Juan salen a recibirnos a la puerta de su casa. El padre narra lo que pasó aquel día.

–Estábamos como a unos 7, 8 kilómetros de Engunga. Nosotros vamos para allá porque por ahí hay una poza y los animales toman agua. Estos muchachos (se refiere a sus hijos) encontraron unos proyectiles, eran como unos fierros viejos. Pensaron que los podían vender. Nos llamaron y nos noveleriamos. Mi muchacho más chico cogió uno y dijo: parece que esta vinchita está sin disparar.

Y lo cogió para jugar. Estábamos todos ahí parados conversando. Cuando les digo a mis hijos: ¡ya vámonos a ver los caballos! Entonces, el chico tiró eso al suelo, y ahí fue que explotó-.

Lo que explotó fue una granada que se encontraba aún activa. A una velocidad brutal, las esquirlas entraron en el abdómen de Fulgencio y le perforaron los intestinos. A su hijo Cecilio, la bomba le dañó un pulmón. Gregorio resultó con heridas en la mano y en los brazos, y Juan en la pierna (le lastimó el nervio ciático). Al único que no hirió fue a Oswaldo.

–Tenía abierto todo esto (muestra la mano y parte del brazo). Me recortaron la carne para poderme coger puntos. Pero a las 8 de la noche yo pude irme del hospital. El resto se quedó internado. Mi perrito, que estaba echadito, de una vez me lo mató-, cuenta Gregorio.

David León, teniente político de Chanduy, fue uno de los primeros en enterarse de la tragedia. Recogió a los heridos y los llevó al hospital de La Libertad. Pero tuvo problemas para hacerlo. En la versión que rindió en la Defensoría del Pueblo, de Santa Elena, León dijo que el responsable de las prácticas era el mayor Gordon, del Fuerte Militar Bolívar de la provincia de El Oro; y que los militares se negaron a prestarle ayuda en el traslado de los heridos.

— Gordon hizo una llamada telefónica para ordenar que obstruyeran la salida del vehículo de la policía donde llevaba a los heridos. Dijo que en el polígono había una enfermera, y que ella les podía dar los primeros auxilios. Estuvimos media hora ahí, los militares no dejaban salir al vehículo. Llamé a la Gobernación, y ellos enviaron una ambulancia”-, relató León.

Ya en el hospital de La Libertad, se hicieron presentes miembros del Ejército, entre ellos la doctora Ana Sánchez Jiménez, quien tiene grado de capitán, contaron los familiares.

–Le dije a esta doctora que cómo nos podían ayudar. Me preguntó la dirección donde vivía, el barrio, y me dijo que no nos iban a reconocer en dinero, pero sí en víveres. Quedó en irnos a visitar.

Pero nunca vinieron ni a preguntar si es que vivíamos o moríamos-, dice Gregorio.

–¿Les avisaron antes de hacer las pruebas?

–No, no vienen, nadie nos avisa.

–A veces estamos de cacería y cuando acuerda empiezan a disparar. Las bombas pasan zumbando por encima de uno, ahí uno tiene que tratar de esconderse, salirse de donde está-, describe Juan.

–Hacen las prácticas 3, 4 días. Esto ya tiene años, señorita. Más antes, en otros años, han disparando de allá para acá. Y nosotros hemos encontrado a nuestros animales muertos. Ya me van matando dos vacas. Esa es la preocupación que nosotros tenemos, de andar cuidando los animales-, dice Gregorio, dueño de 20 vacas y un par de caballos.

***

Fulgencio tiene 50 años, pero parece un delgado anciano. Está chupado, sin fuerzas y le cuesta respirar. Sus ojos estás amarillos. Se alimenta por medio de una sonda nasogástrica, que también sirve para drenar su estómago. Desde finales de diciembre está asilado en el Luis Vernaza.

El director del hospital, Jorge Hurel Prieto, me cuenta que su condición es crítica, que las lesiones fueron causadas por fragmentos metálicos de un aparato explosivo, que lo han operado dos veces y que le han hecho una colostomía –corte en el intestino grueso que se hace para crear una abertura artificial que sirve de sustituto del ano-.

En el hospital de La Libertad, Fulgencio estuvo dos semanas, empeoró y lo llevaron al IESS, porque tiene seguro campesino. Sus familiares dicen que no lo atendieron bien, y lo cambiaron al Vernaza.

Me acerco a su cama, ubicada en la sala de terapia intensiva de la clínica Sotomayor. Aquí la visita solo dura media hora. La enfermera tiene cara de pocos amigos. Le digo a Fulgencio que estuve en Engunga conversando con sus vecinos y familiares. Sus ojos se encienden. Quiere contarme lo que pasó ese día, pero apenas puede hablar.

–Esa mañana fuimos a picar con un hijo leña, y nos reventó una bomba de los militares. Salí huyendo durísimo, dejamos el hacha botada, todo; pero igual me alcanzó. Yo enseguida llamé a un pana por el celular. La sangre me brotaba. Dijeron que nos iban a apoyar, pero hasta la vez nada. Me fueron a dejar botado a Libertad. Me dejaron cuando todavía tenía abiertas las heridas-, dice.

Para, toma aire, continúa.

–Nosotros no tenemos nada, por eso es que ando trabajando en el carbón. Saco unos dos saquitos por día. Los vendo a cuatro dólares. En el pescadito, en cambio, me gano unos 30 dólares a la semana. Mantengo a una niña que anda por ahí y a otro que vive conmigo.

Fulgencio tiene cuatro hijos: Cecilio, que lo ayuda en el carbón; Sixto, que trabaja como albañil; Miriam, que es cocinera en Punta Blanca; Margarita, que no trabaja y Elizabeth.

Salgo de la habitación, y me topo con una carita de ojos llorosos. Es Elizabeth Alejandro, la hija menor. Dice que tiene 17 años, pero parece de doce. Junto a Glenda Cruz, su cuñada, pasan las noches sentadas en un mueble, y se asean en los baños del hospital. Nunca antes habían estado en Guayaquil. Pasaron la navidad y el fin de año en el sofá de la sala de espera. Y aquí siguen.

–Mi casa es de cañita. Vivo yo con mis papás y mis hermanos. Desde ahí escuchamos las bombas, retumbaban durísimo. Hasta de noche explotaban-, dice llena de tristeza la joven con cuerpo de niña. –Mi papá era bien gordo. Un doctor me dijo que va a estar aquí cinco meses o más, porque se tiene que recuperar poco a poco-.

– Los militares fueron como 3 ó 4 días al hospital. Si pedían medicamentos, ellos iban y compraban, pero al cuarto día ya no volvieron. Fuimos a la Artillería en Salinas. Ahí nos dijeron que no nos podían ayudar. Llamaron a Machala y pusieron el altavoz para que escucháramos.

Dijeron lo mismo, que no nos iban a ayudar y que no tenían nada que hacer con esto-, se acuerda Glenda.

***

Miriam Alejandro, la hija mayor de Fulgencio, puso una queja ante la Defensoría del Pueblo, en Santa Elena. La primera audiencia fue el 1 de marzo. La mujer rindió su versión de los hechos.

La acompañó su abogado, Bernardo Manzano, y varios familiares. Por el lado del Ejército, estuvo el mayor Carlos Espinoza. También estuvo David León, teniente político de Chanduy y Douglas Coronel, representante del Ministerio de Justicia.

El mayor Espinoza leyó un escrito en nombre del ministro de Defensa. Dijo que sobre el incidente fue notificada la II División del Ejército Libertad, ubicada en Guayaquil, y también el Fuerte Militar Bolívar de la provincia de El Oro, que es el responsable de estas prácticas en Engabao.

–Niego todos los argumentos de hecho y de derecho señalados en la queja presentada en la Defensoría Pública por la señora Miriam Alejandro Cruz. Solicitamos el rechazo y archivo de la mencionada queja en todas sus partes-, leyó Espinoza.

Las razones del Ejército para negar la queja son: 1) Que los materiales bélicos no corresponden a la munición utilizada por la escuela de Artillería, unidad que realizó prácticas de tiro los días 18 y 19 de noviembre de 2010. La munición o granada que explotó sería antigua, y está en ese lugar desde un tiempo desconocido. 2) Las bombas habrían sido detonadas al ser manipuladas irresponsablemente por los afectados. 3) El polígono de tiro está ubicado en ese lugar desde 1992 con pleno conocimiento de la población; y se trata de un campo militar perfectamente delimitado y destinado sobre todo a prácticas de tiro de calibre mayor. 4) La trasgresión de las medidas de seguridad son de total responsabilidad de quienes las violenten. 5) Se instruyó en esos días para que se prohíba la aproximación o ingreso a esta área.

El teniente político de Chanduy aseguró que a él nadie le avisó nunca de las prácticas de tiro, y que tampoco fue notificado el jefe político ni autoridad alguna de la comuna. Contó que, días después de incidente, él, junto con el jefe político del cantón, comuneros y la policía hicieron un recorrido por la zona del polígono de tiro.

–Vimos que no existía ningún letrero, ninguna franja que pueda señalar que es un campo militar. El polígono de tiro está ubicado en la comuna Engabao de la provincia del Guayas, y los explosivos que no son bien dirigidos pasan a la comuna Engunga. Esos territorios en ningún momento han sido cedidos al Ejército-, dijo León.

–Yo, como abogado, estoy acostumbrado a ver que los culpables niegue la culpa. Pero sí me sorprende que, además de negarla, se la endilguen a las víctimas-, comentó el abogado Manzano, quien pidió una indemnización, aún no cuantificada, para la familia de Fulgencio y exigió que se sancione a los responsables.

Douglas Coronel, representante del ministerio de Justicia, ordenó a los militares que prueben que existe señalización, que avisaron a la comunidad y que hicieron el barrido. Y sobre la propiedad de la tierra indicó que las comunas tienen derecho a recuperar sus territorios ancestrales y que cualquier tipo de apropiación sobre el terreno comunal debe adecuarse a la nueva Constitución.

–No queremos recurrir a instancias internacionales para que el Estado asuma la responsabilidad que le compete. Este caso debe servir para que las Fuerzas Armadas mejore sus procedimientos-, dijo Coronel.

8 de enero, Engunga.

Vamos a la comuna para recoger testimonios y hacer fotos del lugar de la explosión. Nuestros guías son Roberto Célleri, un cazador de venados que ha visitado la comuna desde hace 40 años, y su hijo de igual nombre. El camino culebrero. Queremos llegar al sitio donde ocurrió la explosión. Los Célleri, junto a Eulogio Gonzabay, un compadre de ellos, van adelante en un San Remo; nosotros los seguimos en un Chevrolet Aveo.

Es sábado. Nos internamos en la pampa por una ruta que se llama Camino al Manantial, una media hora adentro de Engunga.Vemos agujeros en la tierra y esquirlas de bomba de todos los tamaños esparcidas. El viento ha tirado al suelo una cinta que dice: peligro, campo minado. No hay ni un solo militar. Nadie que prohíba el paso. Nos cruzamos con personas que pastorean sus vacas. En auto, en caballo o a pie cualquiera puede transitar libremente por este lugar.

Vemos el esqueleto de un perro y su pelaje. Creemos que se trata de la mascota de Gregorio. Hay muchas esquirlas y pedazos de vidrio alrededor. Este es el sitio, no hay pierde, dice Eulogio. Es peligroso estar aquí, en cualquier parte podría haber bombas sin explotar.

–Por la loma de Chimuela hay una bomba que está sin explotar-, nos dice Elogio. ¿Quieren ir a verla? Todos queremos. Nos adentrarnos en este laberinto polvoriento al que llaman Pampa de la Matanza. Vemos más agujeros y esquirlas. Después de andar como una hora, aparece semienterrada una bomba entera, es verde y tiene como de 20 centímetros de diámetro.

–Yo estuve preguntando qué grandura tenía la bomba. Mi tío la midió, me dijo que tenía 60 centímetros. Una de estas ha hecho pedazos a las vacas, la otra vez encontramos una así, hecho fleco. Esto cae donde quiera, hacen unos huequísimos-, dice el compadre Eulogio.

–Niego la irresponsabilidad que señala la señora Miriam Alejandro cuando indica que el personal militar no realizó el barrido de la zona, pues esto es una medida de seguridad que es tomada inmediatamente después de tales entrenamientos para ubicar y destruir munición no detonada-, dijo el mayor Espinoza cuando rindió su versión. Sin embargo, más de dos meses después de que los militares terminaran las últimas pruebas, los restos de los explosivos aún continuaban en la tierra.

 

 

La Aguadita, el pueblo que se niega a morir de sed


Texto publicado en SOHO, abril de 2011

Por Marcela Noriega / Foto: Gabriel Proaño

El único pozo de La Aguadita permanece seco

El viejo Volkswagen peina la antigua ruta del sol. Vamos con rumbo oeste. Paramos en una gasolinera, detrás de una larga fila de autos. Es un sábado propicio para ir al mar. Tanqueamos y llenamos una poma de plástico con más combustible, por si acaso. Compro un par de botellas de agua. Hace mucho calor. Diógenes Efraín me ha llamado un par de veces para preguntar por dónde estamos. Cuando nos parqueamos al pie de su casa, en Santa Elena city, él aparece radiante, como un niño el primer día de clases. Va en camisa blanca, pantalón de tela y lustrosos zapatos de vestir.

–Este carro es muy bajo, no podremos subir la montaña-, nos advierte. Su esposa nos ofrece un jugo. La casa es pobre; una desgastada hamaca cruza la sala de cemento cuarteado. Sobre una vetusta mesa, hay un televisor. Desde ahí, el primer mandatario le habla al país o, al menos, al país en el que nació Diógenes, ese que está por enseñarnos. Escondida detrás de su pierna, la más pequeña de sus nietas sonríe.

–Bueno, vámonos-, dice.

Diógenes Magallanes Ramírez es un hombre alto y fuerte, de mirada tan café y tan viva como la un venado. Nació hace 58 años en La Aguadita, comuna que pertenece a la parroquia Colonche, provincia de Santa Elena. Cuatro generaciones de Magallanes han vivido ahí. Es un sitio perdido, semi desértico, detenido en el tiempo. Los que aún permanecen en el pueblo no son personas comunes, son sobrevivientes.

Tomamos el camino que va a Colonche. Serán dos horas hasta llegar a la comuna. En el paisaje los colores mutan; los verdes quedan atrás y aparecen los ocres. El mar deja de verse por la ventana; lo reemplazan cactus y ramas secas. La sed arrecia. El polvo tiene la costumbre de alojarse en la garganta. Bebo toda el agua que tengo, pienso que allá habrá tiendas. Llegamos a Palmar. Viramos a la derecha y avanzamos cuarenta kilómetros más. La ruta es agreste, el estómago del viejo Volkswagen sufre varios golpes. Diógenes tenía razón.

Pasamos la iglesia Santa Catalina de Colonche, una hermosa construcción en base de madera que data de 1537. Luego, están las poblaciones de San Marcos, Sevilla y la antesala de La Aguadita: Campo Blanco, donde viven un par de hermanos de Diógenes.

–La Aguadita siempre ha sido un pueblito solo, lejos de todo, sin las atenciones necesarias. Siempre vivimos a oscuras, nos alumbrábamos con candil-, va contando mientras damos pequeños saltos-. Los alimentos los teníamos que salir a buscar en burro a Colonche o al Azúcar. Viajábamos 22 kilómetros. Esa comida nos duraba una semana. El agua la traíamos por barril. Traíamos veinte, treinta burros llenos de agua al pueblo para poder tomar, porque en verano el agua del único pozo que había se secaba. El camino era pésimo, nos demorábamos un día en traer el agua-.

El viejo Volkswagen cae en baches, esquiva las piedras.

–¿Era un camino como este?

–No, pues. ¡Esto es una autopista!

***

Los Magallanes provienen de Lima. El primero en llegar a Ecuador fue el tatarabuelo de Diógenes, pero se asentó en Portoviejo. Dice Diógenes que su abuelo, José, fue quien fundó La Aguadita hace unos 250 años. Él encontró el acta de fundación de la comuna, en Quito, y la guarda como si fuera el retrato de su madre. El viejo José vivió 105 años; buena parte de ellos se dedicó a hacer hijos. Tuvo 14 y llegó a tener 264 nietos. De ahí salieron las familias que poblaron el lugar: los Magallanes, los Ramírez, los Matías y los Malavé. Cuando Diógenes nació vivían en el pueblo unas 180 personas que se dedicaban a la ganadería.

El papá de Diógenes, Octavio, y su mamá, Amada, se conocieron en Colonche y se fueron a vivir a La Aguadita. Para no perder la costumbre tuvieron 15 hijos: Alejandro Euclides, Augusto –murió de niño-, Dora Esperanza, Elacio Esteban, Leonardo, Dioselina, Ángel Onofre, Francia Azucena, Blanca –murió el año pasado-, Diógenes, Kléber, Alba, Andrea, Norma, Elsa. Los hijos de ellos son incontables. Diógenes solo tuvo cinco, porque ya en Santa Elena se compró un televisor.

–No ve que en la cama la persona es intentuosa-

–¿Intentuosa?-

–Sí, o sea que el intento está siempre allí. Y sí o no que eso es lo más rico para el ser humano. Porque si no ¿para qué se vive?

Después de 16 novias, este galán peninsular se casó a los 28 años.

***

Leonardo, hermano de Diógenes, tiene 67 años y jamás abandonó La Aguadita. Vamos a su casa, que queda a unos pasos del viejo pozo del que bebieron las cuatro generaciones. El viento nos libra un poco del calor espeso que se siente. Aquí nadie ofrece nada de beber. No es que no sean hospitalarios, es que no hay nada qué beber. La gente sale de sus casas de caña, nos miran extrañados, nunca viene nadie por aquí. Los chivos hacen sus ruidos, una vaca raquítica cruza.

— Los padres sufrieron mucho, nosotros sufrimos mucho, señorita. Nuestro pueblo ha sido el más olvidado de la provincia, creo que del país-, me dice Leonardo, quien como la mayoría de hombres de este lugar va sin camisa, no porque se crea sexy, sino porque el calor es insoportable-. Entonces, como si fuera desgranando una mazorca va contando sus recuerdos.

— En tiempo de mi padre salíamos en burro. Nosotros llorábamos cuando mi padre nos mandaba a traer los alimentos o el agua. En veces nos hacíamos un día hasta encontrar agua. La traíamos en barril, para tomar y para la cocina. Nos duraba 4, 5 días. En veces no nos bañábamos porque no había agua. Nos turnábamos: hoy tomaba agua la gente, y al otro día los animales. En veces no había agua tres días, la gente tenía que irse a buscar a otros pozos lejos-.

Diógenes lo interrumpe.

— En el 65 se murieron todos los animales, fue cuando hubo la sequedad grande. Aquí solo se quedaron los berracos, como él-.

Sí, porque hasta Diógenes se mandó a cambiar. Apenas cumplió los 18 años y se fue a Santa Elena. Allá empezó a militar en la Izquierda Democrática y aprendió cómo organizar a la comuna.

Leonardo prosigue.

–Me quedé con mis chivos, los iba vendiendo y tenía cómo pasar. Pero los animalitos de todos se murieron, eran miles. Éramos un pueblo ganadero.

–¿Y por qué se quedaron sin agua?-

–Fue por causa de la tala de los árboles-, contesta Diógenes.

–Ah claro, sí-, confirma su hermano. Todas estas cosas ocurrieron hace más de 40 años. ¿Te acuerdas? Era un martirio tan grande.

Alguna vez aquí hubo mucho ganado, voluptuosos inviernos y tierras fértiles. Pero la gente empezó a talar la madera y poco a poco terminaron con el bosque, así empezó a morir el pueblo. Casi todas las 180 personas que vivían en La Aguadita se fueron en el 65, cuando el pozo y las lluvias se achicaron. Cada cual cogió su rumbo. Lo mismo pasó en Carrizal, un pueblo cercano, donde vivían unas 200 personas. No quedó nadie.

Y así como en la historia bíblica, la gente se fue a buscar la tierra prometida a otra parte y abandonó su lugar de origen. Entonces, llegaron los invasores.

–En el gobierno de Febres Cordero empezaron a llegar los invasores. Gente que tenía dinero y pensaba que podía hacer con estas tierras lo que quisiera. Sufrimos en ese gobierno y en el de Bucaram. Nos quitaron lo que era nuestro por herencia-, dice Diógenes, quien luego de 40 años en los que no faltaron peleas, amenazas, persecusiones, intentos de soborno y hasta la cárcel, ha conseguido recuperar las escrituras de las tierras ancestrales que les pertenecen.

–Ahora es que la gente está volviendo al campo, porque el Gobierno nos están haciendo las vías, nos está alumbrando, nos van a dar canales de riego, agua potable. Para que toda esa gente que está en otro lado busque su pueblo. Porque Dios dijo que el hombre tiene que vivir de la tierra. Nosotros queremos rescatar La Aguadita para que la generación que viene detrás de nosotros sobreviva. No hay trabajo para nuestros hijos en la ciudad. Allá solo les espera la cárcel o la muerte. En cambio acá no les cuesta nada la carne, el huevo, la leche, solamente tienen que trabajar la tierra. Si es que ellos quieren vivir como personas honestas tendrán que venirse-, dice Diógenes muy en serio.

Hasta ahora no ha convencido a ninguno de sus hijos. Pero asegura que sí ha convencido a muchos amigos de la ciudad de que separen su parcela. La idea de Diógenes es hacer un pueblo nuevo con gente que vaya y trabaje la tierra para que el Gobierno les construya los canales de riego y la carretera. Él les ofrece terrenos de diez por 25 metros a cambio de que se comprometan a cultivar.

***

La Aguadita es una estepa. Aquí no hay calles, no hay tiendas, nadie vende nada, salvo chivos. Son 18 casuchas desperdigadas en un terreno polvoriento. Cualquier cosa que uno tenga, desde un celular, pasando por un cuaderno o una cámara de fotos, es una riqueza. Pero el mayor tesoro siempre será una botella de agua.

Podría decirse que María Isidra Flores, una anciana de 82 años, vive diagonal a Leonardo, el hermano de Diógenes. Ella nació en Sube y Baja, pero a los 20 años se enamoró de un tal Federico y se fue a La Aguadita. Tuvo una docena de hijos.

–¿Por qué tantos?-

–Así es en el campo. La costumbre era que los hombres a las 4 de la mañana tomaban el desayuno. A las 5 cogían el hacha y el machete. Caminaban dos o tres horas adentro en la montaña. A las 7, 8 empezaban a trabajar. A las 6 de la tarde regresaban al pueblo, y a esa hora se ponían a hacer hijos. A las 8 vuelta ya estaban durmiendo. Y vuelta lo mismo a las 4 de la mañana.

–¿Y cómo ha sido su vida en este pueblo?

— Siempre ha sido seco. Para mantener a los animales uno tenía que coger una mata de cardón –es un cactus gigante, espinudo que por dentro tiene agua fresca-, pelarla, sacarle las espinas y darles eso para poderlos mantener un poco más, si no se morían. La gente aquí se acostumbró a sufrir-.

***

Elacio tiene 70 años y vive junto a su esposa, Cristina Matías, y su hermana, Dora, en Campo Blanco, a unos diez minutos de La Aguadita. Ahí, sobre lomas desiguales y entre tachos vacíos, viven 14 familias. Pareciera que lo único que se mueve en este sitio es el viento. La gente está aletargada, son como frágiles cuerpos sin ilusión.

Elacio y Dora son hermanos de Diógenes. Ellos también abandonaron el pueblo, pero volvieron.

— Yo me casé jovencísimo, a los 17 años. Mi señora no completaba los 15 años. Tuvimos doce hijos. Nos fuimos a Libertad para que los hijos aprendieran aunque sea a hacer algo. Volvimos después de 40 años, porque el negocio que tenía se dañó. Yo vendía gas, repartía a todos los restaurantes, pero vinieron las cocinas modernas y ya no vendí más. Ahora, el Gobierno nos regaló 800 chivos para toda la comunidad de Campo Blanco y La Aguadita, y nos dedicamos a criarlos. También tenemos unos pavitos. Pero estamos sufriendo por el agua-, cuenta Elacio.

El municipio de Santa Elena envía agua a estas comunas, pero no es suficiente. Muchas veces ellos tienen que pagar el flete del tanquero, que cuesta 35 dólares. Dos semanas les dura el agua. O sea que deben reunir entre las 14 familias 70 dólares mensuales.

Un pavo de largas plumas se sube al techo del viejo Walkswagen y lo caga. Cristina Matías limpia.

–Antes era peor. A veces no teníamos agua ni para tomar. No lavábamos la ropa, no nos bañábamos-, se acuerda Cristina-. Desde pequeños nos acostumbramos a tomar poca agua, y agua salada, porque era la que sacábamos del pozo-.

–A los 40 años vinimos a probar lo que era el agua dulce-, la interrumpe su marido.

La sensación de la sed es una de las peores que pueda soportar el ser humano. Solo de escuchar sus relatos, una ansiedad por beber me atormenta. Prefiero cambiar el tema, y hablar lo menos posible.

–¿Fueron a la escuela?

–Yo no sé leer-, confiesa él-. Ella sí un poco, porque fue a un programa de alfabetización-.

— No íbamos a la escuela, porque estaba a cinco horas caminando-, explica Cristina un poco avergonzada.

–¿Y el mar queda lejos?

— Sí, está a 35 kilómetros siquiera. De pequeño mi papá me mandaba a Palmar a conseguir pescado, ahí me bañaba yo en el mar. Iba en burro, se hacía lejísimo. Salíamos a las once, doce de la noche y amanecíamos allá-, dice Elacio.

–Eso fue durísimo. Nosotros hemos sido pueblos olvidados. Ningún gobierno ha mandado a nadie. Ahora hasta usted ha venido. Ni en sueños hemos visto a una periodista-, dice Diógenes con inocencia.

Pero Dora, la hermana, sabe que lo más importante es el agua, y no está dispuesta a hablar de cosas menores.

–Queremos que el Gobierno nos mande agua. Yo le matara un pavo para que se comiera el Gobierno, con tal de que nos dé agua-, grita desde una hamaca.

–Sí mandan el aguita-, dice bajito Elacio.

–Pero falta más para poder sembrar el tomate, el pimiento, la yuca, el camote, el limón, la maricuyá, el pepino, porque de todo se produce aquí, señorita-, replica ella en alta voz.

–Eso es verdad. Aquí teníamos hasta lechuga, col, zanahoria-, coincide Elacio.

–Lindas yuquísimas sacaba mi papi-, dice Cristina. Mi papito sembraba cuando llovía-.

–Siéntese nomás señorita-. Dora me ofrece un lugar en su hamaca que cuelga de los palos de la casa de caña.

–No, gracias-. Tengo la garganta seca y lo único que quisiera es un poco de agua, pero prefiero no pedir. La cerveza que me tomo en Santa Elena, al atardecer, me sabe a gloria.

Chunchi, el pueblo de los niños suicidas


A Luis la muerte lo tienta; le hace creer que su padre estará del otro lado. Su prima Lourdes se decidió y lo hizo. Su amiga Martha está pensando en hacerlo. Todos fueron abandonados por sus padres. Los chicos en este lugar de la serranía ecuatoriana tienen ganas de morirse.

Foto de Amaury Martínez

Hagamos un minuto de silencio por Lourdes, la última chica suicida de Chunchi. La que casi se gradúa del colegio, la que casi es abanderada, la que casi estrena el vestido que se acababa de comprar, la que casi se va a Estados Unidos a buscar a sus padres. La vida para muchos niños en Chunchi es un casi. En este pueblo, donde la neblina en invierno es tan densa que no deja mirar a los ojos, los jóvenes están buscando en la muerte una opción para huir. Este frío rincón indígena, rodeado de elevaciones, mesetas y valles, regado por tres ríos y devoto de María Auxiliadora, queda en el extremo sur de la provincia del Chimborazo. Aquí viven Teresa y Luisito, primo de Lourdes y suicida en ciernes.

Luis es más frágil, más triste y más viejo que cualquier chico de su edad. Camina encorvado, como si cargara una gárgola sobre sus espaldas. Tiene 15 apenas, pero habla de la muerte como veterano de guerra. No alcanzó a conocer a su padre. Él piensa que vive en el cielo, allá donde sueña ir. Su madre abandonó a Luis cuando tenía 3 añitos. Su hermana mayor tenía 7 y el más pequeño solo 8 meses. Se fue a Estados Unidos, allá se hizo de otro hombre y tuvo otros hijos. Los cinco que dejó en Chunchi nunca volvieron a verla.

He oído que las perras se comen a sus cachorros. Esta no se los comió de un mordisco, les fue matando el alma de a poco.

En junio de este año Luis se cortó las muñecas, y en septiembre tomó veneno para ratas. Del último intento casi no regresa. Estuvo inconsciente y cinco días hospitalizado. Su abuela y sus hermanos lo cuidaron. Su madre, por teléfono, dijo: si se muere que se muera, ya he de mandar para el entierro.

Teresa es pequeña, pero su alma es inconmensurable. Le cabe en ella cada uno de los niños de su enorme mundo: el colegio nacional 4 de julio, de Chunchi, en el que se educan unos 700 chicos, entre ellos “su” Luisito. Esta riobambeña es solo la profesora de inglés, pero según los alumnos “es la única que los escucha”. Quisiera salvarlos a todos, pero lucha contra la tristeza de los niños y la indiferencia de los grandes. Más de 60 chicos se han suicidado en los últimos 5 años en este pueblo, dice una encuesta del municipio. No han sido contados los que lo han intentado. “Son muchísimos”, asegura la teacher.

La primera vez que Teresa conoció a Luis, ella le pidió que escribiera su nombre y cómo se sentía en un papel. “Me voy al cementerio y busco de tumba en tumba la respuesta de mi padre y no la puedo encontrar”, fue lo que escribió. Tenía solo 12 años.

Pero sus cartas se han vuelto más terribles con el pasar del tiempo.

De: Luis

Para: Mi querida mamita Teresita que le extrañaré

Hoy viernes 18 de junio quiero saludarles a toda mi familia y estas significan mis últimas palabras. Ya no puedo seguir sufriendo más, ya no quiero tener más problemas con nadie (…). Yo quería tener grandes sueños y metas, pero nunca he tenido el apoyo de mi familia, apenas la he tenido solo a usted. Mi vida ha sido siempre dura, por eso creo que al lado de mi papá estaré feliz. Yo sé que todos me dirán cobarde, pero nadie sabe la tristeza que lleva mi corazón, mis amarguras y mi soledad (…). El último favor que puede hacer por mí es tener esta hoja hasta el último día de mi vida, ya que después el aborrecido se acabará. No perdono a mi madre por abandonarnos de esa forma y por dejarme solo (…). No le quiero hacer sufrir, pero no hay otra oportunidad de despedirme. Le quiero mamita Teresita.

***

Lo malo de Dios es que está en las nubes. Luisito vive a 2.280 metros sobre el nivel del mar, y aún así no logra alcanzarlo. En su casa, él no ha sido el único que se ha querido matar. “En mi familia ha pasado bastante. Mis dos tías se han tomado veneno. Y mi tío cuando tenía 12 años también intentó suicidarse”. Seis de sus 8 tíos de parte de madre están en EE.UU. Y de parte de padre, están 4. Todos dejaron a sus hijos en Chunchi.

Dicen que Lourdes era la mejor alumna de sexto curso, que siempre tenía dinero en el bolsillo, ropa bonita, el mejor celular. Sus padres la abandonaron hace más de 15 años. En julio tomó veneno para ratas y murió.

―Era una niña sumamente triste. Siempre lloraba y me decía: yo cambiaría todo lo que tengo por una familia, por unos papás―, empieza a contar Teresa.

―Ese día yo estaba en el colegio hablando con una alumna que tenía cortaditas sus manitos, eso es muy común acá. Lourdes llegó con su grupo de amigas y me dijo: “teacher, queremos hablar con usted”. ―Sí, mija, pero espera…

Terminé y me fui a hablar con ellas. Me contaron que, por broma de sexto curso, se habían cogido algo ajeno, una blusa. En todo el pueblo las llamaban ladronas. En el colegio las querían sancionar. Les dije: tranquilas, yo me encargo. Así que, por la tarde, fui a buscar a la señora dueña del objeto robado, pero no la encontré. Tenía una reunión en el colegio y me vine. En eso me llama Luisito y me dice: ―teacher, la Lourdes se tomó veneno―.

―Sus padres enviaron dinero para que la enterraran, pero ni siquiera vinieron―, dice Luis, baja la cabeza y de pronto se parece a un antiguo ceibo del que cuelgan largas lágrimas.

***

El primer día de clases, la teacher les hace escribir a los niños sus nombres y con quiénes viven. En sus manos tiene los papelitos: “vivo con mi tía y mis abuelitos”, “vivo con mi abuelita”, “vivo con mi tía”, “vivo con mis abuelitos”, “vivo con mi hermana”, “vivo con mis hermanos”, “vivo con mi abuelita”, y así… sin parar.

Andrea, una de las mejores amigas de Luis, vive con su abuelita. Tiene 14 años y un semblante frío y distante. Su madre la abandonó a los cinco meses de nacida. Sus padres se fueron a EE.UU., allá se separaron y tuvieron otros hijos. Ocho hermanos de su mamá están allá. La última vez que su padre la llamó fue en diciembre para su cumpleaños. No recuerda cuándo fue la última llamada de su madre, pero sí lo que le dijo: ―Olvídate de que tienes madre―.

Pero a ella no la doblega la tristeza, prefiere no pensar en sus padres. Y la única vez en que se le pasó una idea suicida por la mente, ella la espantó con esta pregunta: ― ¿para qué voy a morir, si cuando alguien se mata, la gente se acuerda un mes, y luego se olvidan?

― ¿Tienes compañeras que han tratado de quitarse la vida?

― Sí, eso es muy común acá. Incluso la chica que anda conmigo y con Luis, Martha, me dijo que se quería quitar la vida, porque sufre mucho.

Martha, de 15 años, entra con su uniforme y peinado impecables y pide que salgan Luis y Andrea. Nos quedamos a solas en una salita donde hay mapas, útiles escolares, dibujos y mucho color.

― ¿Dónde vives?

―En un pueblito que queda a 30 minutos de Chunchi.

― ¿Con quién?

― Con mi tía y mis primos.

― ¿Y tus papás dónde están?

― Mi papá ya se vino de Estados Unidos, estuvo allá 12 años. Pero no vivo con él. Mi mamá todavía está allá, se fue cuando yo tenía unos 8 años.

― ¿Por qué se fue?

― Es que mi papá se dedica al alcohol. Él se había ido a EEUU primero. Nosotros somos 4, y mi papá no nos mandaba dinero, nada de nada. Entonces, mi mamá se fue para allá. Vivieron un tiempo, pero mi papi le trataba mal a mi mamá, le pegaba, la quería matar. Ahora mi mami vive sola.

― ¿Con quién vivían acá?

― Mis dos hermanos pequeños con mi tía de parte de papá, y los dos mayores con mi tía de parte de mamá.

― Ahora que tu papá está acá ¿las cosas han mejorado?

― No, porque igual se dedica a estar solo tomando. Los sábados me voy en la tarde a verle, no sé qué le pasa, de la nada me quiere pegar. Siempre está borracho. Según él, regresó porque quería cuidarnos, pero era mentira.

― ¿Has tenido momentos de depresión?

― Sí. Es que a veces uno se siente sola. Porque, en mi caso, tengo papá, pero es como no tenerle. He pasado sola, triste, alejada, sin apoyo. Y a veces me pongo a pensar que me quiero matar. Después pienso que por qué voy a hacer eso.

Seis de los once tíos de Martha están en EE.UU. A ella la cuida una tía, que también tiene a cargo a otros cinco sobrinos, y a sus propios hijos. Nueve niños y adolescentes en total.

 

Fotos de Chunchi tomada de la web GoRaymi

***

Reunión de padres de familia de primero B.

Son las 3 de la tarde de un frío día de septiembre. Lo de “padres de familia” es un decir, porque pocos son los papás y mamás presentes. Uno a uno se levanta. “Soy la abuelita, los papitos no están aquí”. “Soy la hermana, los papás no pudieron venir”. “Soy la tía, los papitos están fuera del país”. “Soy el hermano”. “Soy el tío”. “Soy la abuelita”. “Soy la hermana”. “Soy el hermano”.

La mayoría tiene rasgos indígenas y apellidos como Tenesaca, Pilahuapa, Guamán, Chuji, Muyulema, Yupa. Muchos llevan poncho, moño y sombrero. Un perro se pasea por el aula. Una neblina helada baja desde la montaña y se mete por los huecos en los ventanales.

Los pupitres están recién pintados. Pero faltan seis. Esta reunión es para nombrar la directiva del curso y organizar una colecta para comprar bancas. La teacher pide apoyo. “Ustedes tienen que ser responsables con sus niños durante todo el año, no los dejen solos. Pongamos entre todos para comprar las bancas que faltan”.

― Yo creo que no hay que hacer ninguna colecta, porque ellos van a estar aquí solo un año. ¿Por qué vamos a comprar bancas para que usen los que vienen después? Un poco de incomodidad no hace daño―, dice un señor de rostro en piedra. Los demás lo apoyan. Seis niños tendrán que doblarse para escribir sobre sus piernas.

Luisito: ―La gente en Chuchi es cerrada, no podemos hablar de que estamos tristes, porque nadie nos comprende. La gente que viene de fuera más bien es la que nos escucha.

Aun así, Teresa tiene esperanza. Siempre se acuerda del primer chico que conoció, hace 8 años cuando llegó a este colegio.

― Era mi alumno. Su madre lo había dejado abandonado en un árbol cuando era un bebé. Me hice cargo de él. Después, gracias a Dios, una familia lo adoptó en Quito y se recuperó. Hace unos 6 meses yo estaba en la terminal, y sentí que alguien me abrazó por la espalda. ¡Era él! Ahora está estudiando y tiene una buena vida. Por él yo empecé a ayudar a otros niños―.

Teresa tiene 150 alumnos en diferentes paralelos.

― De los 150, los que estamos botados somos unos 120, si no, es más. La mayoría no tiene ningún afecto ni cariño, porque nuestros padres ya tienen otros hijos allá. Nosotros no somos como las demás personas, nunca vamos a tener una madre―. replica Luis. Él piensa en su mamá, a veces con rabia, otras con un amor que no ha logrado matar.

Luis tiene que volver al aula. Siento que no lo está logrando, que no lo logrará y un puñete se me planta en la garganta. Lo abrazo y le digo que la vida es hermosa. Me mira, sé que no me cree. En sus ojos hay una tristeza tan grande como una verdad. “No tener el cariño de nadie es como ya haberse muerto”, me dice y se va.

 

Texto publicado en la revista SOHO 2010.

        

El Job de San Mateo


 Esta pequeña caleta de pescadores se ha hecho famosa por las historias de los “niños peces”. Desde hace años, José y Cruz ―que no son niños ni son peces― soportan la presencia de cámaras, periodistas, políticos y organismos que prometen ayuda, intrusos y curiosos. Están más que hartos.

***

Un día, Dios hace una apuesta con el Diablo. Satanás está seguro de que hasta el más creyente del mundo puede blasfemar contra el Todopoderoso si él lo tortura.

Dios, por capricho o aburrimiento, quiere probarle que se equivoca. Le dice que lo intente con Job, el más bueno de todos los hombres que por esa época vivían.

Pan comido, piensa el diablo y se caga de risa. Va y mata a todos los hijos e hijas de Job, a sus criados, a sus ovejas. No le mata a la mujer para que lo siga jodiendo. Y no contento con eso, le envía una sarna maligna que cubre de costras su cuerpo, desde la planta del pie hasta la coronilla de la cabeza.

Job sufre como un condenado. No tiene paz, solo dolor y una picazón insoportable. Se rasca día y noche. Se revuelca en el polvo como una gallina. Sus amigos se alejan, se burlan, lo critican. Pero él nunca reniega de Dios.

Tengo a un Job delante. Está sentando en la puerta de su casa, rascándose la piel llena de algo muy parecido a las escamas de un gran pez, escamas que pican, que arden cuando se secan, sangran, se infectan y, a veces, supuran.

Sus padres, Vívida Yolanda, lavandera, y Jorge Isaac, pescador, murieron cuando era un adolescente. No perdió bienes ni hijos porque nunca los tuvo. Tampoco ovejas ni criados. Este es un Job de nacimiento que nunca tuvo nada más que pesares. Se llama José Jorge y se apellida López Franco. Tiene 41 años.

Bajo la cabeza como los perros cuando quieren entrar a una casa y no son bienvenidos. Esta tiene techo de zinc, una puerta de fierro negro, y el número 309 pintado en blanco. Estoy en el barrio La Paz, de San Mateo, a 15 minutos de Manta, el pueblo de pescadores donde nacieron y viven José y Cruz Adelina, su hermana de 45 años.

Me quedo afuera esperando. Él ni me mira, le mosquea mi presencia, como la de cualquier extraño, más si sabe que tiene el oficio de entrometido profesional.

San Mateo está a mis espaldas con sus lomas lisas, su enorme mar, sus redes, sus lanchas, sus casuchas de caña, sus casotas de cemento, sus cantinas, su música rocolera, sus recovecos polvorientos, su aridez.

La casa de José y Cruz queda en una pendiente. Las calles aquí son de tierra. Unos pocos perros flacos y unos niños, casi desnudos, corren por ellas. El aire es liviano, el aliento del mar lo purifica y se puede sentir en todo el lugar, donde viven
unas 500 personas.

¡Pase, pase!

La voz proviene de adentro. Es Cruz, una mujer pequeñita, de aspecto también huraño. Entro al humilde lugar de paredes blancas y piso perfectamente barrido. Unas fundas de cachitos, papas fritas, caramelos, chupetines y demás cuelgan de un estante. Más allá hay productos de limpieza, pintalabios, esmaltes de uña. Todo de venta. En esta casa no hay espejos, no hacen falta. A veces es mejor no mirar.

Les hablo, les sonrío, intento ser amable. Ellos no me quieren ahí, y se les nota.
Sé muy bien que están cansados de los periodistas, solo vine a conversar, a ver cómo se sienten. También les traje esto. Saco del bolso unas cremas bastante caras.
Sí, esas son las que tenemos que usar, dice Cruz, aún con el ceño fruncido. Le gusta verse más grande de lo que es, por eso encaja una silla de plástico en otra y solo entonces se sienta. Lleva un gracioso moño fucsia que le recoge el poquísimo pelo.

José se hace el loco. Está descalzo, sus pequeñas zapatillas de plástico descansan a su lado.

Les cuento una historia de una vez en que el periodismo ayudó a alguien que sufría. Ella me escucha por educación, pero parece no creerme. Yo sigo hablando como si fuera una vendedora de enciclopedias que no sabe vender.

Siempre vienen, nos sacan fotos, ¡no queremos más fotos! gruñe ella. José, impenetrable y callado, mira hacia el mar.

¿Y qué es lo que quiere?, ataja Cruz.

Nada, solo conversar un poco sobre, por ejemplo, cómo es vivir cerca del mar, digo. Cruz no contesta. Se va a la cocina a revolver la sopa de queso. Debe medir un metro cincuenta; es delgada, recta como una regla.

José, al fin, habla, sin mirarme.

Nosotros nacimos allá, en la punta de la playa, al pie del mar, dice señalando hacia el océano. Su voz es extraña, suena como una emisora mal sintonizada y en un tono más alto de lo normal.

Debe haber sido lindo crecer al pie del mar. ¿Recuerdas cuando eras pequeño?

No, no me acuerdo. Es que cuando uno nace no se acuerda de nada.
Claro, pero ¿te gusta el mar?

Sí, harto. Se queda callado un rato. Aunque, ahora me da miedo porque he escuchado decir que va a venir una ola de no sé cuántos metros de altura. Nomás, me quedo en la arena, porque no sé nadar. Me da miedo el mar.

Me tiro al piso, me siento a su lado. Le cuento una historia de una vez que casi me ahogo. José intenta mirarme, le atrae mi voz. Sus ojos no le sirven de mucho. El uno casi ha desaparecido, y el otro es celeste y está desorbitado, con dificultad registra formas y colores. Me intriga saber si cree en Dios. No veo vírgenes ni santos por ningún lugar.

¿Y ustedes son católicos o tienen alguna religión?

No, no, dice tajante José. Pero Crucita, que se ha vuelto a sentar en sus sillas, lo corrige. Nosotros sí vamos a misa, somos católicos.

Jajá, se burla él.

¿Y a usted le gusta ser católica?, me pregunta José.

No, qué va, a mí  no me gusta eso

¿Por qué? Es bueno que vaya a rezar, a orar. Es bonito ser católico, dice con ironía.
Yo, antes era evangélica, pero ya dejé esos malos caminos-. Ambos nos reímos. A Cruz no le gusta el chiste.

La gente que se mete a eso del evangelio se vuelve como loca, se hacen fanáticos, comenta muy seria.

Ella es la que cocina, lava, plancha, barre, trapea, va al pueblo a comprar las cosas para vender, y se las rebusca. José casi nunca sale, casi nunca hace nada.

Y de fiestas, ¿qué tal?

No voy a fiestas, no me gusta.

¿Y la cerveza tampoco?

No, tampoco, siempre escucho en las noticias que eso afecta a uno, uno tiene que cuidarse.

¿Nunca has tomado alcohol?

Sí, antes, pero ya no. Antes iba a fiestas, pero no me gustaba porque se enojaban si no tomaba. Casi no me gusta porque no quiero tomar. Hay muchos que se mueren por alcohólicos. Siempre me pongo bravo porque quiero que cierren esas cantinas y nada. Ya es de hacer una denuncia para que se acabe eso, y no haya más problemas. Y no vuelvan a vender esas cosas, contesta enojado.

San Mateo es un pueblo tranquilo, no hay delincuencia, pero sí burdeles. Los
borrachos y sus pelas abundan los fines de semana.

¿Y has tenido novia?

Sí tenía antes, pero se fue a España a trabajar. Bueno, no era mi novia, solo éramos amigos, conversábamos.

Y ¿cómo era ella?

Era gorda-

¿Y bonita?

Ajá.

***
José y Cruz tienen una rara enfermedad genética llamada ictiosis lamelar. Según los registros de la Fundación Ecuatoriana de la Psoriasis, que investiga también la ictiosis, hay 32 personas en el país que sufren este mal incurable, del que existen varios tipos. En el caso de los hermanos López es congénita y hereditaria. Puede saltar hasta la quinta generación.

Los niños con ictiosis nacen con deformaciones y cubiertos totalmente por unas escamas grandes, semejantes a láminas, que les da la apariencia de peces. De hecho, la palabra ictiosis proviene del griego “ictus” que significa “pescado”. Lo que ellos viven es una descamación constante de la piel durante toda la vida.

Su piel se parece al lecho de un río seco, a la tierra cuarteada por la erosión. Se les resquebraja con facilidad y se les infecta, por eso deben ponerse cremas humectantes y bañarse, al menos, tres veces por día.

Sus sentidos también están afectados. La tirantez de la piel es tanta que impide el desarrollo completo del cartílago auricular. Además, las escamas se acumulan en el oído, y le impiden oír bien. José no tiene formadas las orejas y le cuesta mucho escuchar y escucharse.

Tampoco ve bien. Las personas con ictiosis nacen con los párpados volteados, las infecciones oculares son frecuentes. Los parientes de José me contaron que, de niño, él sufrió una grave infección en el ojo izquierdo, por lo que ahora es prácticamente inservible. El derecho tiene cataratas.

La enfermedad también produce caída de cabello. Los pelos de José en la parte posterior de su cabeza son escasos, y en la barbilla tiene menos de diez.

Pero su enemigo principal es el calor. No lo tolera, y la razón es que sus conductos sudoríparos están taponados. Con calor y sin agua el panorama es de terror. Hace unos pocos meses el presidente Rafael Correa llegó a San Mateo para inaugurar el alcantarillado, pero una cosa es lo que inauguran los políticos y otra lo que vive la gente.
¿No tienen agua?

A veces nos llega cada 15 días, otras, no hay un mes, tenemos que comprar del tanquero.

Un dólar cuesta el tanque; 1,50 en los aljibes contesta Cruz, ya más en confianza.
Por eso es que estamos mal ahorita con esta calor que hace, rezonga José.

¿Cuántas veces te tienes que bañar al día?

Me baño tres horas. A las 7, a la una y a las 9 de la noche, cuando ya me voy adormir-

A José le está pegando el Sol del mediodía en la cara. José odia el sol. Se levanta, arrastra una silla y la pone junto a mí para seguir mejor “la conversa”.

En la pared, hay un diploma al mérito dado por la UNE a Cruz por haber terminado la escuela. Ahora, su sueño es estudiar computación, pero no tiene dinero para ir a Manta, pagar el curso y menos para comprar una computadora.

José ¿y tú estudiaste?

No me gusta, me da vergüenza, me marginan por ahí, dice y lanza algo muy parecido a una carcajada.

¿Cuántos años tienes?

 Yo tengo 41

¿Naciste en 1968?

 Creo que sí, no me acuerdo.

¿Y por qué no fuiste a la escuela?

 Me pusieron, pero me sacaron porque hago mal la letra. No estudié en la escuela, estudié en la casa, cuando vivíamos en la playa en una casita de caña. Me enseñaba una profesora de Manta. Pero, por ejemplo, si usted me coge de la mano a mí me duele, por eso es que a mí no me gusta.

¿Y a leer no te enseñó?

 No, pero venga usted para que me enseñe.

José adopta una pose seductora y un hilo de risa acompaña todo lo que dice. Le sigo el juego.

¿No te aburres de no hacer nada en todo el día?

 No, yo me aburro de hacer las cosas. Mejor me pongo a ver televisión. Por eso es que quiero una chica para que me lave la ropa y me haga todo.

Así son todos los hombres, vagos, no quieren hacer nada en la casa, lo toreo.
Pero, mamita, para eso está la mujer. Por ejemplo, si yo estoy con usted aquí a mi lado, usted se va a cocinar mientras yo veo televisión. Me mata.

Cruz se ríe de los intentos de seducción de José, que van muy mal.

Eso yo le digo a él: que me ayude, aunque sea a barrer, a lavar los platos, que eso lo puede hacer él, se queja la hermana.

¿Ni los platos lava?

¡Nada!, grita ella. Él se ríe socarronamente

¿Y usted no quiere niños?, me pregunta él.

No, no me gustan.

Pero es bueno tener niños para que hagan los mandados.

¡Ah! ¿para eso sirven los niños? Las mujeres para que cocinen, trapeen, y los niños para los mandados.

 Sí, así es, por eso es bueno tener mujer e hijos. José se ríe a lo grande. Y sigue coqueteando.

¿Y usted tiene teléfono en su casa para que me llame y podernos comunicar?

Sí, tengo ¿cuándo quieres que te llame?

Pero es para conversar nada más, no para otra cosa. Usted me puede llamar de noche, así sea domingo o entre semana. O puede venir a visitarme de nuevo, pero sola.

***
Uno entre 300 mil nacidos vivos nace con ictiosis lamelar. Cruz y José dicen que antes no hubo casos en su familia. Ellos tienen dos hermanas: Indalecia, madre de 9 hijos; y Adriana, que tuvo “solo 3”. También está Julián, pero él es hermano de   crianza. Ninguno de los sobrinos tiene ictiosis.

Pero en San Mateo hay alguien más que la sufre: un niño de 5 años llamado Cristopher, pariente lejano de Cruz y José, lo que confirma la herencia.

Para llegar a la casa de Cristopher, hay que bajar la loma y enfilar hacia la playa. Ahí están Carmen Biler y Marcos Franco, abuelos de Cristopher. Marcos es primo- hermano de Cruz y José. Ellos cuidan al niño, porque la madre lo abandonó al año y dos meses de nacido y el padre tiene 24 años y solo estudia.

Dice la doctora que mi niño tiene mejor la piel que José y Crucita, porque de pequeño se empezó a tratar. En cambio, a ellos la mamá no los llevó al médico hasta que tuvieron 9 y 12 años-, cuenta Carmen.

Cuando él nació, el doctor no nos entregaba a la criatura. No quería que lo viéramos. Luego nos dijo que estuviéramos tranquilos, que el niño no era normal.

Lo vimos y nos dimos cuenta de que era como Crucita. Nosotros somos católicos, somos dados a la iglesia, a los santos, pero con esto yo casi pierdo la fe. Ya no quería ir a la iglesia, tenía un dolor tan grande. Pensaba cómo era que Dios nos podía castigar de esa forma. Ese es un castigo para nosotros, pero más va a ser para él cuando sea grande, cuenta el abuelo, un pescador al que le cuesta solventar los gastos de esta enfermedad.

Cada crema Eucerín cuesta 24 dólares y dura, según el calor que haga, una semana. Además, deben comprar gotas para los ojos y jabones especiales.

A los dos añitos, mientras Cristopher estaba en una hamaca él empezó a mirarse. Alzaba el piecito o la manito y comenzaba a darse cuenta de lo que tenía. Ahora está preguntando por qué nació así. Pero intenta llevar una vida normal. Va a la escuela José Peralta y tiene amigos.

El niño es normal, solamente lo que tiene es la pielcita. Y hay que estar controlándolo con cremas porque si no se le parte la piel y se le infecta, le salen como naciditos. Se le pone cada 4 ó 5 horas. Él se lleva la crema al colegio. A veces, dice que no se la ha puesto, porque ha estado ocupado, dice la abuela con la cara llena de cariño.

***

José no quiere ir al médico. La última vez que fue le sacaron piel para estudiarla y le dolió mucho. Ya ninguna promesa de tratamiento lo saca de su casa. Él y su hermana saben que esta enfermedad es incurable.

 Dios me hizo así y así me he de morir, es la filosofía de José. Y Cristopher ahora último anda diciendo que Diosito es el que le ha regalado esos cueritos. Sus abuelos no han dejado de rezar ni de creer en la voluntad divina, porque “si esto viene de Dios nada malo ha de ser”.

(Texto publicado en SOHO 2010)

José no quiere ir al médico. La última vez que fue le sacaron piel para estudiarlay le dolió mucho. Ya ninguna promesa de tratamiento lo saca de su casa. Él y su hermana saben que esta enfermedad es incurable.

— Dios me hizo así y así me he de morir-, es la filosofía de José. Y Cristopherahora último anda diciendo que Diosito es el que le ha regalado esos cueritos. Susabuelos no han dejado de rezar ni de creer en la voluntad divina, porque “si estoviene de Dios nada malo ha de ser”.

(Texto publicado en SOHO 2010)

La mujer que se enfrentó a la mafia minera


(Texto publicado en la revista Gestión 2010)

Ya era de madrugada cuando sonó el celular. En la casa estaban despiertos, conversaban. El aviso fue breve y contundente: “tienes diez minutos para irte. Te van a matar”. Esther reconoció la voz. Era de Fernando, alias “Cuerito”, aquel chico que conocía desde niña. Fueron compañeros de escuela, pero él torció su camino. Se hizo parte de una banda de matones, comandada por un hombre al que en el pueblo temían y apodaban “el negro Junior”.

Era junio de 2008. Un año antes, Esther Landetta, una campesina nacida el 8 de mayo de 1976 en el diminuto recinto Israel, donde viven unas 200 personas, empezó a denunciar a los dueños de las mineras como los responsables de la contaminación de los cuatro ríos que bañan esta zona de la provincia del Guayas: Tenguel, Chico, Siete y Gala.

“Cuerito” se había hecho informante de Esther. Él le contaba sobre los movimientos de la banda. Por eso, cuando la llamó para advertirle, ella sabía que no era broma. Ya la habían amenazado antes por teléfono: “¡si no te abres, te matamos!”, le dijeron. Y esta vez irían por ella.

“El negro Junior” había recibido la orden de “quebrar” a esta mujer de ojos grandes, pelo castaño, que no ríe mucho y que, como muy pocos, se le para tiesa al miedo, inclusive al de morir. “Yo sé que me van a matar, pero mientras tanto espero conseguir algo”, suele repetir.

Esa noche, en la casa estaban ella, un tío, sus dos hijos adolescentes y su hermana, Débora. Su mamá se había ido a una vigilia en la iglesia. Sacó de prisa a sus hijos y a su tío, mientras ella y su hermana se escondían en una enorme casa abandonada color café que queda frente a la suya. Llevaron una vieja cartuchera, por si acaso. Desde ahí lo vieron todo.

De una furgoneta pequeña ―que ahora está pintada de naranja y que Esther me muestra parqueada en pleno centro de Tenguel― se bajaron varios tipos. Iban con capuchas, vestían trajes de camuflaje y portaban mini Uzis. En su recuerdo parecían policías, por eso hasta de ellos desconfía. Me lo cuenta tan tranquila mientras conversamos dentro de un patrullero con dos policías a bordo. Dicen que la imprudencia es el defecto de los valientes.

Los extraños inspeccionaron los alrededores, entraron a la casa, la pusieron patas arriba, pero no hallaron a nadie. Esther y Débora estaban mudas, quietas, con el corazón en la mano, aguantando el llanto, al frente. Ni los perros ladraron. El tío de Esther, un productor de banano ecológico, la tranquilizaba por teléfono: “estate tranquila que no te va a pasar nada”. Pero a ellas se les hacían largos los minutos, el amanecer se tardó en llegar.

Este fue el primer intento de asesinato que sufrió esta mujer, madre de Allyson, de 13 años, y de Daniel, de 16; y activista ambiental por fuerza. Todo esto está escrito en la denuncia que puso en la Fiscalía.

En los alrededores de la casa de Esther todo es pastizal. Casi no hay vecinos, salvo un panadero y su madre que vive al lado. Apenas sus dos perros flacos, uno café y otro blanco, se pasean por el humilde portal. La casa queda a cuatro kilómetros de Tenguel[1], yendo por un camino pedregoso, flanqueado por verdes plantaciones de banano. Esto es el medio de la nada.

Landetta dio su declaración ante el fiscal en noviembre de 2008. Tuvo que irse del pueblo por las amenazas. Cinco días después de su partida, mataron a su informante, “Cuerito”.

El año pasado, apareció muerto el líder de la banda, el “Negro Junior” y otro chico al que le decían “el punkero” y que también estaba involucrado en este caso. A un amigo de Esther, cuya declaración iba a ser clave porque era minero, también lo mataron. “Él siempre me decía: no te metas mucho en el tema porque o te compran o te matan. Siempre me advertía y lo mataron a él”.

Con miedo de que le hicieran algo a su familia pidió protección fuera del país, a Amnistía Internacional. El 5 de agosto de 2008 llegó un comunicado a Ecuador de parte de la relatora internacional de Derechos Humanos pidiéndole al Gobierno que le diera todas las protecciones necesarias inmediatas. Se hizo un convenio y Esther logró una protección de 24 horas, en el momento que lo requieran ella o su familia, pero las amenazas siguieron. “Soy fuerte, pero a veces lloro sola. No lloro de miedo, sino de rabia, de ver la injusticia”.

EL VENENO DEL AGUA

Tenguel es una parroquia rural de Guayaquil, un pueblo que a simple vista no es tranquilo. A la entrada hay dos burdeles y por sus calles es común ver bicitaxis y hombres en motos. Aquí y en los recintos aledaños viven unas 20 mil personas. Esta es tierra fértil, que produce banano ―alrededor de 80 a 100 mil cajas semanales―, cacao, frutas, y que en sus entrañas guarda oro. Este metal atrae a muchos desde 1982 cuando empezó la explotación río arriba. Ese fue el inicio de la muerte lenta de los ríos.

En 2007, Esther y la gente de las comunidades se unieron y formaron la Asamblea pro Defensa de Nuestros ríos, una organización que intenta alejar la minería de los ríos y de la que ella es ahora presidenta.

“No estamos en contra de la minería, pero que se la vayan a hacer en otra parte. Este es un pueblo bananero. Va a llegar un momento en que los países a los que exportamos la fruta se den cuenta de que está contaminada y no la quieran más. Ese será el fin de Tenguel”, dice Freddy Asencio, abogado de la Asamblea.

Esther y sus compañeros consiguieron que el alcalde Jaime Nebot se interesara en el tema y ordenara los primeros monitoreos en 2007. En 2008, el Municipio de Guayaquil y el Ministerio de Ambiente hicieron estudios químicos al agua de río, sedimentos, suelo, productos agrícolas y agua de pozo de los ríos. Los resultados fueron terribles.

En todas las muestras el nivel de contaminación estuvo por encima de lo soportable. Hallaron tóxicos como mercurio, cianuro, arsénico, cobre, vanadio y otros en las aguas, en la arena de los ríos y en la tierra circundante.

En el río Tenguel, la cantidad de vanadio ―elemento que al humano le causa irritaciones en la piel, problemas hepáticos y degeneración de los riñones― es siete veces superior a la permitida. En los sedimentos del río Siete hay niveles de arsénico ―causa daño en la piel, en el sistema nervioso central y puede causar cáncer― en valores 15 veces por encima de lo tolerable. En el pueblo se ven personas con problemas en la piel, otros se quejan de gastritis y los tengueleños también hablan de casos de ceguera[2].

Ahora que es invierno, las aguas de estos ríos lucen tonos ocres y amarillos. Los pobladores dicen que en verano, el agua cambia de color, a veces, es negruzca, otras es azul o amarillenta y otras rojiza. El color habla de lo enfermos que están estos ríos, y lo certifican los estudios químicos.

Dicen que el río Chico –que en sus buenas épocas fue un balneario, y por el que ahora no nada ni un pez- es el más afectado. “Está muerto en vida”, resume Esther. A nadie del pueblo se le ocurre bañarse ahí. En sus aguas hay concentraciones de cobre 108 veces más altas de lo soportable. El cobre causa lesiones hepáticas y muerte del hígado.

En estudio del Municipio también indica que la concentración de mercurio en el río Gala es de 0.53 miligramos por litro de agua. Esto es 265 veces la cantidad permitida. Este metal pesado causa cambios en la personalidad, delirio, alucinaciones y puede causar la muerte.

El ganado bebe de esta agua envenenada, por lo tanto, la leche también podría estar contaminada, al igual que todo lo que con esta agua se cosecha. Según el informe, los productos agrícolas examinados en el área de influencia del río Gala, aguas abajo en el recinto San Rafael, presentan una concentración superior de cadmio a la establecida por la Unión Europea.

Las aguas de estos ríos desembocan en el Guayas, a través del puerto El Conchero, y mucha de la fruta y hortalizas que se consumen en Guayaquil, Machala y ciudades de Manabí provienen de esta región.

Pero no solo los ríos están contaminados. También en las aguas de los pozos subterráneos ―pozos de hasta cien metros de profundidad―, de donde la gente extrae el agua para beber, se halló mercurio en cantidades que sobrepasan el límite máximo permisible de acuerdo a la normativa nacional vigente.

Tenguel tiene un brazo de mar. Los más viejos cuentan que la pesca de río y mar solía ser abundante, pero “el pescado se ha ido muriendo poco a poco y el que hay ya no se puede vender, porque está saliendo con unas llagas”. La razón es que el mercurio que está en el agua se aloja en la grasa del pescado.

La contaminación es tan alta que en varios puntos del terreno de las canchas de la escuela del recinto de Israel se hallaron metales como el cromo, cobre, arsénico, vanadio, níquel y cobalto, en valores que superan los límites máximos permisibles. Ahí en la tierra donde juegan los niños.

También se encontró cromo, cobre, vanadio, níquel y cobalto, en niveles que superan lo tolerable en las plantaciones bananeras.

 

LOS IMPLICADOS

El Municipio de Guayaquil puso una demanda por daño ambiental contra las empresas que contaminan. También lo hizo la abogada ambientalista Inés Manzano, representante legal de Landetta. Martha Roldós ha hecho conocer este desastre ecológico fuera del país. Sin embargo, en enero de este año el fiscal que lleva la causa se desentendió del tema y lo derivó a la Fiscalía del Azuay.

Antes, el 23 de mayo de 2008, el entonces ministro de Minas y Petróleo, Galo Chiriboga, recorrió la zona y suspendió las actividades en las áreas mineras El Pato, Papercorp, Quebrada Fría, Pinglio 1 y Bella Gala. Fue un gol, pero la suspensión duró apenas unos meses, dice Esther. Y esto supuso que los dueños de las empresas mineras pusieran el ojo en ella.

Uno de los más poderosos en la zona, dice la mujer, es Galo Borja Pérez[3], quien fue dirigente de Alianza PAIS en Machala, asambleísta por el oficialismo y ministro de los Sectores Estratégicos ―que incluyen la minería― hasta abril de 2010. Ahora es viceministro de Comercio Exterior en la Cancillería. Él aparece en las escrituras como propietario de la planta de beneficio Paz-Borja, ubicada dentro de la concesión minera Papercorp, que se encuentra dentro del bosque protector Molleturo y Mollepungo, área 4, según consta en el informe del Ministerio de Ambiente.

Landetta acusó públicamente a Borja no solo de contaminar, sino también de tener testaferros y de sicariato. En una entrevista publicada en El Universo el 15 de febrero de 2009, Borja dijo que él no era dueño de ninguna minera, pero cuando le mostraron la copia de la escritura, contestó: “Puede ser, no lo recuerdo”.

El entonces ministro dijo que Landetta estaba siendo utilizada por políticos que “buscan dañar el proceso de la Revolución Ciudadana”. Políticos como Martha Roldós y Eduardo Delgado –fueron binomio para las elecciones presidenciales- pidieron la destitución de Borja “por tener interés en el sector minero y crear un ambiente de terror”. Esther responsabilizó de su vida al Gobierno.

“Siempre he dicho que mientras esté ese señor (Borja) arriba en el poder va a ser difícil que sean declarados nuestros ríos libres de minería. Él es dueño de esa concesión (Papercorp), pero tiene un testaferro que se llama Ruperto Franco, que es el que contrató a los sicarios de la banda del “negro Junior” para que me maten”, sostiene Esther a viva voz. Ella puso una demanda penal por intento de asesinato en contra de Franco y sus cómplices.

No solo eso. Landetta pidió audiencia con el presidente Correa y cuando lo tuvo enfrente le empezó a hablar del problema. “Él solo se levantó y se fue, me dejó con la palabra en la boca, no quiso escuchar nada”. La dejó con un asesor, pero ella sabía que él no era capaz de solucionar nada.

Esther vive con un policía a sus espaldas, tanto que cuando quiere ir a jugar fútbol a su pueblo va con resguardo y los uniformados la esperan mientras patea la pelota. Desde el año pasado está dentro del programa de protección a víctimas y testigos de la Fiscalía. Su familia también tiene protección, así como los miembros de la Asamblea pro defensa de nuestros ríos.

La mujer se casó a los 17 años con el padre de sus hijos. Se divorció y luego se unió a un policía, que cinco años más tarde la dejó viuda. Ahora está sola. “Si algo me pasa cuida a los niños”, le pidió a su ex esposo el día posterior a esa madrugada de terror que vivió cuando fueron a buscarla. Él se valió de otro amigo –conocido del sicario- y se fueron a buscar al “negro Junior” para saber si era verdad que querían matarla.

El “Negro Junior” se lo confirmó y le dijo: ¿Y por qué tanto preguntas por esa hija de puta?

—A esa que tú vas a matar es la madre de mis hijos-, fue la respuesta. Por eso, a Esther le avisaron y el último intento también fue fallido. Pero ya era demasiado. A Esther le dio miedo y se fue del pueblo el 13 de julio.

Ella y su hija Allyson estuvieron tres meses refugiadas en una casa del programa de víctimas, en Quito. Ahí trataron de persuadirla para que dejara el tema, para que se quedara tranquila. Pero ella es indómita, y no quiso.

Se fue a vivir en el suburbio de Guayaquil, en una casita de caña, con unos parientes. Buscó trabajo en un restaurante. Su hija regresó al pueblo. “Si me van a matar, mejor que me maten allá”, fue el razonamiento de Allyson, una chica de 13 años que ahora vive sola y que intenta no salir de casa. Mientras hace los deberes del colegio cuenta que sus amigos, a veces, critican a su mamá, porque piensan que está haciendo algo mal, que los pone en riesgo a todos, pero ella la apoya. Una moto se aparca fuera. Es el novio de Allyson que ha venido a buscarla. Se va. Es como su madre:  no tiene miedo.

 

UNA MUJER SOLA 

En la pared de la entrada de la casa de Esther hay un mensaje: “Solo cuando se tale el último árbol, cuando se seque el último río y se muera el último pez, se darán cuenta de que el dinero no sirve para comer”. Parecen solo palabras, pero para ella es ley.

Landetta es hija de agricultores. Es una mujer sencilla que extraña la libertad de poder andar sin zapatos cuando está en la ciudad, y que no completó la secundaria. Su valentía no necesita títulos. Desde niña peleaba por lo justo. Cuando su padre llegaba y le reclamaba en mal tono algo a su mamá, ella se metía a defenderla.

Ya de grande se metió a defender unos árboles de teca que le servían de barrera de protección a la escuelita República de Israel, la única que hay en el recinto, contra la fumigación del aceite químico que usan las bananeras para combatir la sigatoka. Cortar esos árboles era prácticamente atentar contra la vida de los niños. Los querían para venderlos en 200 dólares, y uno de los autores de la iniciativa era el propio presidente de la junta parroquial de Tenguel.

“A mí me enseñaron a cuidar la naturaleza, no a destruirla. Por eso puse la denuncia y esperé a que cortaran el primer árbol. Cuando lo hicieron yo me armé con la policía ambiental y les dije: ¡ni un árbol más se va al suelo!”. Sola llevó la denuncia hasta Quito, llegó al despacho de la entonces ministra de Ambiente, Ana Albán, y consiguió que no tiraran los 19 árboles que quedaban. Le dieron en custodia el árbol derribado.

Esa victoria le tomó mes y medio, “pero moviéndome día y noche, sin comer”. La gente de su pueblo le ayudó con firmas y con dinero para los pasajes. Fue su primera pelea y le sirvió para darse cuenta de que sí era posible cambiar las cosas.

Su interés por el tema de las minas empezó el 17 de julio de 2006 cuando, en calidad de curiosa, fue a una reunión entre los mineros y las comunidades. “Yo sabía que había minas, pero nunca imaginé la magnitud del problema que estábamos viviendo”, se acuerda.

Con las autoridades del ministerio de Minas, hicieron un recorrido de casi dos horas río arriba. Fueron a San Gerardo, y “ahí vimos cómo estaban contaminando”. Después de eso se formó un Comité de Gestión Ambiental. La junta parroquial se opuso a que Esther los representara, estaban enojados por el tema de los árboles, pero fue electa por los mineros. El plan de esta mujer recién empezaba.

“Yo soy sola, coqueta, y me dije: aquí para poder pelear tengo que saber de dónde nace el agua y cuáles son las causantes de la contaminación. Sólo entonces me les puedo ir encima, mientras tanto no. Fui electa secretaria, me hice amiga de un minero y empecé a investigar. Yo lo que quiero es que declaren a los ríos libres de minería. Por lo poco que nos queda, no puede seguir habiendo asentamientos mineros”. Ese fue el inicio de esta cruzada. El final aún es incierto.


[1] Tenguel queda aproximadamente a 150 kilómetros de Guayaquil. Es considerada parroquia rural del cantón Guayaquil.

[2] No hay estudios que lo comprueben, pero varios conocedores del tema aseguran que el aumento del cáncer en la población no sólo de Tenguel sino también de Guayaquil es causa de la contaminación de éstas aguas, con las que se riegan los cultivos.

[3] Galo Borja Pérez participa como candidato a primer asambleísta de El Oro por el Alianza PAIS para los comicios de 2013.