La carta



IV. LA CARTA
Un goteo incesante de pensamientos, recuerdos heridos de muerte, descienden como la lluvia y me mojan hasta los huesos. ¿Dónde perdí
esa sensación de liviandad que me precedía cuando aún no pisaba el suelo con los dos pies? Porque ahora la liviandad se ha hecho cárcel
de metal, de ruinas incorpóreas que me atan a un mundo que conozco demasiado. Alguna sorpresa, suplico. Y no estás. Ya no estoy ni yo. Y empiezo a desconocer mi cercanía con el mundo tal como lo conocen todos, la carrera de siempre por no morder de último el asfalto.
Estoy serena, mucho más de lo que quisiera, mi corazón late acompasado, como el de un pez que sabe que más allá del mar no hay
dónde ir. Y me voy olvidando de qué era lo que vine a buscar a este sitio, y recuerdo que vine a perderte, a perderme. Pero terminé encontrándome.
Y decías que con nuestros cuerpos construimos una jaula insalvable, y ahora que salí de ti, de aquella ciudad, y que puedo volar en busca de comida, me he quedado quieta como un muerto que ya perdió las ganas de resucitar. Inmóvil, como la arena cuando nadie la pisa. Al
menos, ya no sufro.
Dejé de ser una medusa, de vivir el día como si fuera el final, de
soñar el mañana más temprano, de sentir las piernas temblar por tu llegada. No sufro porque no siento.
Vine a buscar la calma. La he encontrado, y se me hace tirana, tanto como la persecución del azar. Porque no sé dominar la paz; y no quiero zambullirme en esta vida que se resbala de cualquier sueño. No quiero saber que mañana no amaré con los dientes. Me asusta la calma mucho más que ver mis pies flotando detrás de tu nombre, me hace sentir un animal que conoce su destino antes de nacer, un libro leído desde atrás, un alma sin ninguna inquietud por ser arrancada de tajo del mundo.

Texto tomado del libro Paredes de mi cuerpo (GEEPP ediciones, junio 2012)

La bicicleta


foto de Alicia Preza Marín
http://www.bicicletablancagdl.org

(Valencia)

Adela me había presentado a su mejor amigo, Guillermo, en la plaza de Benimaclet, uno de los barrios cool de Valencia. Está lleno de universitarios, extranjeros, bares-librería, centros culturales: tiene onda. O, como dirían en España: mola mogollón. Guillermo es un médico, flaco, desgarbado, de barba prolija y sonrisa de canalla. Me gustó desde el principio. Y a él le atrajo mi descaro para hablar de sexo. Eso y también que aquella noche yo vestía un pijama azul. Le había pedido a mi compañero de piso, Sergi, que me trajese un vestido para cambiarme, porque venía sudada de andar en bici. Y el despistado me trajo una bata de dormir cortísima. Después de unos cuantos cubatas me la puse sin problema. Guillermo me abordó. Estaban claras las cosas: me iría con él esa noche. Al día siguiente ambos seguiríamos con nuestras vidas como si nada. Yo no estaba para relaciones ni niñerías. Así pasó. Amaneció y me fui a mi casa. No volvimos a hablar.

Dos semanas después, regreso a la plaza con Adela, y aparece Guillermo. Lo saludo como si nada hubiese pasado entre nosotros, conversamos trivialidades, bebemos cerveza rodeados de otras personas, nos reímos a carcajadas. Me invita a su casa, otra vez. Le digo que mejor no. Dos veces ya es compromiso. Prefiero huir. Son las dos y media de la madrugada, he bebido algunas cervezas, quiero dormir. Me despido. Me subo en la bici y, junto a Toni, un chico que va en mi dirección, emprendemos el viaje de regreso, que dura unos veinte minutos. Yo voy en una pesada bici de alquiler porque la mía tiene la rueda pinchada y la he dejado en el taller. Estas bicis, que son del Ayuntamiento de Valencia, sirven para recorrer tramos cortos. Solo es posible usarlas media hora. Y lo peor es que pesan una tonelada. Escuché de alguien que se partió la pierna porque una de éstas le cayó encima. En Barcelona, el Ayuntamiento tiene el mismo servicio, pero las bicis son ligeras y uno puede ir rápido. Parece que la alcaldía de Valencia no hace nada bien. Si uno se pasa del tiempo límite, le cobran un euro por cada diez minutos. Y es fácil retrasarse porque mover este aparato hace que las piernas duelan con cada pedaleo.

Vamos por la avenida Blasco Ibáñez, pasamos las facultades, las calles están llenas de estudiantes borrachos que ríen con locura. Llegamos al Cabanyal, nuestro barrio. Toni se queda cerca de su casa, yo avanzo hasta una estación de Valenbici, que está a dos cuadras de mi casa, para devolver el armatoste. Estoy exhausta y sudando. Miro el reloj: son las tres. Llego y veo que no hay un solo lugar disponible para dejar la bici, todos están llenos. Hago una mueca. Calma. No pasa nada. A un kilómetro, cerca de la playa, he visto otra estación. Me doy ánimo y pedaleo lo más rápido que puedo por estas callejuelas mugrientas, rotas. Los gitanos, rumanos, yonkis y vendedores de droga del Cabanyal me miran pasar. Ya me conocen, los últimos tres meses me han visto a diario por estas calles pestilentes.

Por más fuerte que pedaleo, no consigo ir rápido. La bici es lenta como una matrona. Llego a la próxima estación y todo está lleno, otra vez. Tengo la cabeza húmeda del sudor. Estoy a un paso del Mediterráneo, ¡qué ganas de un chapuzón! Pasa un africano, me dice guapa. Lo ignoro. Abro el mapa donde están las estaciones de bicis. Veo que por la avenida del Puerto, la más larga de Valencia, hay varias. Giro a la derecha, y avanzo varias cuadras hasta que llego a la intersección de la calle de Eugenia Viñes con la avenida. Ahí hay otra estación de Valenbici, ¡nada! ¡ni un puto puesto libre! A la playa se van acercando manadas de estudiantes borrachos en bicis como la mía. Pienso que ellos deben haber desocupado un lugar. Tomo aliento y avanzo por el carril bici de la avenida. Dos kilómetros más allá veo otra estación ¡todo lleno! ¡Maldita sea, no puede ser! Intento no pensar. Pedaleo intentando no sentir el dolor de las piernas ni el dolor que tendré por pagar la multa. Las calles están desoladas. Veo el reloj, son las cuatro menos cuarto. Un tipo me grita guapa desde un auto. No me siento guapa, me siento asquerosa, empapada en sudor y con ganas de matar a alguien. Odio Valenbici, odio al Ayuntamiento, odio Valencia y sus bicicletas que pesan como una ballena. Dos kilómetros, otra estación ocupada. Dos kilómetros más, y otra estación ocupada. Empiezo a creer que esto es una pesadilla, que estaré pedaleando hasta que salga el sol y que jamás hallaré un lugar.

Estoy llegando al fin de la avenida, casi a la plaza de Zagagoza. He pedaleado este monstruo por hora y media, desde que salí de Benimaclet. Pienso en dejar tirada la bici, tomar un taxi y olvidarme de todo. Pero, si hago eso, tendré una deuda gorda con el Ayuntamiento. Y no quiero. Me paro, respiro, vuelvo a pedalear, hasta que ¡al fin! aparece una hilera de bicis con cuatro puestos libres. Madre de Dios, bendita seas. Me bajo de la bici como si fuese un jinete que ha llegado a su destino. Me tiemblan las piernas. La engancho, paso la tarjeta por la pantallita luminosa, camino, saco la mano, paro un taxi. El sudor me cae a goterones, estoy empapada y contenta. El taxista es un paquistaní. ¡Qué bien hueles!, me dice apenas subo. Apesto a caballo, le contesto. Apestas muy bien, ¿vienes de fiesta?

Cuando llego a casa, Sergi, está petrificado delante de la computadora. Son casi las cinco de la madrugada.

¿Qué haces despierto?– le pregunto.

Leo una noticia – me dice impávido.

¡No sabes lo que me acaba de pasar! – le digo y empiezo el cuento en Benimaclet a las diez de la noche con Guillermo, y termino con el paquistaní. Él ni se inmuta.

Mataron a puñaladas a un chico que primero fue mi amigo y después mi enemigo en Barcelona, era un poeta. Acabo de leer la noticia en el Levante – me dice consternado. Al parecer, no escuchó nada de lo que dije.

¡Dios mío! ¿Y sabes por qué lo mataron? –

Dicen que fue por robarle la bici –.

Relato publicado en la revista Mundo Diners, junio 2012.

Mi madre sale de casa por segunda vez


Por Marcela Noriega

Mi madre cumplirá 66 años en agosto. Desde hace algún tiempo, sin que ella pueda hacer nada para evitarlo, en su mente se forman lagunas de aguas turbias y sus recuerdos se ahogan. Su memoria se ha convertido en un pantano. Las imágenes del pasado remoto aparecen como flashes inconexos que ella no logra juntar. A veces, los recuerdos burbujean en la superficie, sacan la cabeza y ella logra atraparlos. En esos momentos es capaz de armar complejos relatos de su niñez o juventud. Pero aquel milagro es cada vez menos frecuente. Lo que pasa más a menudo es que sus recuerdos naufragan en la oscuridad de una ciénaga. Ha pasado, por ejemplo, que mi madre está en un banco, una oficina pública, o una tienda de zapatos y cuando sale sus pies se vuelven como de cemento y su mente también. Se queda en blanco. No sabe qué hace ahí ni logra contestarse una simple pregunta: ¿dónde estoy?

Llega un día en que los despistes ya no son divertidos. Hace poco, mi madre tuvo un novio que usaba sombrero: un día no lo reconoció y lo echó de la casa. Varias veces ha olvidado su dirección y su número telefónico; también se olvida de lo que acaba de contar o dónde deja las cosas. Mi madre es enfermera y entiende a la perfección el lenguaje médico desde su juventud, por eso, cuando su neurólogo le dijo que, tal vez, sus lagunas mentales se deban a un incipiente Alzheimer, se asustó.

Empieza febrero, el calor en Guayaquil no es calor, es infierno húmedo. Mi madre saldrá de vacaciones a mediados de mes y me pide que nos vayamos de viaje. Antes de eso, debe someterse a una tomografía axial computarizada, un examen que se hace combinando un equipo especial de rayos X con computadoras sofisticadas para producir múltiples imágenes del interior de su cabeza. También deben hacerle una ecografía doppler de las arterias del cuello, que le permitirá al médico evaluar las ondas de velocidad de flujo de los vasos sanguíneos que van al cerebro. Con los resultados, debe volver a la consulta del neurólogo.

De pronto, comprendo que es el momento de hacer un viaje importante, de llevarla a lugares hermosos en los que jamás haya estado, de ayudarla a fabricar nuevos y poderosos recuerdos que le cueste borrar a su mente. Quiero provocarle estados intensos de alegría, como cuando era una niña, la época en la que fue más feliz. Es hora de pelear contra el olvido y la desmemoria, me digo. Quiero eso y también pagarle una deuda: desde que era una niña de cinco años, mi madre nos llevó a mi hermana y a mí de viaje por el país. Íbamos por sierras, selvas, islas, pueblos y ciudades. Mi padre, Pedro Máximo, jamás iba con nosotras por quedarse cuidando la casa. Gracias a ella, pronto entendí lo que significaba ser una viajera. Gracias a ella, le perdí el miedo al mundo.

El miedo y la ciudad

Viví en Buenos Aires entre 2004 y 2005. Una vez, mi madre fue a visitarme. Era otoño, hacía frío, era su primera vez fuera del país. Al segundo día de su llegada, la llevé a la calle Corrientes. Pensé que, con algunas indicaciones, podría arreglárselas sola. Yo en esa época hacía pasantías en Clarín y debía ir al periódico. Nos despedimos al mediodía a la altura de Pueyrredón. Mi madre se quedó mirando vitrinas, comprando, caminando despreocupada. Cuando quiso volver a casa no recordaba la dirección y olvidó por completo mis indicaciones. Estaba perdida y sin saber qué hacer. Vivió un instante de pánico hasta que recordó que mi casa quedaba cerca de Congreso. Yo vivía a dos cuadras de ahí, en el octavo piso de un edificio sobre la calle Solís. Después de aquel susto, nunca más quiso pasear sola. Yo viajaba todas las noches unos cuarenta minutos en colectivo, desde Constitución. Llegaba a casa a las diez. Mi madre me esperaba con una sopa caliente y la casa limpísima.

 –¿Qué hiciste hoy? –le preguntaba.

–Nada. Solo fui a la plaza del Congreso a darle de comer a las palomas – fue su respuesta invariable durante el mes que estuvo conmigo.

***

–Iremos a las cataratas de Iguazú –, le digo de repente, mientras esperamos en una salita del hospital Luis Vernaza el turno para la ecografía doppler. Fue en este hospital que ella empezó sus andanzas de enfermera, hace casi cincuenta años. Después de eso, trabajó en un dispensario de la Autoridad Portuaria y hace diez años atiende a mujeres parturientas en la Maternidad Sotomayor. Varios ancianos cabizbajos esperan entre bostezos escuchar su apellido.

–¿En serio? – contesta ella con la mirada chispeante.

– Sí, iremos primero a Buenos Aires, ahí estaremos un par de días, luego tomaremos un bus que nos llevará a Posadas, y al día siguiente, iremos a las cataratas –, le digo mientras el mapa de aquel país querido se me dibuja en la cabeza. Hace cinco años que no iba a Argentina.

Una isla en la oscuridad

Llueve en Buenos Aires. Siento la ciudad caótica y estresada. Nos alojamos en un hostalito de San Telmo, sobre la calle Chile. Un guapo chico de rastas nos da la bienvenida. Hay estantes de libros por todas partes, incluso encuentro un poemario de un amigo quiteño. Los cuartos son pequeños y muy limpios, las paredes están forradas de cómics. Cenamos provoleta, cuadril y vino. Mi madre parece sentirse a gusto, aunque todavía dice que Buenos Aires le da miedo.

La noche siguiente la llevo al centro cultural Konex. Presentan La isla desierta, una pieza teatral de Roberto Arlt, interpretada por el Grupo Ojcuro, que trabaja a partir de la ausencia total de luz y cuenta con un elenco de actores ciegos.

Nos formamos en fila india con el resto del público. Uno de los actores ciegos se coloca al inicio y pide que todos, unas treinta personas, pongamos las manos sobre los hombros del que tenemos delante. Nos explican que entraremos a un cuarto oscuro, que durante las dos horas que dura la obra, por más que abramos los ojos como platos, no lograremos ver absolutamente nada. ¡Vaya más despacio!, le pide mi madre al que guía el tren humano cuando éste se pone en marcha en total oscuridad. El actor ciego nos lleva por los vericuetos del teatro hasta hallar nuestros asientos. No se ve nada. Es como estar dentro del color negro. Mi madre me agarra fuerte de la mano, nerviosa.

La obra inicia. Los actores se mueven por todos lados, como si ellos tuviesen una luz invisible incorporada. Solo usando sus voces, nos llevan de las cejas a aquella lúgubre oficina donde un grupo de burócratas sufre la imposibilidad de la alegría. Viven sumidos en la rutina, los horarios y las obligaciones. Su única emoción consiste en escuchar los sonidos de los buques que van y vienen de países lejanos. Imaginan cómo será viajar, conocer el mundo, nos arrastran dentro de sus sueños imposibles. A lo largo de la obra, mi madre ríe y hasta grita cuando, en medio del mar, un tiburón le toca los pies. Al final, no puede estar más contenta y agradecida. Les da besos y abrazos a los actores ciegos. —¡Se han pasado! — les dice. Vayan por Ecuador. No deja de comentar la obra mientras caminamos por Corrientes en busca de un helado.

La furia en el agua

En 2005 pasé siete meses en Posadas, capital de Misiones, la provincia del noreste que limita con Paraguay y Brasil . Un amigo director de un periódico me ofreció trabajo y yo acepté encantada, me interesaba conocer la Argentina pobre y rural, además de ir a las Cataratas. Posadas es feucha, un pueblo grande que me recuerda demasiado a Guayaquil. Una ciudad sin identidad que crece sin sentido. Viajamos toda la noche en un bus-cama. Mi madre feliz con el servicio: televisión individual, cena caliente y bebidas ilimitadas. 1.293 kilómetros separan Buenos Aires de Posadas. Llegamos al amanecer. Todo está tal cual lo recuerdo. Nos alojamos en un hostal espantoso, como espantosos son todos los hostales de Posadas, lugar de paso al fin y al cabo. Menos mal, aún existe aquella deliciosa churrasquería donde solía ir a cenar al estilo rodizio –carne asada de todo tipo servida en espadas–, algo que mi madre no había probado y que le encanta.

Son las seis de la mañana del cuarto día. Enfilamos rumbo a Puerto Iguazú. 615 kilómetros de un viaje lento, en modo bus lechero. Yo había hecho una reserva en el Sol Cataratas, un hotel precioso incrustado en la selva misionera, un lujo que vale la pena. El sol pega con furia y nosotras sin sombreros. Llegamos al parque nacional Iguazú, compro dos ticketspara La gran aventura, un paseo que he hecho dos veces y que sé que a mi madre le pondrá los pelos de punta. En 1984, la UNESCO declaró a las Cataratas de Iguazú como patrimonio natural de la humanidad y este año fueron incluidas dentro de las siete nuevas maravillas del mundo. Estas cataratas, con 257 saltos de agua y cuatro veces más grandes que las del Niágara, hoy más que nunca están llenas de chinos con camaritas.

Nos suben a un camión y, junto a una veintena de turistas, recorremos parte de la selva.

—¡Bah! Esto también hay en Ecuador — me dice mi madre, mientras la guía habla de las plantas y los animales por un micrófono.

Al final del recorrido, nos espera una lancha de goma que nos lleva río abajo por el Iguazú. Al principio, las aguas son amables, pero a medida que nos acercamos a las Cataratas, se vuelven rudas y peligrosas. Vamos por los rápidos dando tumbos. Mi madre salta y grita, mientras yo me río y filmo su cara de espanto solo superable cuando, aún estando lejos, empieza a ver la grandiosidad de las Cataratas. Del lado izquierdo es Brasil, del lado derecho, Argentina. ¿Ya vamos a dar la vuelta?, repite con miedo e insistencia. Sé que está aterrada, pero aún falta lo peor.

Un bebé llora cerca de nosotras. Llegamos cerca, muy cerca de una enorme caída de agua, del lado oeste, el de la Garganta del Diablo, la más impresionante de las cataratas. Nos han obligado a guardar las cámaras. Nos piden que nos sentemos y nos agarremos fuerte. Mi madre me entierra los dedos en el brazo. Su corazón late a mil. El bebé sigue chillando. Mi madre sufre por ella y por el bebé. —¡Qué padres tan irresponsables! —dice enojada. La lancha se acerca tanto al grifo gigante que el agua nos baña. La gente grita, mi madre también. La lancha se acerca más, más, demasiado. El timonel no calcula y ¡bungundún! chocamos contra la roca. Quedamos debajo del chorro, casi sin poder respirar. El bebé grita desesperado. Mi madre está a punto de echarse a llorar. El piloto hace una buena maniobra y nos saca. —Marce, casi nos morimos —me dice en tierra firme.

Los turistas son como hormigas frenéticas que sacan fotos, pero no se detienen a sentir. Ya repuestas del susto, le pido a mi madre que intente alejarse mentalmente de la multitud y que observe con paz y detenimiento las cataratas. El secreto de esto es que si te quedas quieta y en silencio, sientes una poderosa fuerza. Ella me abraza y nos quedamos contemplando el rugido del agua.

Paranoia nocturna

615 kilómetros después estamos en Corrientes capital, la tierra del general San Martín, en la ribera del Paraná. Llegamos por la noche, hacen cuarenta grados. Salimos a cenar al Cristóbal, un restaurante que queda a dos cuadras de la costanera. Sobre el río se levanta imponente el puente Belgrano, cemento macizo que no logra esconder la pobreza de los márgenes. Nos alojamos en un hostal sobre la calle Rioja, de nombre La Golondrina, una casa centenaria con altísimas puertas de madera y vitrales con dibujos de navegantes. Todo en esta ciudad huele a agua, agua callada, insípida, caliente y aburrida como una sopa sin sal. Esta noche debemos dormir en un cuarto compartido, mañana nos pasarán a una habitación individual. Entramos a dejar las mochilas y vemos que un chico de pantaloneta oscura duerme plácidamente sobre una de las literas.

En el Cristóbal, la gente va en camiseta y shorts, beben cerveza y ríen estruendosamente. Mi madre pide pollo con champiñones y yo un crepe de lomo y vegetales. Es la primera vez que compartiré la habitación con un extraño, me dice como si yo no supiera. Eso la hace sentir insegura, le da miedo, pensamientos terribles la asaltan. Piensa tomarse un tranquilizante. Le cuento que cuando viví en Buenos Aires, antes de tener el departamento, tuve que pasar un mes en un hostal sobre Avenida de Mayo. Se lo he contado muchas veces, pero no lo recuerda. Últimamente mi madre recuerda muy pocas cosas. ¿El chico que nos atendió en el Golondrina estaba drogado, cierto?, me pregunta de repente. Al parecer mi historia no le interesa un carajo. Es lo más probable, le contesto. El chico andaba despistado y hacía los típicos movimientos mandibulares de quienes han jalado cocaína. Si mañana su quijada está normal, sabremos si estaba drogado o no, le contesto.

Intento seguir con mi relato. —En ese hostal, incluso vendían droga. Siempre estaba lleno, porque la gente iba a comprar marihuana, coca, pepas, de todo. Se armaban buenas fiestas —. Ella me mira incrédula. —Compartía la habitación con siete personas más, eran cuatro literas. Por mi cuarto pasaron judíos, ingleses, españoles, alemanes. Ahí fue que conocí a Carlos… —

—¡Yo no habría podido cerrar el ojo ni una sola noche! —al fin reacciona. —¡Pudieron haberte robado, violado, ofrecido droga! ¡Dios santo! Ahora mismo, ese chico que está en el cuarto podría ser un sicópata, un loco que nos puede matar mientras dormimos — dice alterada. Me río.

Después de un lento paseo, volvemos a la habitación. Me subo a la litera. Ella se toma una pastilla.

El león y el calor

 Vitalia, mi madre, es leo.

 –¿Te has dado cuenta de que tienes exactamente el doble de mi edad? Yo tengo 33 y tú 66, eso debe significar algo –, le digo absurdamente. Ella me ignora y sigue con su crucigrama. Es difícil llamar su atención cuando está concentrada en algo. Si ve un programa de televisión, si está metida en un tema o enojada, se vuelve inaccesible. En cambio, si quiere ser escuchada y uno no la atiende, se lanza; es lo que haría cualquier león.

Conversamos a la sombra de un algarrobo. Fuera del árbol todo es calor. La arena de la playa, oscura como la tierra, arde bajo los cuarenta grados que marca el mediodía. Me lanzo a las aguas del Paraná esperando calmar el sofoco. Un viejo verde se me acerca. Mi madre sólo mete los pies, no quiere tener que volver mojada. Cientos de peces se distinguen bajo la superficie, le muerden los dedos con sus diminutos dientes. Estamos en Paso de la Patria, una villa turística a 40 minutos de la calurosa capital correntina. A Corrientes capital la separa el río Paraná de El Chaco, una provincia, al parecer, espantosa donde la temperatura en verano llega a los 50 grados.

Días más tarde, en Salta, conocí a Ramón, un campesino iletrado, pero lleno de sabiduría, que había nacido en San Ramón de la Nueva Orán, en el Chaco Salteño, quizá el lugar más caliente de la Argentina, y había visto morir de insolación a compañeros de la zafra.

– Salíamos a las tres de la madrugada a trabajar en la plantación, y volvíamos a las 7 de la mañana a la casa. No se podía trabajar más, porque el sol era imposible. La gente cuando muere de calor se seca por dentro, sangra por la boca, la nariz, hasta las orejas – me decía Ramón, serio, mientras conducía a lo largo de la impresionante Quebrada de Humahuaca, en Jujuy.

El valle de Lerma y el regreso

Llegamos a Salta muy temprano. Viajamos diez horas y media desde Corrientes (831 kilómetros). Hace un ligero frío. Nos alojamos en la Casa de la Mía Mamma, un hostal antiguo y bien cuidado, donde nos tratan como a familia. Nélida, la dueña, también es enfermera. Al día siguiente, atravesamos el valle de Lerma, zona de tabaco y montañas con formas y colores increíbles. Vamos en una combi con otros turistas y un guía rumbo a Cafayate, una ciudad famosa por la calidad de sus vinos, sobre todo el torrontés. Estamos felices, nos reímos de cualquier cosa.

La noche anterior, mi madre había estado leyendo El rey de la milonga, un libro de cuentos del genial Roberto “El Negro” Fontanarrosa. Me preguntaba si era cierto que se habían hallado gnomos en Bariloche, mientras yo veía por la ventana las caprichosas formas que habían provocado los vientos y el agua durante miles y millones de años en aquellas montañas salteñas.

—Esto parece de otro mundo — le decía admirada. En cualquier momento salta un dinosaurio.

—El paisaje es similar al del Gran Cañón del Colorado. Aquí, como en Iguazú, también tenemos una Garganta del Diablo — dice Sergio, el guía, orgulloso.

– Claro, el diablo no falta nunca. En Ecuador también tenemos una Garganta del Diablo. ¿Y eso a qué se debe? – le dice mi madre.

Sergio, que lleva un crucifijo en el pecho, solo se ríe.

 Quince días de viaje, y mi madre está exhausta.

– Este país es demasiado grande. En Ecuador estás en un tris aquí y allá. Playa, sierra, selva, todo tienes cerca – le dice mi madre a uno de los conductores del bus que nos lleva de Salta a Córdoba, un gitano que, en su descanso, se ha sentado a nuestro lado para contarnos su vida, y cantarnos tangos. Mi madre ama el tango.

Sé muy bien que viajar de Salta a Buenos Aires, sin parar a descansar, sería una locura. Son más de 1.500 kilómetros. Paramos en Córdoba. Nos alojamos en un hostel lleno de alegres mariguaneros, y dormimos a pierna suelta. El día 16 estamos otra vez en la estresada Buenos Aires.

– Da terror ver tanta gente, en mi tiempo no había tantos – dice mi madre, mientras viajamos en el subte, ya en Buenos Aires.

– Lo único que no me gusta de viajar es que a donde sea que uno vaya hay multitudes. Es desesperante. Por eso nunca me vuelvas a pedir que tenga hijos – le contesto.

***

Guayaquil nos recibe con su maléfico clima. Lo primero que hace mi madre es imprimir las 250 fotos que tomé durante el viaje. Súbelas al facebook y listo, le digo. No, porque en el facebook no las puedo tocar, dice. Le pegó un pequeño rótulo blanco a cada foto y me pidió que escribiera el lugar y la fecha para saber qué decir cuando le pregunten sus amigas.

 – Hace una semana estuvimos aquí. ¿Recuerdas dónde es esto? – le pregunto, y le muestro una foto de Humahuaca. No recuerda el nombre de casi ningún lugar. Lo segundo que hace al volver a Guayaquil es ir al neurólogo.

– Señora, usted no tiene Alzheimer, pero tampoco es simple la cosa. Sus olvidos se deben a que padece de un déficit circulatorio cerebral. Al parecer, dos de sus arterias son demasiado finitas, lo que provoca que la sangre no fluya como debería. Esto causa hipoxia (falta de oxígeno) cerebral crónica. Cuide su presión, no vaya a lugares altos, haga dieta, busque maneras de ejercitar el cerebro. Leer le viene muy bien– le dice el médico.

 Mi madre ya ha olvidado dónde queda Cafayate, de qué van los cuentos de Fontanarrosa y también lo que le dijo el médico. De lo que no se olvida es de lo feliz que fue.

Texto publicado en la revista Mundo Diners, junio 2012.