Viaje al fondo de Santiago y Pilar


(Entrevista publicada en Mundo Diners, enero 2013)

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Nunca he comido muéganos. Para comer muéganos tendría que ir a México. Imagino pasear una noche por Tehuacán y en una esquina ver el puesto de un mueganero, alumbrado con la tenue luz de un farol cubierto con papel chino rojo y amarillo. El muégano es un dulce mexicano tradicional, hecho de harina y huevo. Es pequeñín y panzoncito, pero lo lindo es que viene pegado a otros dulces, similares a él, que no iguales. Un muégano necesita del otro. Los une una miel que tiene un suave olor a anís. Tal vez, fue algo inconsciente, pero cuando a Pilar le preguntaron cuál era el nombre del grupo de teatro que había formado junto a Santiago, en España, ella pronunció esa palabra que conoce desde niña y que le dice tanto: “Muégano”. 

 

Pilar Aranda nació en 1969 en Ciudad de México. Hija de campesinos. Su padre, José Guadalupe Aranda, estudió hasta tercer año de primaria y su madre, Gloria García Resendiz, hasta sexto grado. José y Gloria tuvieron nueve hijas. Ellas  conformaban un ejército femenino que se encargaba de mantener en orden la casa. Todas eran mujeres fuertes, acostumbradas al trabajo del rancho.

Pilar:

Yo siempre pensaba en el afuera, en la posibilidad de estar en otros lugares. Mi casa, llena de gente, siempre me agobió. Me sentía fuera de lugar. No es que yo fuese diferente a mi familia, al contrario, soy muy parecida. Pero desde pequeña manifesté intereses distintos y otras necesidades. Santiago bromea con que yo, desde pequeña, he organizado grupos.

Santiago:

No es broma. A los 7 años, los sábados a las 7 de la mañana, despertaba a sus vecinos para minga de limpieza. Ya a los 7 años decía: ¡ética y disciplina! Antes de leer a Stanislavski (revolucionario actor y director ruso), ya lo tenía claro.

La historia de Santiago y Pilar empieza en México, en 1989, antes de la caída del Muro de Berlín.

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Santiago:

Yo tenía 19 años. Había ido a México a estudiar Filosofía, pero me enganché al teatro en unos talleres de teatro que tomé de forma aficionada en un sitio llamado CADAC. Ahí conocí a Pilar. Ella estaba en un curso superior, y desde que la vi actuar me encantó. Lo primero que vi de ella fue una camiseta gigantesca, como una sábana, de Emiliano Zapata. Luego vi sus zapatos y sus piernas. Me fascinó todo, me gustó su cara. Y cuando la vi actuar, pensé: ¡es la mejor actriz que he visto en mi vida! Pero ella me detestaba.

Pilar:

Yo a Santiago no lo veía, pero sí lo escuchaba, porque hablaba a los gritos. Se expresaba con un volumen muy inusual para mí, para algunas personas… para México. Yo decía: ¿ese tipo por qué grita? Es un exhibicionista, un idiota, un esnob.

Santiago:

Luego descubriría, simplemente, que era guayaquileño (risas). Yo desde los 12 años quería largarme de Ecuador. En México fui muy feliz de entrada. Pero no acababa de encontrar mi sitio en la universidad. Cuando entré al teatro descubrí mi cuerpo y la libertad. En CADAC hubo gente muy valiosa que me enseñó que el teatro era un juego muy serio sobre la libertad.

Pilar:

Un día nos citamos para conversar y pasamos cinco horas, en las que Santiago hablaba. Yo solo lo escuchaba, entre fascinada e incrédula. No solo por la historia descabellada del hijo de un presidente asesinado junto a la madre, sino por la forma de diálogo que tenía, por su expresión. Lo encuentro un tipo muy culto, abierto, y con una conversación muy rica.

Santiago:

Con toda la historia que yo había tenido, era sin embargo un privilegiado: no tenía que trabajar mientras estudiaba. En cambio Pilar era una trabajadora. A los 20 años era tan madura, tan seria. Tenía las cosas tan claras. Su padre le había puesto una cantidad de condiciones para hacer teatro, en realidad para impedírselo, y a ella no le importaba, lo hacía todo. Desde esa primera conversación, lo que encontré en Pilar fue una posibilidad de ser humano, de estar en el teatro sin renunciar a la madurez. Antes del amor, lo que hubo fue mucha admiración.

Pilar:

Yo siempre supe que lo mío era el teatro. Desde secundaria yo era la que organizaba a mi grupo, y cuando me dieron las opciones en la universidad, yo dije que quería hacer esto de manera seria, profesional. Nunca tuve la ilusión de la televisión. Lo mío era el teatro. Nunca dudé.

Santiago:

Tanto así que, después de Como agua para chocolate, por la cual la nominaron a  Mejor Actriz de Reparto en la Academia de Cine Mexicano y en la Asociación Nacional de Actores, Televisa la llamó para participar en una mega producción. Y Pilar dijo que no, porque quería volver a la escuela. La gente la veía como loca, pero tal claridad a mí me hacía admirarla más.

Pilar:

Nos fuimos a vivir juntos a las dos semanas.

Santiago:

A las dos semanas trajo sus maletas, porque a los cuatro días de conocernos ya vivíamos juntos. Yo vivía con mis dos hermanas y como éramos huérfanos (alguna ventaja da ser huérfano) entonces se vino a vivir a mi casa.

Santiago:

En México fuimos víctimas de la contaminación de los discursos comerciales. Era un México de transición, que dejaba de ser nacionalista para volverse un peón del TLC; que dejaba el discurso de protección del Estado para pasar a uno neoliberal. El México de Salinas de Gortari, un gánster que se robó las elecciones. Ese tipo gobernó durante todo nuestro noviazgo. Y el teatro mexicano, que en los 60 había sido uno de búsqueda, alternativo, contestatario y de vanguardia estética, con lustros de mucha potencia, se volvió reaccionario. Nuestros profesores eran la última generación de grandes maestros, pero ya estaban amargados, revolcados por la realidad social y las exigencias económicas y políticas de un México que estaba renunciando a muchas de sus mejores tradiciones. Un teatro que se había resignado a hacer tributo a la cultura light. Muchos de nuestros maestros ya coqueteaban y trabajaban en Televisa. Pilar y yo somos de una generación que se siente descabezada.

Pilar:

En medio de todo esto, yo decía: no, no quiero trabajar así, no me interesa. Porque en el lugar donde yo me conformé (un grupo de teatro amateur donde entró a los 15 años), me habían enseñado el teatro de grupo. Siempre tuve esa cosa interior, ese impulso de decir: hay que hacer teatro de grupo, cuando en México nadie lo hacía.

Santiago:

En el centro de la cultura mexicana lo que había eran unas compañías subvencionadas. El teatro de grupo, como lo entendemos en América del Sur, se hacía en la periferia del D.F. y del país. En nuestras sucesivas escuelas profesionales en el México de entonces, nos exigían el máximo rigor, pero sin un compromiso ético. Hoy que hemos hecho esta escuela en el ITAE (una carrera y un laboratorio de teatro), ha sido en mucho a partir de lo que aprendimos allá, pero sobre todo a partir de lo que no queremos, de lo que sabemos que no debe ser una escuela. El sueño de los chicos que salían de esa escuela mexicana era que los llamase alguien. Tú estás todo el tiempo moviéndole la cola a un autor, a un director, a un funcionario, porque como eres actor o actriz tienes que gustar: el sistema del estrellato de Hollywood reproducido en el teatro de vanguardia. Una cosa perversa.

Pilar:

Lo que yo sentía cada vez más en ese quehacer cotidiano era: hay que sacarse fotos, hay que mostrarse, hay que congraciarse,  hay que, hay que. El trabajo creativo era lo que menos importaba. Cada vez me sentía más incómoda, más inconforme. Y así preferí trabajar más de dos años en un teatro-cabaret de mesera, y en medio de eso hice dos o tres espectáculos. Jesusa Rodríguez y Liliana Felipe eran las dueñas de ese lugar. Y ahí tuvimos también experiencias de investigación muy intensas. Excepciones que me hacían pensar que las cosas podían ser de otra manera. Y cuando vi que íbamos a dar de lleno el paso dentro del sistema, yo le dije a Santiago: ¡vámonos a Ecuador! Y a él se le pusieron los ojos cuadrados, rectangulares, triangulares.

Santiago:

Yo no estaba listo para volver, pero en México las cosas se estaban estrechando  mucho económicamente. Así que dije: bueno, vamos. ¿Y aquí de qué conseguí trabajo? Obviamente: de periodista. Primero en El Telégrafo y luego en Vistazo.

Pilar:

Yo me quedaba en casa todo el día, y a los tres meses (en diciembre del 96) estaba terriblemente deprimida. Le dije: o nos vamos de aquí, o me voy yo y tú te quedas, chao. Entonces, nos fuimos a Quito. Y por ahí empezamos el germen del grupo. Hicimos el monólogo Ofelia o el juego, a partir de un texto de Margarite Yourcenar y unos escritos que Santiago tenía. Un montaje lindo, pero casi nos costó el matrimonio. Teníamos mucha dificultad para llevar adelante el trabajo creativo.

Santiago:

Porque yo era El Director, tal como me habían enseñado en mi escuela: el que manda, el que tiene el poder. Mi maestro de dirección, un tipo muy famoso, nos decía: les voy a enseñar a sodomizar a los actores. En realidad no era una idea que me gustara, pero hacía como que me gustaba. Yo decía ¡qué chévere! Entonces, cuando las cosas no funcionaban, pensaba: lo que pasa es que no estoy siendo un dictador. Yo no tenía esa experiencia, esa sabiduría, que sí tenía Pilar, de que el teatro podía ser otra cosa.

Pilar:

Ahora él tiene la capacidad de escuchar y de mirar. Esa es la diferencia.

Santiago:

Ganamos una beca y nos fuimos a España, nos inventamos un proyecto sobre la dramaturgia del actor, pero no teníamos nada claro. Queríamos hacer un teatro más físico, no simplemente textual. Fue una época feliz, todo dedicado a nuestro teatro: en momentos de mucha estrechez económica, optamos por inventarnos un taller autodidacta sobre Bertolt Brecht, y esa decisión fue crucial, porque empezamos a convocar a más gente y comenzamos a disparar los siguientes proyectos.

Pilar:

Conforme iba avanzando el trabajo, iba creciendo el grupo, y otra vez nos vimos orillad@s a entrar a un proceso de producción ya establecido, el de las redes españolas. Trabajar para la subvención, hacer los presupuestos, hacer informes… tatatí tatatá. Vimos que íbamos en ese camino.

Santiago:

En ese punto la reflexión se hizo más personal: lo que yo tenía que decir no estaba ahí. Yo tengo una bronca con Ecuador, con Guayaquil, en términos personales, y empecé a ser consciente de que si yo estaba en el teatro era por una necesidad de reescribir mi historia. En ese momento de cambio de visión me ofrecen trabajo en el Festival Internacional de Cine en Cuenca, y acepté para venir a tantear el terreno. Pero justo entonces mi tío León se lanza para la presidencia de la República. Después de decir no, no y no, me embarco en esa vaina, y eso estuvo a punto de costarnos de nuevo el matrimonio, el grupo, el teatro, todo, porque fue una experiencia muy enajenante. Volví a Madrid, y logramos cohesionarnos otra vez. Y en el 2004 dijimos: ahora sí, ¡vamos! Nos dijimos: vamos a trabajar en Guayaquil en contra de Guayaquil, es decir: en contra de su corriente. Siempre crees que la vida está en otra parte, pero la vida está aquí y ahora.

Pero hoy por hoy en Ecuador nos está pasando, de manera más brutal, lo que ya nos pasó en México y España. Porque dentro de lo preestablecido, en México y España no había los niveles de coerción que nosotros sentimos acá. Para mí, el ministerio de Cultura es la policía de la cultura. En Ecuador hemos pasado lustros pidiendo políticas culturales y nos están poniendo policías culturales. Hace unos meses en Quito tuvimos una reunión donde participó un porcentaje muy importante de los grupos más consistentes de Manta, Guayaquil, Quito y otras ciudades. Y toda la gente decía: ¡Socorro! Le están poniendo una camisa de fuerza a la creación. Lo que está pasando es que si tú no te articulas con el discurso oficial, no mereces existir. No tienes derecho, no tienes legitimidad para existir. Y eso es totalitario. Pero hoy para mí la dicotomía ya no es: ¿y ahora dónde nos vamos? sino, ¿y ahora qué hacemos? ¿Cómo enfrentamos a este monstruo que está conectado con los monstruos de los que antes hemos huido? No hablo de una sedición política, sino de una sedición artística. Tenemos que hacerle entender a la sociedad que el teatro que nos ha mantenido vivos y que forja la memoria de los pueblos es un teatro subversivo. Un teatro que no solamente desestabiliza, sino que hace pequeñas versiones. Porque la subversión artística no es algo que pretende tener el poder. En la política cuando subviertes algo es porque quieres tumbarlo y ponerte tú. En el arte, tu subversión es una cosa que te lleva a otra subversión y a otra, por eso nunca puedes alinearte. Es tu obligación no alinearte. Los artistas que se alinean con la política del Estado, con un partido inclusive, están en su derecho ciudadano, pero dejan de ser artistas.

 

Liturgia del adiós


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Tu voz tempestuosa, a lo lejos, suena como un trueno triste, tiene los sabores de un bandoneón irreverente, de una salida al mar, de un adiós dicho en secreto. Tú, jugador insaciable de la posibilidad, diestro en el arte de caer, animal de caza dispuesto a ser la presa, a comer del cuerpo desnudo del amor, me miras y un eco doblado en tres partes palpita en tu sombra. Eres el artilugio del pecado, la sensación de la locura, pero también el haz de luz que a veces irrumpe en mi mañana sin sentido. Ahora tu alma está encorvada, cosida con hilos rotos, y tu luz se ha transformado en el duelo de un ave.

No ver pasar al mundo desde el balcón trae consecuencias. No quedarse fisgoneando a los demás y agarrar a la vida de brazos y piernas a veces es doloroso. Porque a la vida, como a ti, le gusta ser perseguida, le gusta evadirse, camuflarse, arrebatar, dejarnos. Un día nos dejará como si no nos conociera, como si jamás la hubiéramos amado. Nos dejará sin contemplación, como dejó a tu gemelo. Quizá nosotros le ganemos la partida, y podamos decirnos adiós.

Esmeraldas Chiquita o la capital del África guayaca


Intro:

Ahuevado: dícese de alguien cobarde, asustadizo, que se caga de miedo. Por ejemplo: un taxista en Guayaquil que recoge a un pasajero que le pide una carrera a Esmeraldas Chiquita. Así le pasó a David, mi taxista de confianza.

—Eran las dos de la mañana y me paró una chica, me dijo que la llevara hasta allá, al fondo de Las Malvinas. La llevé, pero le tuvimos que pagar a un paco para que nos acompañe. Yo nunca iría allá sin un man armado—.

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***

El editor me encarga una crónica en Esmeraldas Chiquita. Inmediatamente a mi cabeza llegan imágenes de casas de palo sobre el estero, negros bailando candombe, robos, crímenes, miseria, el último incendio. Todos los prejuicios juntos me comen el mate como una bacteria devoradora de mates. —Es un lugar peligroso— me advierte el editor. Me cuenta que él intentó entrar hace tiempo y que lo bajaron, lo sacaron en quema, y eso que fue acompañado por un par de pacos. Pero con la cara del editor —que es blanco, guapo y tiene pinta de quiteño aniñado— es difícil mimetizarse en un sitio tan jodido como ese. Cuando uno hace una crónica la clave está en ser piel y no lunar. Si te descubren husmeando en el sitio incorrecto cagaste.

—Hasta yo lo habría bajado—, se ríe mi compañero, que es negro, pero no tan negro como la gente que vive en los fondos de Las Malvinas. Esos sí son negros azules, descendientes de africanos de verdad.

—Pero tú eres guayaca, de ley que a ti no te pasa nada—, me alienta el editor. Yo, que tengo problemas para decir no, le digo que cuente conmigo. Me pongo a buscar un contacto para poder entrar, no sea que me roben por pasarme de viva. Los pacos están descartados.

A través de Linda Vidal —una mujer negra que ha luchado toda su vida por los derechos de la gente afro— llego a Rudaina Cuero Borja, quien vive en Las Malvinas y me ofrece acompañarme a las entrañas mismas de Esmeraldas Chiquita.

Es el sábado 10 de diciembre. El taxista —que no es David, sino uno de esos choferes de taxis ejecutivos— está ahuevado. Dice que nunca ha ido para allá, que es mejor no ir sin protección policial porque, tal vez, Dios no quiera, no podamos regresar. Que tal si nos secuestran. Quiero que se calle. Sabe que, diga lo que diga, igual vamos a ir. Se saca el reloj y la cadena de oro que tiene en el pescuezo, porque cuello solo tienen los cisnes y las doncellas.

Vamos por la avenida 25 de julio rumbo al puerto. Llegamos al Mall del Sol y viramos a la derecha, entramos a la Guangala. Aquí uno ya empieza a meterse en este otro Guayaquil, ese que jamás sale en las postales. Vamos por un chorizo largo, pesado, caliente, estrecho. Enormes ollas despiden olores de  frituras, invaden el buche del auto y el de nosotros.

Llegamos a Las Malvinas, el antiguo imperio del famoso bandido Jaime Toral Zalamea, quien siempre ha gustado de exhibir un poco de su arsenal de armas como parte de su vestuario habitual. Este traficante de tierras con título de abogado y, por si fuera poco, de periodista, antiguo aliado del anterior dueño del país, fue quien en la década del ochenta levantó Las Malvinas, que son una hilera de cooperativas miserables, habitadas en gran parte por negros que llegaban a Guayaquil con la misma ilusión que un indígena a Milán.

Al fondo de Las Malvinas y al pie del estero Mogollón, se encuentra Esmeraldas Chiquita, asentada sobre una base de arena producto del dragado que realizó el gobierno de Rodrigo Borja en 1992.

Tuve la dicha y el privilegio de ser vecina de Toral durante un año. Yo vivía en un pequeño departamento de un barrio aniñadísimo justo enfrente de su enorme casa. En el medio solo había una callejuela angosta —demasiado angosta para mi gusto— de cuyo nombre no quiero acordarme. Era, me decían, la cuadra más segura de todo Guayaquil. Eso sí: había un riesgo grande de morir de bala perdida. Los pistoleros —como si estuvieran actuando para una película del tipo Venganza Ciega o Justicia Urbana, de Steven Seagal— solían despertarme a punta de metralla, o recibían a mis amigos apuntándolos con sus pistolas. Cuando era Navidad, largas colas de gente invadían la calle; él les regalaba electrodomésticos.

Ahora que merodeo por sus viejos territorios recuerdo los sobresaltos que me hacía pasar el abogado/periodista graduado con 9.9 en la exigente Facultad de Comunicación Social de la Universidad de Guayaquil, más conocida como FACSO y su tropa de guardaespaldas de gatillo fácil. Uno de sus hombres tenía un ojo de vidrio, al otro le faltaba una pierna y había uno joven y recio que siempre se ofrecía a hacerme compañía. No vaya a ser que un delicuente común me asalte. Casi todos tenían un título de periodista de la FACSO, que el abogado les había conseguido.

—Si yo soy como usté, solo que no practico— me decía burlón el pata de palo.

En mis gratos recuerdos estoy. No ayudo mucho al taxista, que está perdido. Buscamos la estación de la 43. Nos pasamos, regresamos, preguntamos.  Al fin veo a Rudaina que me saluda por la ventana. Este auto Kia negro nuevecito está llamando mucho la atención. —Mejor váyase—, le digo al taxista que sale disparado como un guanaco.

De la casa de Rudaina sale despedida una bulla infernal. —Es bachata, me gusta la bachata, el ballenato, la salsa. Lo que no me gusta es la cumbia colombiana— me cuenta. Parece que sus vecinos comparten sus gustos musicales. Estamos la Cooperativa Esmeraldas Libre, de Las Malvinas, donde ella vive desde hace 25 años. Hija de una empleada doméstica y un tractorista, Rudaina nació en Esmeraldas city. Mientras se arregla el pelo y, de vez en cuando, canta alguna estrofa de la canción, cuenta que cuando llegó a Guayaquil vivió en Leonidas Plaza y Pancho Segura, calles que pertenecen al Cristo del Consuelo, el primer enclave negro de Guayaquil. La miro. Rudaina es un mujerón: alta, gruesa, dueña de esa piel dura y envidiable que tienen las negras. Con ella al lado nada pasará. Salimos rumbo a Esmeraldas Chiquita.

En la esquina aparece un tipo blanco con pinta de man sabido y buena gente. Se llama David, es amigo de Rudaina. Se ofrece a acompañarnos feliz de la vida cuando le digo que esto es para la SOHO. Me cuenta que vivió casi toda su vida en Esmeraldas Chiquita, nada menos que 32 años.

—Me casé con una señora de raza negra, una señora afroecuatoriana—

—¡Una negra di y punto!—le grita Rudaina y le da un empujón, con cara de cabreada, pero en broma.

—Bueno, una negra, una negrita sabrosa— sonríe él

—¡Cómo que yo te voy a decir algo porque me dices negra! ¿Qué eres loco? La palabra es negra. Y tu mujer es negra— deja bien claro Rudaina.

—Sí, eso es rico— dice David.

Este par me divierten. Caminamos por calles pavimentadas. Música a todo volúmen sale despedida de dentro de casas pintadas con colores de plumas de papagayos.

—Las Malvinas es Esmeraldas Chiquito, Dignidad Popular, 24 de mayo, Esmeraldas Libre… ¡Ufff! una veintena de cooperativas. En todas hay negros, pero en Esmeraldas Chiquito es donde están más concentrados. Hicieron un censo y dijeron que en toda Malvinas había unas 500 mil personas— dice David, que desde hace algunos años vive en Durán.

—Cuando yo vivía aquí era horrible, no se podía salir. A las 3 de la tarde ya había que meterse. Era horrible, horrible. De noche era imposible salir. Los taxis no venían para nada. El único bus que se atrevía a entrar era la línea 9. Pero no entraba hasta acá. Te dejaba atrás del Hospital del Seguro. Imagínate la lejura—

Eso es lejos. Es como caminar todo el trayecto que hicimos en el taxi. Sin perderse, en auto, son unos veinte minutos. Y nadie quisiera caminar tanto por estos barrios donde dios nunca mira.

—Pero, con el pasar de los años, ya se hizo menos peligroso. Algunos (malandros) se murieron, a otros los mataron, otros se fueron. Si no, no podríamos estar caminando por aquí tan campantes. Ya nos habrían robado, o vaciado la casa— ejemplifica David.

Seguimos andando y, como si fuera una realidad que solo había visto por la televisión, aparecen delante de mí las casas que el Gobierno levantó en la zona del incendio que el 20 de noviembre de 2009 consumió tres manzanas de Esmeraldas Chiquita en lo que fue, según el Cuerpo de Bomberos, uno de los incendios más grandes que ha soportado Guayaquil en los últimos años.

Fueron 106 casas las que ardieron. Tomando en cuenta que en Esmeraldas Chiquita viven 122 familias, no es exagerado decir que el fuego devoró casi todo el barrio. No porque el fuego sea glotón, que lo es, sino porque la mayoría eran casuchas de caña. Ahora hay casitas altas de cemento.

Vamos por calles interiores, de tierra, bordeando un canal que fue, en sus buenas épocas, un limpio ramal del Estero. Ahora es solo agua pútrida empozada, ahogada en basura y sobrevolada por gallinazos, esas aves carroñeras horrendas con plumaje negro, pico puntiagudo y cabeza desnuda.

En la mitad de una calle está un grupo de negros hablando a los gritos, cómo más. Aquí se habla así: claro y fuerte. Entre ellos está Valentín Medina —don Vale para la gente de Las Malvinas— un negro alto que trabaja de estibador en el Puerto Marítimo y vive en una casita de palo junto a su madre anciana.

—Soy de Borbón, me vine a Guayaquil a los 17 años detrás de una mujer. Cuando llegué vivía en el Cristo del Consuelo— empieza a contar.

—¿Y hace cuántos años que vive en Malvinas?—

—Que yo me acuerde unos 25 años en adelante, o cuidado pueda ser más. Cuando yo llegué aquí a vivir era puro puente esto, el relleno hidráulico todavía no estaba. Yo vivo en Dignidad Popular. Esta cooperativa es del abogado Jaime Toral. Él nos regalaba los solares a las personas que no teníamos. Nos los daba a cambio de nada—

—¿Toral hizo todas estas cooperativas?

—Claro que sí, el abogado Toral. No lo defendemos, pero en ciertas cosas sí hablamos bien de él, porque si él no nos hubiera ayudado no tendríamos dónde vivir—

—¿Cómo era Malvinas cuando usted llegó?—

—Aquí era todo manglar. Era lodo y puente, lodo y puente. Recién se estaba formando. No había servicios básicos. Aquí solamente había una calle por la que la gente circulaba. Todo era puente, puente, puente. Esa calle se llamaba… No me acuerdo cómo se llamaba—

—Ernesto Albán— grita alguien por detrás.

—Siempre han dicho que Esmeraldas Chiquito es peligroso ¿lo sigue siendo?—

—De todos estos lugares como el Guasmo, Malvinas, Perimetral, se tienen muchas cosas qué decir. Pero lo que pasa es que pueden matar a las personas en el Guasmo o incluso en el centro, y vienen a botarlos acá a la Perimetral. Luego, la gente dice “en la perimetral pasó eso”, pero casi siempre lo hacen en otra parte. Van pasando y los dejan botados…¿sí me entiende?—

—Sí claro. Si a cualquiera en Guayaquil le dicen “cuidado apareces en la Perimetral” uno ya sabe de lo que le están hablando.

Las Malvinas está llena de gente de apellidos como Caicedo, Valencia, Vernaza, Ayoví, Arroyo, Cuero, Angulo, Cabeza… todos esmeraldeños.

—¿Por qué tanto esmeraldeño por acá?—

—Porque ya no les gusta allá, allá hay poco trabajo. Aquí nos va mejor—

Don Vale tiene casa y familia en Esmeraldas, pero solo va de visita. Nunca se queda más de un mes.

—Me siento bien aquí. El trabajo me queda cerca. Cojo a media cuadra los carritos que van al Mall del Sol, pago 15 centavos, de ahí cojo la 28, la 118 o la 58, cualquiera de esas me dejan en el puerto— dice Valentín.

—Ahora este es un buen sector porque ya hay pavimento y servicios. Estamos bien. Nos sentimos bien— dice John Alberto Hernández, un ex sargento del Ejército negro, que escucha la conversación y que también vive aquí.

Don Vale, que ha entrado a su casa, regresa con botellas de quáker helado para todos. Cojo la mía. Él sigue hablando.

— Me siento bien en el lugar donde vivo porque todo el mundo me conoce, yo puedo llegar a la una, dos de la madrugada y nadie me falta. A la gran mayoría de la población que vivimos aquí nos gusta—

Parece que las cosas están cambiando. Quienes viven en Esmeraldas Chiquito o quieren ir de visita ya no tienen que caminar tanto como David. Ahora, desde cualquier lugar de Guayaquil, es posible llegar a la cooperativa. Las líneas de buses 3, 9, 91, 129, 137 son la prueba.

En varios kilómetros a la redonda, después de conversar, beber quáker y puchos de cerveza en diferentes recipientes, no encontré a nadie que se quejara de vivir aquí. Nadie me miró con malas intenciones. Todos estaban contentos, escuchando música a todo volúmen, bailando, bebiendo, riéndose como si este fuese el mejor lugar del mundo para vivir. No vi a nadie esconderse. Sí vi a policías dar la vuelta más de una vez por los mismos sitios.

—Antes la policía solo venía para hacer los levantamientos (de cadáveres)— dice Rudaina.

En Esmeraldas Chiquita la vida transcurre en la calle y también en el malecón, estrenado recién el año pasado. Los niños juegan en el parque. La gente saca sus sillas y se pone a beber o simplemente a conversar en los portales de tierra. Recuerdo haber visto a una niña con una laptop en las piernas sentada, sin ninguna preocupación, afuera de su casa.

Me paro en el malecón de Esmeraldas Chiquita. Veo que al frente, cruzando el estero, está la Isla Trinitaria. —Eso que ve es Nigeria— dice David. A la derecha, a lo lejos, se ve el Cristo del Consuelo. Y a la izquierda están los Guasmos. Allí, la cooperativa Pablo Neruda, es otro enclave afro. Es como si el estero, de alguna manera, interconectara todos estos barrios negros.

Valentín vivió trece años en Nigeria. Desde donde estamos se puede ir atravesando el puente o en canoa.

—Allá, en Nigeria, solo están pavimentadas las calles principales. Aquí está todo mejor, hay más vida. Somos más felices. Soy sincero en decir que, a la hora que usted quiera, sale de su casa, agarra auto, va a donde sea y no le pasa nada. No hay por qué tener miedo—.

Pero tampoco hay que confiarse ni abusar de la suerte. —El año pasado vinieron unos hp en un carro. Era temprano, como las diez de la mañana. Les dispararon a unos que estaban en una piscina de plástico bañándose. Mataron a tres de la misma familia— dice Rudaina.

Crónica publicada en la revista SOHO 2012

Marcela Noriega mata a su padre


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POR: MARÍA FERNANDA AMPUERO.
(Texto publicado en la revista literaria Matavilela y en la revista FUCSIA, diciembre-enero 2012).
Marcela es –tiene que serlo- la hija favorita de alguna diosa.
No se explican de otra forma tantos dones reverberando en un mismo cuerpo, en unos mismos ojos de uva negra recién lavada. Pero si hay que quedarse con un don, quizás el más espectacular es el de la risa. Su risa -efervescente, gozadora- niega el desamor.
Marcela Noriega ríe como si nunca hubiese llorado.
Pero la mujer que ríe -y se le forman unos increíbles hoyuelos de bebé- también escribe y la escritura es el vehículo por el que se muestra como realmente es: sensible, vulnerable, melancólica, interrogante.

Mi risa no significa la fe, más bien es el desaliento hecho mueca, la compresión del vacío que me rodea, los años expresados en un estertor.

El verso anterior es uno de los veinticinco epígrafes que abren cada capítulo de Pedro Máximo y el círculo de tiza, la primera novela de esta escritora guayaquileña, conocida sobre todo por su trabajo periodístico, su deslumbrante poesía y por ser alter ego de Lilith, la columnista de sexo que incendia la revista SoHo.
La novela, resumiéndola mucho, es la historia de una mujer que quiere entender qué vida tuvo su padre para ser el déspota que es y al mismo tiempo la de un hombre prisionero de sí mismo que no es capaz de alcanzar –amar- a nadie.
Pedro Máximo, el protagonista, está inspirado en el propio padre de Marcela, fallecido hace 11 años. El año pasado, 2011, a los 33 años, la escritora sintió que en los números había una señal cabalística y se dejó llevar por esa historia -la suya- que quería salir, que necesitaba poética, cierres. Decidió contar para curar, así que hurgó en su inconsciente, en la memoria familiar. Llenó los vacíos con ficción, convirtió los sueños en símbolos poderosos, reinventó la realidad para entenderla y –quizás- enaltecerla. Escribiendo como quien abre puertas, Marcela dejó salir personajes que eran también su madre, su padre, ella misma y el hombre al que ama.
-El origen es la historia de mi padre –dice Marcela y se retracta enseguida-. No, ese no es el origen. El origen es que yo me enamoré de un hombre que se parece a mi padre y de ahí tuve esa idea del círculo de tiza. La historia de Pablo y Piedad es la típica historia de una mujer que se enamora de un hombre que se le parece mucho a su padre y que tiene esa intriga por saber por qué es así. Mi padre era tan hermético, nunca hablaba. Entonces me di cuenta de que la historia de mi padre necesitaba escribirla y finalmente se volvió mucho más importante que la otra.
En Pedro Máximo y el círculo de tiza un pájaro de desamor sobrevuela cada una de las escenas, incluso las más carnales y voluptuosas. Y el silencio es un personaje. No cualquier silencio: es ese cargado y resentido de las casas en las que el marido -el padre- genera miedo. Escribir lo que estaba oculto en su vida fue para Marcela una terapia y un acto de reconciliación con su padre, que murió con el carcinoma del rencor hacia la madre que lo abandonó.
Tal vez por eso, por explicar, por no repetir y por perdonar, Marcela decidió reinventar a su padre. Aunque doliera, le dio vida (como hizo él con ella) y luego lo mató en la ficción para ser libre, para, como explica el psicoanalista Arnoldo Liberman el concepto freudiano de Matar al Padre:

Los malos hijos, o sea, los buenos hijos: todos intentan matar al padre, ergo, todos buscan su autonomía, su realización, afirmar su ser y desarrollar sus tremendas capacidades.

Desde esa búsqueda, Marcela Noriega escribió su novela. Ahora, después de unos meses de su publicación y al ver el éxito que ha tenido sobre todo en grupos de lectura femeninos, lo que quiere la autora es ayudar a otras personas a vivir esa especie de limpieza interior. Así lo explica ella:
-Estoy desarrollando un método para poder, a través de la escritura, hacer una sanación espiritual. Cualquier persona puede, no tiene que ser escritor. Hay que hacer un viaje al inconsciente, no solamente al pasado o a la memoria, porque ahí es donde está el dolor y todos los demonios que nos atormentan. Quiero dar un taller para mujeres porque creo que las mujeres no somos conscientes del poder que tenemos: el primer paso es mirarnos al espejo y dejar de vivir la historia de los demás (marido, hijos) para contarnos nuestra propia historia.
“Volar es un ejercicio de soledad”, ha escrito Marcela. Y ahora lo que busca es propiciar que otras mujeres puedan sumarse al vuelo libre una vez que estén cerrados sus propios círculos de tiza.
Pero lo primero es lo primero: leer la novela.

Volver de la muerte


El crepúsculo cae sobre los pinos y los chopos inescrutable. Como una mujer gorda se despereza sobre el río que unos días es pardo, otros plata, otros del color de una brillante piedra esmeralda. El atroz río Júcar. La tarde se duerme sobre él y lo arropa lentamente con su oscuridad balbuciente, helada. El viento late sobre todo ser viviente. Los pájaros ya han emprendido la retirada de los cielos a los árboles. Gemidos de una tormenta amenazan en el horizonte. Estoy sentada sobre un mirador desde donde veo en estado pleno el vórtice del mundo y sus vicios. El pueblo que está a mis pies se desparrama sobre los cerros, como un niño juega a no caerse al abismo. Es un pueblo blanco de gente campesina que habla a grandes voces, que va dando alaridos por las callejuelas, estrechas y adornadas de flores. Van chillando sus alegrías y tristezas por los caminos que conducen a las antiguas cuevas donde habitaron en distintas épocas enanos y hombres, árabes e íberos. De ellos no quedan ni las tumbas, pero sí suspendido en el murallón un inmenso castillo gris que me trae recuerdos de cuando imaginaba que era una presa esperando el beso de un montaraz. Él llegaba, libre y pelilargo, para salvarme de la soledad, de la ruina, de la miseria. Me veía a lo lejos, yo estaba en algún ventanal, desnuda. Mi imagen se balanceaba sobre sus ojos negros.

Esta mañana fui al bar de la aldea para desayunar. Me encontré con los viejos solitarios, doblados sobre sus vasos de vino rojizo. Pedí un café con leche y una tostada con tomate y queso. Mientras comía, leía en un libro de Javier Marías que lo peor que le puede pasar a alguien, peor que la muerte misma, y también lo peor que uno puede hacerle a los demás, es volver de la muerte. Regresar del lado del que no se vuelve, resucitar a destiempo, cuando los demás ya no se lo esperan, cuando ya es tarde y no corresponde, cuando los vivos lo tienen a uno por terminado y han proseguido o reanudado sus vidas sin contar más con nuestra presencia. No hay mayor desgracia para el que regresa que descubrir que está de sobra, que no es deseado, que perturba el universo, que constituye un estorbo para sus seres queridos y que éstos no saben qué hacer. Estos pensamientos me ayudaron a decidir que jamás volveré a la que fue mi casa, que de ahora en adelante otro, otros, aquellos que yo elija, serán mi familia, serán mis lugares. No quiero ser como un muerto que resucita y espanta a los que hace mucho tiempo dejó.

España, 2011 (fragmentos de mi nueva novela)

Las paredes de mi cuerpo: el paraíso de un arte erótico moderno


Texto leído en la presentación del poemario Paredes de mi cuerpo

Por Wilman Ordóñez Iturralde

Marcela Noriega sabe, como buena poeta y escritora, que Las paredes de mi cuerpo  es una respuesta directa  al sinsentido pacato de la erótica cotidiana. Una respuesta a la banalidad mediática de lo carnal. Y me atrevo a decir, que también es una respuesta de Poesía bien escrita a los poetastros de la actual generación travestida y liviana que cree que todo en ellos está resuelto.

Wilman Ordóñez.

 

Quizás la poeta Marcela Noriega en esta etapa de plena madurez intelectual (escritora, periodista, maestra)  busque un Unicornio. No azul como el de Silvio Rodríguez,  sino uno metafórico, uno que se llame poesía. Buena poesía que transgreda todas las emociones y los tiempos. Cosa no muy fuera de la realidad, sino relativa a la verdad lírica. Ya que la buena poesía al igual que el unicornio azul, hoy, en esta moderna cultura líquida, está tan escasa y fuera de ser cierta.

Marcela Noriega sabe, como buena poeta y escritora, que Las paredes de mi cuerpo  es una respuesta directa  al sinsentido pacato de la erótica cotidiana. Una respuesta a la banalidad mediática de lo carnal. Y me atrevo a decir, que también es una respuesta de Poesía bien escrita a los poetastros de la actual generación travestida y liviana de los hombres que creen que todo en ellos está resuelto.

Leyendo Las paredes de mi cuerpo asistí al Paraíso de Milton. Cuando Milton dice “Decid, Poderes celestiales, ¿dónde hallaremos semejante amor? ¿Quién de vosotros querrá hacerse mortal para redimir el crimen del hombre mortal?  ¿Qué justo salvará al injusto? ¿Habita en los cielos caridad tan tierna?” O al párrafo de François Rabelais en Garganta y Pantagruel, -que cansado de la rutina y la bulera mediocridad-, manifiesta: “Ponocrates, amigo mío, estas moscas me están cegando; dadme una rama de esos sauces para mosquearlas”.

En Las paredes de mi cuerpo la voz lírica es el sauce y la rama, va directo a la cabeza y golpea. Nos dice, grita y manifiesta que el cuerpo en sus paredes es la ternura del amor en el amor mismo. Creo ver en esto a Ovidio en su  Arte amatoria. Marcela Noriega no solo escribe versos, reflexiona los versos. Indaga en estos. Obligándoles a parir una estética burlesca  del sexo sin pudor y sin mojigatería. Una estética de la poesía que no se parezca a otras. En cuya voz lírica, la trémula carne, lo femenino, el desnudo, asuman una voz propia y madura legitimando así los placeres de la vida sin pecados concebidos.

La poeta dice:

Yo, en tu espalda, en tu desnudez, en tus estribillos tiernos y violentos, no abrazo la soledad de los muertos, sino el fragor extraviado de ti: hombre caído en el abismo lunar del misterio.

Bien parece este poema un pedido dolido de Oscar Wilde en su famosa novela Teleny, cuando a su interlocutor le obliga a decir que antes de amar debe buscar el amor en los extravíos de sus propios misterios. Así, dice Wilde en Teleny: aprenderás a amarme a la medida de tus propias creencias.

Tiempos, ritos, memoria, símbolos, mitos; Las paredes de mi cuerpo de la escritora Marcela Noriega es la conjunción de un estado del ser poético en trance con su propio Yo, deseable y erótico, más la realidad epistolar de los que no llegan a comprender la buena poesía escrita por una mujer sin llegar a encasillarla.

Una buena poesía que habite subterfugios y moradas no terrenales. Habitus morten de imágenes que solo pueden ocurrírsele a una  poeta de tamaña elaboración como es la poeta Marcela Noriega. Nada raro me parece entonces que Marce sea quien se conteste:

Miro las líneas de tus manos y entiendo que debo recorrer más de un instante de peligro, de miedo, de separación. No soy eterna como me dijeron. Soy finita, tal vez dure un día como las mariposas, cuarenta años como el abedul o dos mil como el enebro. No lo sé, ni quiero saberlo, el futuro no es algo que me interese (…) Como mujer soy cíclope, una artesana del verso afanada en construir con palabras el mundo que otros, más sensatos, fabrican con las manos, argamasa y piedras. La soledad (y todavía el amor) es mi arcilla. En ella me embarro.

Antes de la lectura de la poesía de Marcela Noriega había dicho y afirmado en mi epígrafe que:

Marcela Noriega sabe, como buena poeta y escritora, que Las paredes de mi cuerpo  es una respuesta directa  al sinsentido pacato de la erótica cotidiana. Una respuesta a la banalidad mediática de lo carnal. Y me atrevo a decir, que también es una respuesta de Poesía bien escrita a los poetastros de la actual generación travestida y liviana de hombres que creen que todo en ellos está resuelto.

No en vano la poeta Marcela Noriega escribe: “Pones tu cabeza entre mis labios más remotos. Danzas en mi espalda, maúllas en la mitad de mi ombligo, me secas antes de que me disuelva y respire por última vez”.

Desearía  preguntar a la  poeta si acaso Las paredes de mi cuerpo es la búsqueda incesante de formas amatorias antiguas que hayan sobrevivido al tiempo. Si la poeta afirmara que sí, entonces la voz lírica tiene razón: No hay búsqueda más extraña que un mundo antiguo en uno moderno cuando el mundo moderno desprecia la tradición, -que le asiste el tiempo como hecho de continuidad-, por considerarla vieja y fosilizada. Y lo viejo, para algunos, equivale a derrota. Y la derrota ha estado de hibernación. Muchas veces esta derrota,-que no es más que simbólica-; es incapaz de volver a tomar la iniciativa.

Por ello no quisiera pensar que Las paredes de mi cuerpo, acabe por derrotar a la poeta Marcela Noriega cuando  afirma que: “El cansancio se esparce como òsmosis a lo largo de esta habitación. A media luz, tu enojo es una gota congelada en medio de mi sien. La batalla no terminará hasta que alguien muera”.

Finalmente, el tiempo, en el cuerpo y en el sexo de estas paredes,  viste de circunstancia el placer y la tragedia. Aún, cuando estos otros versos de Noriega: “Una mariposa azul aletea en mi espíritu haciendo un leve ruido de vida” nos descubra la esperanza de la no desaparición de las artes amatorias sin clisés lésbicos, heteros, homo, etc., amatorias en fin, sin discriminar nada.

Confieso que la poesía de Marcela Noriega creará otros tipos de lectores y no menos cierto que mejores sensibilidades para una sociedad que no debe olvidar la ternura y el eros, que no debe olvidar matarse por amor y redimirse en el pecado: “Te hallé en la puerta de mi risa, en la casa de mi delirio, en la ventana de mi gemido” dice la poeta.

Algo que no eximo a la poesía novísima es su oscuro devenir. Debería esta novísima poesía retornar al vuelo creativo de las buenas poetas como Marcela Noriega que nos mantiene al filo del enjambre para no morir terrenalmente sin haber creído en la palabra y el poema como un monasterio de la metáfora y no como una pila de Demóstenes sucumbiendo a su cultura.

Siento muy hondo estos “poemas para dos” como bien subtitula su libro Marcela Noriega a Las paredes de mi cuerpo. Al final, este texto poético, quiere seguir siendo cuerpo y carne sin fin. Seguir siendo poesía y una voz poética. Una voz prístina que resuelve enfrentar a la poeta con las malas costumbres de otros que se creen poetas y conquistar los efluvios metafóricos en al ardor de un buen  coito y una buena lectura de la Silvia Plath o la Pizarnik esa, tan buenas poetas como buena amante lésbica fue la gran cantante ronca Chavela Vargas.

A esta voz lírica de Las paredes de mi cuerpo nada le quema. Nada la destruye. Es una voz hecha a la medida de su propio almíbar. Miel y sangre. Gritos de placer y sencillos aleteos de ternura. Una voz que desde el otro lado de la tierra también puede llegar a ser triste sin alguien permutara la libido de la que está manifiesta la voz lírica; tristeza mortal como los versos del pasillo  En las lejanías, versos de dolencia y espanto después de una larga vida de festejar la carne: “Ya para mis huesos, cuando yo me muera, tal vez lo más blando, tal vez lo más blando, será el ataúd.” Y es que Las paredes de  mi cuerpo, también es este y todos los cuerpos y pasillos decapitados de una generación decapitada por incomprendida y azarosa.

Una generación moderna decapitada de aquella a la “que nada le queda más que el corazón” como medio  y fin de lo que el puerto menos debe borrar en sus huellas de puerto abierto y festivo: su amor a la buena poesía y su lectura del ritmo-espacio y tiempo, acorde a su moderno sentido cognitivo y sensual-amatorio.

Marcela Noriega impone tareas Aristotélicas en esta Paredes de mi cuerpo. Que la literatura sirve para descubrirnos menos amargos, y la poesía deba servir para hacer de ella un habito de goce. Un hábito hegeliano para pensar y descubrir nuevas maneras de mantener en movimiento la palabra que todo poeta que se precie de buen poeta debe poseer sin tiempos ni noches demasiados largos.

“Las paredes de mi cuerpo es un texto-memoria. Un cuaderno de Joyce. Una nueva manera de colegir historia mundana y lírica. Es, a mi parecer, no un libro, sino la poesía misma queriendo llegar a ser sujeto real e histórico”. Jamás podrán ustedes, olvidar Las paredes de mi cuerpo, después de su lectura.

Y a usted mi Marce, le diré lo que Cayo Valerio Catulo le dice en Cármenes a Celio Rufo cuando se ve derrotado por lo que dicen los lectores sobre su poesía sin siquiera sentir el fulgor de sus versos y el mensaje que deseaba transmitir a su mundana, feroz y mediocre sociedad:

“Contra ti, si contra ti alguien, hediendo Vectio, puede decirse lo que a los verbosos se dice, y a los fatuos; con esa lengua, si el gusto te viniera, podrías lamer los culos y los zapatos rústicos. Si a nosotros todos perder del todo quieres, oh Vectio, ábrete; del todo harás cuanto ambiciones”.

Las paredes de mi cuerpo nos llega a tiempo. Así, como asta y cincel, estos versos recuperan en nosotros la lectura de la buena poesía escrita en nuestros márgenes.  ESCRITA PARA NO MORIR ENTRE PAREDES, NI MORIR EN EL FULGOR DE LOS CUERPOS.

La mujer y el miedo


El miedo fundamenta su poder en el pasado. Ella no tenía miedo cuando nació. Al contrario, era curiosa, se metía a la boca todo cuanto estaba a su  alcance, se reía con cada cara nueva, rodaba por el suelo o la tierra como si fuese un manto limpio y seguro, se acercaba a los abismos y a sus peligros como cualquier otro bebé. El miedo se instaló en ella mucho después. Una niña violada se convierte en una mujer que teme a todos los hombres, que le teme al mundo, que se desprecia a ella misma. Los demonios la visitan siempre, sacan la cabeza para recordarle lo estúpida que es, lo débil que se ha vuelto, lo mal que luce. Ella solo llora y tiembla.

La mujer se mira los nuevos golpes en la cara y las costillas al espejo. Una pregunta surge, muda ¿por qué lo he permitido? Miedo y desprecio son las respuestas. Ella lo sabe, pero no se atreve a pronunciar las palabras, que se quedan como flotando dentro de ella en una nube de gas nocivo. Ella no se atreve a pronunciarse. El silencio es espeso. Es el silencio del cadáver que la habita. Su cuerpo es una cueva vacía. Ni un insecto viviría ahí. ¿Será que no hay nadie? ¿Dónde me he ido?, se pregunta sin abrir la boca. La mujer no logra sostener la mirada. Se siente invisible, diminuta, un horrendo despojo. Las lágrimas la inundan, pero las lágrimas no son palabras, sino la confirmación de su derrota, de su debilidad. Y ella necesita respuestas con sílabas, con consonantes y vocales. Se mira de frente. Las lágrimas cesan, y una voz pequeñita, como la voz de una hormiga hembra, le dice: aquí estoy. Ella apenas la escucha. La mujer se mira por primera vez directo a los ojos. Descubre algo parecido a una fiereza antigua que empieza a despertar en su mirada, y le ilumina el rostro. Hay algo vivo, muy vivo, dentro de ella. ¡Aquí estoy! dice la voz pequeñita, esta vez con un poco más de fuerza. La mujer logra reconocerla. La voz de la hormiga es su voz, antes del miedo.

 

 

 

 

 

Un sueño


Era una casa con muchas habitaciones. Me sudaban las manos. Tenía tantas ganas de tocarte. Y tú a mí. Podía sentir tus ganas en el extremo opuesto de la habitación. Me mirabas de reojo. Alguien hablaba en el medio. El piso era de madera y había grandes ventanales por los que entraba un viento poderoso. A veces, sentía frío. Estaba mareada y vacía. Quería acercarme, besarte. Quería que saliéramos de esa casa corriendo. Pero mis pies estaban atados a los tablones de madera. No lograba moverme. Un viejo relámpago latía en mi cueva.

Al cabo de un rato, estábamos en la casa de mi niñez. Verde por dentro, blanca por fuera. Con árboles en la entrada y un patio en el fondo. Tú me tomabas de la mano. Éramos niños. Los retratos familiares nos veían austeros, mudos. Otra vez el sudor, otra vez esas ganas absurdas que se estrellaban contra la imposibilidad. ¿Por qué no podíamos estar solos? Siempre había alguien alrededor, mirándonos, cuidándonos de nosotros mismos. Mi padre hablaba dando gritos en la cocina. El sueño se fue llenando de gente, se fue llenando de infancia. Y yo solo pensaba en huir a un bosque oscuro, en tendernos en el césped, en revolcarnos en la hierba. Pero estaba pegada a una baldosa pequeñita. Las ganas intactas se convirtieron en flores que mastiqué a solas durante todo el día.

Diosas caídas


Tomado del poemario No hay que dar voces

(Ganador del Primer Lugar de la VII Bienal de Poesía Ecuatoriana, Ciudad de Cuenca, Ecuador, 2010)


Rindo un tributo en honor a mis diosas.

El universo que todo lo contiene,

Sus lágrimas,

sangre salida de sus úteros antiguos,

caen en densas capas hirientes

que bebo a largos sorbos,

intentando alimentarme de su inmortalidad.

***

Lo femenino me puebla como una gota a la tormenta,

un respiro al jadeo,

la muerte al abismo.

Soy el alfil minúsculo, la microcopia en sus manos.

Dios nos alejó su aire de varón

y nos hizo rezagos de lo que más temía: la libertad.

***

Reina ciega de los velos blancos

Estoy muerta bajo el polvo de tus dedos

El metal de tus pálidos pechos

Quiero ser profunda como tu hendidura

Y austera como la inmensidad de tus deseos

Tu saliva es la cama de hospital que me ata

Tus movimientos delante de mis huesos secos

Son el teatro perfecto para una madrugada silente

Tu sonrisa de Artemisa me quema en la hoguera

De mil espasmos eclipsados por la luna

***

Huelo la carne que arde a través de tus agujeros oscuros

Diseñados por el autor del deseo

El dios que me acaricia la piel con la vista

Y se hace mujer

En tus ojos de infierno

***

La luz invade la habitación, desprendiéndose del témpano helado

que debe ser el cielo

Nosotras somos una hilacha de esa luz infinita

Y mínima como un asesinato.

Nos cubrimos el cuerpo con nuestras débiles manos

y aullamos de alegría en nuestra paz

***

Luciérnagas inquisidoras vuelan en cruces

Sobre mis despojos sueltan su música sombría

Pordioseras en su cerviz,

Arrogantes en sus miserias

Tus delirios me hincan los ojos, me muerden las manos

Salpican en mis pupilas su suciedad alada

Hunden sus picos en mis pezones

No me dicen su nombre ni su edad

Son seres salidos de mi memoria

Que traen tu mensaje, tu voz a lo lejos

Tus pelos largos revolcados en el lodo de enero

Me halan los párpados

Su aleteo me persigue y me adormece

Me dejo llevar por su suicida incitación

A la cúspide de tu locura

 

***

El péndulo de tus estados de ánimo parece extraviado,

y vuelan por los aires las últimas esquirlas de tu voz.

Me quedo sola y ausente, esperándote en el portal del silencio

Te buscaré en el País de las Aguas, en la vieja Galia,

donde las ocas guardan nuestros sueños

en las bocas de los ladrones de este siglo,

los predicadores sin fe.

 

***

Arrinconadas, sin poder gritar nuestros nombres

Así nos ha descubierto la piedad,

Los ojos de nuestras entrañas

Los pies de nuestros nervios

Los dedos de nuestros clítoris

Nos miran absortos cosernos con el mismo hilo

Somos huesecillos hambrientos,

Buscadores de una boca de ninfa.

 

***

Cuando el espejo vomita nuestros cuerpos desnudos,

volteamos la cara

para no ver los mismos cabellos,

cinturas y pubis que nos cobijan

en este amasijo de soledad.

 

***

Carecemos de espanto,

Somos anémonas enredadas en la noche

Un amasijo de verbos desnudos

Dos inútiles diosas de carne

que despiertan en medio de un charco

que huele a pólvora y a nuestra propia sangre

Nos parecemos al voraz lamento de un árbol derribado

 

***

El calor se duerme en nuestros muslos

Bebemos la acuosidad

Y nos puebla la angustia como en una batalla.

 

***

Suelo ser mar y persona

Un crimen edificado sobre dos patas y un par de ojos negros.

Me acusan de invadir los límites de la dicha y el pecado.

Tiemblo delante de lo que creo pasajero:

tu boca desgarrando mi carne.

 

***

Eres un planeta errante

Una cadena de fuego remota

El vértice de tus caderas

Permanece enredado en volátiles augurios

Tus ojos son turbios, de olores insaciables

Y tu saliva es cortante como una mañana helada

 

***

Ella estaba en mi misma impaciencia, en mi mismo enfado,

en mi mismo exceso.

Solíamos hablar de lo mal que iba el mundo.

De pronto, nos revolcábamos en el escalofrío y explotábamos

como si fuésemos reas de una cárcel arcaica,

cercada por el océano,

donde la única escapatoria era dejarse morir como Alfonsina.

 

***

Tu sexo y el mío

Salido de las costillas de un rey impotente

Venas por donde corren aguaceros de abril

Sé que estás allá donde los unicornios

Paren realidades

Y los peces vuelan en mi humedad violenta

No soy más que la polilla que merodea tu rostro

Y se lo come lentamente sin pestañar.

 

***

Los días pasaban serenos y apabullantes en su sinsentido.

Como colchas, esperábamos un cuerpo que se nos metiera dentro.

Llegaban remotos duendes que no sabían tocar nuestros hilos

ni sacar música de nuestras caracolas.

Nuestra arpa permanecía arrinconada sin sonar.

 

***

Somos la inmovilidad

Seremos instrumentos que pervierten

Los sagrados segundos de la monotonía

Invasoras de oídos ajenos,

De lenguas y apareamientos

Nos hará falta solo la luz de nuestras cuevas

Para desbrozar el camino que lleva a los pliegues secretos

Serán los mausoleos y las casas de las hormigas

El mejor escondite para besarnos en días de lluvia

Y en noches de viento.

Una lamida de agua


Los hombres me remecen, algunos como un terremoto, por un tiempo breve. Otros, la mayoría, son como leves suspiros subterráneos, bostezos de la tierra, apenas la pluma de un pequeño pájaro en mi falda. Algunos han remecido mi tronco, que es el de un antiguo árbol, pero no me han hecho caer. Ninguno ha podido talarme. Los débiles cayeron, se volvieron eternas sombras atadas a los pies de mi memoria, pequeños insectos muertos de mi pasado. Quisiera que un día dejaran de aparecer. Quisiera no sentir lástima por ellos. Odio las sombras, y sin embargo me persiguen. Sombras masculinas que se han vuelto informes en mi mente. Tienen nombres que no reconozco. No extraño ninguno de esos cuerpos, ninguno de los momentos que pasé junto a ellos. No consigo recordar lo que sentía cuando me penetraban, o me decían te quiero. Las sensaciones se han ido. Han desaparecido en el limbo. Es como si los hombres no me marcaran, como si sus pasos sobre mí se borraran como las huellas en la arena se borran con una lamida de agua.