Esmeraldas Chiquita o la capital del África guayaca


Intro:

Ahuevado: dícese de alguien cobarde, asustadizo, que se caga de miedo. Por ejemplo: un taxista en Guayaquil que recoge a un pasajero que le pide una carrera a Esmeraldas Chiquita. Así le pasó a David, mi taxista de confianza.

—Eran las dos de la mañana y me paró una chica, me dijo que la llevara hasta allá, al fondo de Las Malvinas. La llevé, pero le tuvimos que pagar a un paco para que nos acompañe. Yo nunca iría allá sin un man armado—.

afroecuatorianos

***

El editor me encarga una crónica en Esmeraldas Chiquita. Inmediatamente a mi cabeza llegan imágenes de casas de palo sobre el estero, negros bailando candombe, robos, crímenes, miseria, el último incendio. Todos los prejuicios juntos me comen el mate como una bacteria devoradora de mates. —Es un lugar peligroso— me advierte el editor. Me cuenta que él intentó entrar hace tiempo y que lo bajaron, lo sacaron en quema, y eso que fue acompañado por un par de pacos. Pero con la cara del editor —que es blanco, guapo y tiene pinta de quiteño aniñado— es difícil mimetizarse en un sitio tan jodido como ese. Cuando uno hace una crónica la clave está en ser piel y no lunar. Si te descubren husmeando en el sitio incorrecto cagaste.

—Hasta yo lo habría bajado—, se ríe mi compañero, que es negro, pero no tan negro como la gente que vive en los fondos de Las Malvinas. Esos sí son negros azules, descendientes de africanos de verdad.

—Pero tú eres guayaca, de ley que a ti no te pasa nada—, me alienta el editor. Yo, que tengo problemas para decir no, le digo que cuente conmigo. Me pongo a buscar un contacto para poder entrar, no sea que me roben por pasarme de viva. Los pacos están descartados.

A través de Linda Vidal —una mujer negra que ha luchado toda su vida por los derechos de la gente afro— llego a Rudaina Cuero Borja, quien vive en Las Malvinas y me ofrece acompañarme a las entrañas mismas de Esmeraldas Chiquita.

Es el sábado 10 de diciembre. El taxista —que no es David, sino uno de esos choferes de taxis ejecutivos— está ahuevado. Dice que nunca ha ido para allá, que es mejor no ir sin protección policial porque, tal vez, Dios no quiera, no podamos regresar. Que tal si nos secuestran. Quiero que se calle. Sabe que, diga lo que diga, igual vamos a ir. Se saca el reloj y la cadena de oro que tiene en el pescuezo, porque cuello solo tienen los cisnes y las doncellas.

Vamos por la avenida 25 de julio rumbo al puerto. Llegamos al Mall del Sol y viramos a la derecha, entramos a la Guangala. Aquí uno ya empieza a meterse en este otro Guayaquil, ese que jamás sale en las postales. Vamos por un chorizo largo, pesado, caliente, estrecho. Enormes ollas despiden olores de  frituras, invaden el buche del auto y el de nosotros.

Llegamos a Las Malvinas, el antiguo imperio del famoso bandido Jaime Toral Zalamea, quien siempre ha gustado de exhibir un poco de su arsenal de armas como parte de su vestuario habitual. Este traficante de tierras con título de abogado y, por si fuera poco, de periodista, antiguo aliado del anterior dueño del país, fue quien en la década del ochenta levantó Las Malvinas, que son una hilera de cooperativas miserables, habitadas en gran parte por negros que llegaban a Guayaquil con la misma ilusión que un indígena a Milán.

Al fondo de Las Malvinas y al pie del estero Mogollón, se encuentra Esmeraldas Chiquita, asentada sobre una base de arena producto del dragado que realizó el gobierno de Rodrigo Borja en 1992.

Tuve la dicha y el privilegio de ser vecina de Toral durante un año. Yo vivía en un pequeño departamento de un barrio aniñadísimo justo enfrente de su enorme casa. En el medio solo había una callejuela angosta —demasiado angosta para mi gusto— de cuyo nombre no quiero acordarme. Era, me decían, la cuadra más segura de todo Guayaquil. Eso sí: había un riesgo grande de morir de bala perdida. Los pistoleros —como si estuvieran actuando para una película del tipo Venganza Ciega o Justicia Urbana, de Steven Seagal— solían despertarme a punta de metralla, o recibían a mis amigos apuntándolos con sus pistolas. Cuando era Navidad, largas colas de gente invadían la calle; él les regalaba electrodomésticos.

Ahora que merodeo por sus viejos territorios recuerdo los sobresaltos que me hacía pasar el abogado/periodista graduado con 9.9 en la exigente Facultad de Comunicación Social de la Universidad de Guayaquil, más conocida como FACSO y su tropa de guardaespaldas de gatillo fácil. Uno de sus hombres tenía un ojo de vidrio, al otro le faltaba una pierna y había uno joven y recio que siempre se ofrecía a hacerme compañía. No vaya a ser que un delicuente común me asalte. Casi todos tenían un título de periodista de la FACSO, que el abogado les había conseguido.

—Si yo soy como usté, solo que no practico— me decía burlón el pata de palo.

En mis gratos recuerdos estoy. No ayudo mucho al taxista, que está perdido. Buscamos la estación de la 43. Nos pasamos, regresamos, preguntamos.  Al fin veo a Rudaina que me saluda por la ventana. Este auto Kia negro nuevecito está llamando mucho la atención. —Mejor váyase—, le digo al taxista que sale disparado como un guanaco.

De la casa de Rudaina sale despedida una bulla infernal. —Es bachata, me gusta la bachata, el ballenato, la salsa. Lo que no me gusta es la cumbia colombiana— me cuenta. Parece que sus vecinos comparten sus gustos musicales. Estamos la Cooperativa Esmeraldas Libre, de Las Malvinas, donde ella vive desde hace 25 años. Hija de una empleada doméstica y un tractorista, Rudaina nació en Esmeraldas city. Mientras se arregla el pelo y, de vez en cuando, canta alguna estrofa de la canción, cuenta que cuando llegó a Guayaquil vivió en Leonidas Plaza y Pancho Segura, calles que pertenecen al Cristo del Consuelo, el primer enclave negro de Guayaquil. La miro. Rudaina es un mujerón: alta, gruesa, dueña de esa piel dura y envidiable que tienen las negras. Con ella al lado nada pasará. Salimos rumbo a Esmeraldas Chiquita.

En la esquina aparece un tipo blanco con pinta de man sabido y buena gente. Se llama David, es amigo de Rudaina. Se ofrece a acompañarnos feliz de la vida cuando le digo que esto es para la SOHO. Me cuenta que vivió casi toda su vida en Esmeraldas Chiquita, nada menos que 32 años.

—Me casé con una señora de raza negra, una señora afroecuatoriana—

—¡Una negra di y punto!—le grita Rudaina y le da un empujón, con cara de cabreada, pero en broma.

—Bueno, una negra, una negrita sabrosa— sonríe él

—¡Cómo que yo te voy a decir algo porque me dices negra! ¿Qué eres loco? La palabra es negra. Y tu mujer es negra— deja bien claro Rudaina.

—Sí, eso es rico— dice David.

Este par me divierten. Caminamos por calles pavimentadas. Música a todo volúmen sale despedida de dentro de casas pintadas con colores de plumas de papagayos.

—Las Malvinas es Esmeraldas Chiquito, Dignidad Popular, 24 de mayo, Esmeraldas Libre… ¡Ufff! una veintena de cooperativas. En todas hay negros, pero en Esmeraldas Chiquito es donde están más concentrados. Hicieron un censo y dijeron que en toda Malvinas había unas 500 mil personas— dice David, que desde hace algunos años vive en Durán.

—Cuando yo vivía aquí era horrible, no se podía salir. A las 3 de la tarde ya había que meterse. Era horrible, horrible. De noche era imposible salir. Los taxis no venían para nada. El único bus que se atrevía a entrar era la línea 9. Pero no entraba hasta acá. Te dejaba atrás del Hospital del Seguro. Imagínate la lejura—

Eso es lejos. Es como caminar todo el trayecto que hicimos en el taxi. Sin perderse, en auto, son unos veinte minutos. Y nadie quisiera caminar tanto por estos barrios donde dios nunca mira.

—Pero, con el pasar de los años, ya se hizo menos peligroso. Algunos (malandros) se murieron, a otros los mataron, otros se fueron. Si no, no podríamos estar caminando por aquí tan campantes. Ya nos habrían robado, o vaciado la casa— ejemplifica David.

Seguimos andando y, como si fuera una realidad que solo había visto por la televisión, aparecen delante de mí las casas que el Gobierno levantó en la zona del incendio que el 20 de noviembre de 2009 consumió tres manzanas de Esmeraldas Chiquita en lo que fue, según el Cuerpo de Bomberos, uno de los incendios más grandes que ha soportado Guayaquil en los últimos años.

Fueron 106 casas las que ardieron. Tomando en cuenta que en Esmeraldas Chiquita viven 122 familias, no es exagerado decir que el fuego devoró casi todo el barrio. No porque el fuego sea glotón, que lo es, sino porque la mayoría eran casuchas de caña. Ahora hay casitas altas de cemento.

Vamos por calles interiores, de tierra, bordeando un canal que fue, en sus buenas épocas, un limpio ramal del Estero. Ahora es solo agua pútrida empozada, ahogada en basura y sobrevolada por gallinazos, esas aves carroñeras horrendas con plumaje negro, pico puntiagudo y cabeza desnuda.

En la mitad de una calle está un grupo de negros hablando a los gritos, cómo más. Aquí se habla así: claro y fuerte. Entre ellos está Valentín Medina —don Vale para la gente de Las Malvinas— un negro alto que trabaja de estibador en el Puerto Marítimo y vive en una casita de palo junto a su madre anciana.

—Soy de Borbón, me vine a Guayaquil a los 17 años detrás de una mujer. Cuando llegué vivía en el Cristo del Consuelo— empieza a contar.

—¿Y hace cuántos años que vive en Malvinas?—

—Que yo me acuerde unos 25 años en adelante, o cuidado pueda ser más. Cuando yo llegué aquí a vivir era puro puente esto, el relleno hidráulico todavía no estaba. Yo vivo en Dignidad Popular. Esta cooperativa es del abogado Jaime Toral. Él nos regalaba los solares a las personas que no teníamos. Nos los daba a cambio de nada—

—¿Toral hizo todas estas cooperativas?

—Claro que sí, el abogado Toral. No lo defendemos, pero en ciertas cosas sí hablamos bien de él, porque si él no nos hubiera ayudado no tendríamos dónde vivir—

—¿Cómo era Malvinas cuando usted llegó?—

—Aquí era todo manglar. Era lodo y puente, lodo y puente. Recién se estaba formando. No había servicios básicos. Aquí solamente había una calle por la que la gente circulaba. Todo era puente, puente, puente. Esa calle se llamaba… No me acuerdo cómo se llamaba—

—Ernesto Albán— grita alguien por detrás.

—Siempre han dicho que Esmeraldas Chiquito es peligroso ¿lo sigue siendo?—

—De todos estos lugares como el Guasmo, Malvinas, Perimetral, se tienen muchas cosas qué decir. Pero lo que pasa es que pueden matar a las personas en el Guasmo o incluso en el centro, y vienen a botarlos acá a la Perimetral. Luego, la gente dice “en la perimetral pasó eso”, pero casi siempre lo hacen en otra parte. Van pasando y los dejan botados…¿sí me entiende?—

—Sí claro. Si a cualquiera en Guayaquil le dicen “cuidado apareces en la Perimetral” uno ya sabe de lo que le están hablando.

Las Malvinas está llena de gente de apellidos como Caicedo, Valencia, Vernaza, Ayoví, Arroyo, Cuero, Angulo, Cabeza… todos esmeraldeños.

—¿Por qué tanto esmeraldeño por acá?—

—Porque ya no les gusta allá, allá hay poco trabajo. Aquí nos va mejor—

Don Vale tiene casa y familia en Esmeraldas, pero solo va de visita. Nunca se queda más de un mes.

—Me siento bien aquí. El trabajo me queda cerca. Cojo a media cuadra los carritos que van al Mall del Sol, pago 15 centavos, de ahí cojo la 28, la 118 o la 58, cualquiera de esas me dejan en el puerto— dice Valentín.

—Ahora este es un buen sector porque ya hay pavimento y servicios. Estamos bien. Nos sentimos bien— dice John Alberto Hernández, un ex sargento del Ejército negro, que escucha la conversación y que también vive aquí.

Don Vale, que ha entrado a su casa, regresa con botellas de quáker helado para todos. Cojo la mía. Él sigue hablando.

— Me siento bien en el lugar donde vivo porque todo el mundo me conoce, yo puedo llegar a la una, dos de la madrugada y nadie me falta. A la gran mayoría de la población que vivimos aquí nos gusta—

Parece que las cosas están cambiando. Quienes viven en Esmeraldas Chiquito o quieren ir de visita ya no tienen que caminar tanto como David. Ahora, desde cualquier lugar de Guayaquil, es posible llegar a la cooperativa. Las líneas de buses 3, 9, 91, 129, 137 son la prueba.

En varios kilómetros a la redonda, después de conversar, beber quáker y puchos de cerveza en diferentes recipientes, no encontré a nadie que se quejara de vivir aquí. Nadie me miró con malas intenciones. Todos estaban contentos, escuchando música a todo volúmen, bailando, bebiendo, riéndose como si este fuese el mejor lugar del mundo para vivir. No vi a nadie esconderse. Sí vi a policías dar la vuelta más de una vez por los mismos sitios.

—Antes la policía solo venía para hacer los levantamientos (de cadáveres)— dice Rudaina.

En Esmeraldas Chiquita la vida transcurre en la calle y también en el malecón, estrenado recién el año pasado. Los niños juegan en el parque. La gente saca sus sillas y se pone a beber o simplemente a conversar en los portales de tierra. Recuerdo haber visto a una niña con una laptop en las piernas sentada, sin ninguna preocupación, afuera de su casa.

Me paro en el malecón de Esmeraldas Chiquita. Veo que al frente, cruzando el estero, está la Isla Trinitaria. —Eso que ve es Nigeria— dice David. A la derecha, a lo lejos, se ve el Cristo del Consuelo. Y a la izquierda están los Guasmos. Allí, la cooperativa Pablo Neruda, es otro enclave afro. Es como si el estero, de alguna manera, interconectara todos estos barrios negros.

Valentín vivió trece años en Nigeria. Desde donde estamos se puede ir atravesando el puente o en canoa.

—Allá, en Nigeria, solo están pavimentadas las calles principales. Aquí está todo mejor, hay más vida. Somos más felices. Soy sincero en decir que, a la hora que usted quiera, sale de su casa, agarra auto, va a donde sea y no le pasa nada. No hay por qué tener miedo—.

Pero tampoco hay que confiarse ni abusar de la suerte. —El año pasado vinieron unos hp en un carro. Era temprano, como las diez de la mañana. Les dispararon a unos que estaban en una piscina de plástico bañándose. Mataron a tres de la misma familia— dice Rudaina.

Crónica publicada en la revista SOHO 2012

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