Pablo y la virginidad


 

Amantes

A los 18 años tuve un novio loco, tan loco que escalaba borracho los postes de luz, tan loco que se lanzaba desde un puentecito del parque La Carolina, en Quito, al bote que pasaba por debajo (yo iba en el bote). Tan loco que, con el frío calándole los huesos, llegó un día sin camisa, con un pequeño perro en los brazos y una enorme sonrisa. ¿Y esto?, le pregunté. Escuché que dijiste que querías un cachorro, contestó. Había cambiado su abrigo y su camisa por el perro. Mi madre lo odiaba, decía que era un borracho, que no era un buen partido. Y sí era borracho, pero qué me importaba eso si era divertido y estaba loco por mí.

Pablo tenía el pelo largo, facha de desadaptado, gafas y espíritu en plan John Lennon. Bebía hasta la inconsciencia, escuchaba José José y hablaba como gringo. Había nacido en Quito, pero desde pequeño su madre lo llevó a vivir a Nueva York. Siempre fue rebelde. Lo botaron de todos los colegios y sus padres decidieron que el único lugar donde podría graduarse era en Guayaquil. Estuvo aquí un año. Vivía en Durán, con una tía que nunca pasaba en casa. Nos hicimos adictos el uno del otro. Amaba esas tardes en que pasábamos tendidos en la cama, sin más preocupación que recorrer cada escondrijo de nuestros cuerpos.

Todo empezó la noche de mi cumpleaños número 18. Habían elegido a los cuatro alumnos más “pilas” del colegio para representarlo en un congreso internacional de jóvenes que se desarrolló en Quito. Por esa época, yo era virgen, a pesar de que tenía un novio formal, con quien no pasaba de los sobajeos propios de esa edad. Eran los noventa.

Pablo y yo nos hicimos amigos en ese viaje. A los dos nos gusta leer, leíamos a Kundera, él en inglés y yo en español. Los otros dos eran un futbolista y una gordita extrovertida. Nos mandaron con un profesor joven y gay. Queríamos emborracharnos –para mí sería la primera vez–, y el profesor era un estorbo. Disolvimos un tranquilizante en su bebida y quedó noqueado en poco tiempo. Compramos una botella de ron Abuelo y nos encerramos en un cuarto. Casi enseguida, el futbolista y la chica empezaron a tener sexo en nuestras narices. A mí me dieron náuseas. Recuerdo que yo estaba tan borracha que Pablo me cargó y me sacó de ahí. Me llevó al cuarto de ellos, donde estaba, inconsciente, el profesor. Me quitó la ropa y empezó a besarme.

Besándome bajó hasta mi pubis, yo abrí instintivamente las piernas y él empezó a lamer. No creí que aquella sensación fuera posible. La cabeza me daba vueltas. Esto era lo mejor del mundo. No hizo nada más. “Sólo quiero darte placer”, dijo. Amanecí en sus brazos. Y me enamoré perdidamente de ese loco.

Cuando volví a Guayaquil lo primero que hice fue terminar con mi novio, y pedirle a Pablo que rompiera esa maldita membrana que nos separaba, pero era tan resistente como una tela de araña soldada. Siempre he tenido una mente práctica, así que compré tampones para rompérmela yo sola en el baño. Y lo logré. Ya está, le dije. Ahora sí podrás. Y pudo. Al principio el dolor fue tremendo, pero después el placer lo fue superando.

Es cierto que las mujeres nunca olvidamos la primera vez. Pero es mentira que todas la queremos repetir. No entiendo a las que se operan para volver a tener un himen. O son masoquistas o tienen un problema patológico de ridiculez. La virginidad, simbolizada por esa membrana, es un estorbo siempre. Una condición que no le sirve a nadie para nada, y de la que habría que salir lo más pronto posible.

Pablo era tierno y paciente. Me enseñó con suavidad a extender las alas de mi cuerpo. Nos volvimos inseparables. Retrasó varias veces su regreso a Nueva York, pero el adiós siempre llega. Lloré meses su ausencia. Él me llamaba y me enviaba regalos. Yo nunca fui a verlo. Han pasado los años. Ahora hablo con Pablo por Facebook. Se gana la vida dando clases de yoga y tocando guitarra en el subte. Es probable que no fuera un buen partido, como decía mi madre. Pero siempre será mi primer amor.

(Texto publicado en la revista SoHo, febrero 2013)