Los movimientos de un pájaro que vuela son armónicos, lúcidos, ligeros, pero cuando es atrapado y encerrado se vuelven rabiosos, coléricos, desmedidos. Los movimientos de Piedad fuera de la jaula apelan al descontrol. Estancado el dolor, como si nunca siquiera hubiese existido, Piedad empieza a vivir cara al sol; briosa y fulgente, desciende sin miedo por un loco tobogán. Tal como quería Pedro Máximo, acaba la carrera y se gradúa de periodista. ¿Y ahora qué?, se pregunta mirando el título, que acaba por enrollar y guardar en un tubo de cartón. No por ello se siente mejor o distinta, por lo que, a pesar de que no ama a Rafael, lo sigue a Chile. Es una buena oportunidad de salir del agobiante puerto que la parió. A Piedad le gusta sentir el bramido de sus tripas, las sensaciones nuevas la enloquecen.
Se siente una gacela saludable, quiere dar un salto largo, libre y magnífico, que la lleve directamente al delirio, a la felicidad que se esconde detrás el exceso, que asoma acaso un ojo. Desde la ventanilla del avión ve cómo se aleja de Guayaquil, y por primera vez ve la ciudad con su apariencia de culebra atravesada por lenguas de agua. Guayaquil es un reptil, mitad serpiente, mitad cocodrilo, que, como el dios Cronos, devora a sus hijos. La contempla entre nubes y piensa en su forma femenina: la ciudad zigzaguea, se ondula, se sabe dónde empieza, pero no dónde acaba. Sus cabezas crecen desordenadas y, como las de Medusa, son repelentes, húmedas, grises. A veces, cola y cabeza son una misma cosa, tal son las mujeres. De ella, Piedad escapa, vuela como un pájaro brujo o un murciélago de alas oscuras que ha decidido irse lejos huyendo o persiguiendo la sombra de un hombre. Aún tiene retenida la imagen de su ciudad cuando aterriza en Santiago de Chile. Rafael la recibe en el aeropuerto, la instala en su casa, que queda en una comuna alejada del radio urbano. Disfrutan, salen, hacen el amor de esa forma suave y silenciosa que él le enseñó y ella agradece. La penetra sin apuro, juega eternamente con su pelo, la acaricia tardes enteras: tardes enteras en las ramas, como el libro que hace poco leyó. Ella le corresponde simulando, lo mejor que puede, el amor. En un jeep rojo, potente y saltarín, recorren largos caminos de playas y montañas. Chile le parece un país enigmático de gente triste y dócil.
Un día él la lleva a Punta de Tralca, palabra indígena que significa trueno, le dice, una playa con mucho roquerío. Van en el jeep hasta una planicie, bajan, se sientan y mientras fuman, contemplan los rugientes acantilados. Sopla un viento helado. Las olas que, llenas de energía y furia, se estrellan bajo sus pies, los rocían de espuma salada que a Piedad le gusta lamer, hay sexo en eso. Él, tiritando, entra al coche y, en él, se abriga con el poncho largo que ella le trajo de Ecuador. Piedad se niega a entrar, se saca la ropa y empieza a correr desnuda dejando que el viento golpee su cuerpo. Abre los brazos, aletea fuertemente en arcos grandes y planea en círculos, como un aguilucho que está aprendiendo a volar. Él le pide que deje de hacer tonterías y suba al carro, pero ella, por primera vez, se sabe libre y no se detendrá. Corre contra el viento, cerca de los riscos, gozando del peligro que supone. Él se preocupa, se baja del jeep y la alcanza, le pone una manta y la obliga a entrar. La semana siguiente la pasará en cama, con bronquitis, cabreada por lo que se pierde pero sintiéndose Eva y al tiempo Lilith. Aún no se ha recobrado cuando él ya está haciéndole el amor. Vivirá unos meses cálidos entre sus brazos.
Capítulo 22 de la novela Pedro Máximo y el círculo de tiza (fragmento).