El cinturón de seguridad


País Vasco

España por dentro

 

El autobús peina la carretera San Sebastián – Pamplona. Son las nueve de una mañana nublada y extrañamente fría de finales de julio. Cae una txiri-miri —la palabra que usan los vascos para referirse a la garúa—. Mi amiga Xixur, una vasca hermosa y vital, me ha acompañado a la estación y nos hemos despedido con largos abrazos. El chofer ha tenido que obligarme a montar en el bus. Me dirijo a Barcelona. Madrugué para poder estar por la tarde en la ciudad de Gaudí y salir de juerga por la noche. El bus va semivacío. Me arropo con una manta, aplasto el botón para reclinar el asiento y me apresto a dormir buena parte de las siete horas, o los 434 kilómetros, que me quedan por delante. Pasan, tal vez, veinte minutos y una voz potente me despierta de forma súbita. ¡Cinturón de seguridad! Dos policías de la guardia civil uniformados de azul y entoletados han subido y revisan pasajero por pasajero. ¡Mierda! En toda mi vida de usuaria de buses jamás se me había ocurrido ponerme el cinturón. Y no tenía la menor idea de que esto, en España, fuese considerado una infracción “grave” que lleva aparejada una sanción de 200 euros. ¡Bajen los que no lo llevan!, ordena uno de los policías.

Entre dormida y asustada —a esas horas no tengo la menor idea de qué diablos pasa—, hago caso. Descendemos del bus ocho personas, entre ellos una pareja de rumanos. Él es altísimo, viste un pantalón y camisa de tela gastados, lleva olor a días sin agua. Ella es rubia, gordita, de rostro afable y mirada huidiza. Deben andar por los cincuenta y tantos. Tienen pinta de ser gente humilde. Nos piden los documentos. El aire frío y el susto me hacen dar ganas de orinar. Les entrego mi pasaporte. Junto al bus, descansa un patrullero policial. El rumano me mira sobresaltado. Creo que me pregunta qué está pasando. No habla castellano ni inglés. Está frito. Con señas intento explicarle, se rasca la cabeza. No entiende. La verdad, yo tampoco entiendo mucho. Su mujer, con el paso de los minutos se pone más nerviosa. ¡Hostia! ¡Me cago en la puta!, vocifera uno de los españoles multados. Es el afán recaudatorio, la crisis, no saben de dónde sacar dinero estos cabrones, dice otro.

El policía me pregunta que dónde vivo. Le digo que estoy de paso, que no tengo residencia fija. Me dice que si pago la multa ahora serán “solo” 100 euros. No tengo dinero, le digo, alzando los hombros. Se enoja. Me advierte que no me devolverá el pasaporte hasta que no pague la multa. Le dice lo mismo a los rumanos. Los acompañaremos al cajero más cercano, en Pamplona, para que nos paguen. ¿Qué qué? Quedan más de 50 kilómetros hasta Pamplona. ¡Joder tío!, ¿vendréis detrás del bus solo para cobrar una estúpida multa? Le pregunta un chico. ¡Que sí, coño! ¡Suban!

Subimos al bus indignados, cabreados, reclamándole al chofer por qué no nos avisó que debíamos ponernos el cinturón. “En mis veinte años como conductor nunca había visto nada igual”, dice el hombre, confuso. Los rumanos se están volviendo locos, no entienden nada. Cuando el bus arranca, la mujer empieza a gritar palabras incomprensibles, llora y golpea la ventana, quiere bajarse, pide que le devuelvan su pasaporte. Si algo sabe un viajero es que menos vale perder una pierna que el pasaporte. Entre todos tratamos de tranquilizarla. Vamos a Pamplona, sacamos dinero, pagamos la multa, nos devuelven los documentos y nos vamos. Esas oraciones transitivas sencillas se las deletreamos, las explicamos con señas y muecas, varias veces. Algo entienden. Llegamos a Pamplona. Voy al cajero y saco los cien euros. El rumano me muestra dinero de su país, rublos o rupias, qué sé yo, algo que no sirve para nada. No puedo ayudarlo.

De regreso al bus, nuevos pasajeros se montan, lo llenan y se enteran de la situación. Cerca de mí se sientan unas adolescentes que hablan como cotorras y se ríen de lo que ocurre. Los policías nos esperan en un cruce de carretera. Me bajo, les pago. Me dan una notificación y un recibo. Otros también pagan en efectivo. Pero los rumanos aún no tienen euros. No vemos la manera de solucionar el problema. Ya llevamos hora y media de retraso. Algunos pasajeros presionan al conductor para que deje botados a los rumanos. Una mujer mayor de pelo pintado de amarillo se cabrea. De mala manera, dice que tiene que tomar un crucero a las seis en Barcelona y que no es su culpa que haya gente irresponsable que no sepa las leyes del país, y que encima venga sin dinero. Me mira despectivamente y me dice: ¡Al menos, tú entiendes el castellano! Le respondo: señora: no es que lo entienda, es que lo hablo y seguramente lo escribo mejor que usted. Me mira con rabia. Las chicas siguen riéndose de todo. La mujer rubia no puede más. Agarra sus paquetes, se levanta y da voces por todo el bus. “¡Esto es tercermundista, no estoy dispuesta a soportarlo!”. Le reclama al chofer. Le dice que si no arranca en ese mismo momento, ella se baja. El conductor le explica que no puede dejar a esas personas a la buena de Dios. La señora rumana no para de llorar, se siente avergonzada, mete la cabeza en el sobaco de su marido. La rubia se baja despotricando, dando alaridos.

En silencio, cuatro chicos españoles que también fueron multados, han puesto de su dinero y han logrado juntar los doscientos euros. Pagan la multa. Los rumanos los abrazan. El bus, ahora sí, puede partir.

(Texto publicado en la revista Mundo Diners, marzo 2012)

 

4 comentarios sobre “El cinturón de seguridad

  1. Marceeeeeeeeeeee!!!! Aún recuerdo esos largos abrazos!!! Me encanta como lo has escrito!!! «señora: no es que lo entienda, es que lo hablo y seguramente lo escribo mejor que usted» Me he sentido aún más orgullosa de ti si cabe al leer esto!! Eskerrik asko por nombrarme!!! ZORIONAK!!! 😉 Te mando un enormeeeeeeeee abrazo!!!!! Muxu

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