Lucía y el sexo


mujerdesnuda

Es domingo, el día se abre denso y perezoso. He dejado encendida la computadora con música random. La voz de Alejandro Sanz chilla desde el parlante. Tengo tanta pereza que la dejo sonar. Nada puede ser peor que despertar temprano un domingo. Nada, ni siquiera escuchar “…ella peina el alma y me la enreda / va conmigo pero no se a dónde va / mi rival, mi compañera / que está tan dentro de mi vida y a la vez está tan fuera”. La voz del madrileño es la de un niño bien; me caen mal los niños bien. Estuve en España el año pasado, pero tenía ganas de ir desde los 16, cuando mi mejor amiga, Lucía, se fue a vivir a Madrid. Lucía me llamaba en la madrugada y me decía: ven que te extraño. Yo sentía una angustia infinita. Nos conocimos en la escuela de monjas, cuando teníamos seis años y estuvimos juntas hasta tercer año de secundaria. Yo nací en noviembre de 1978 y ella en abril de 1977. Lucía era mayor por solo siete meses, pero en esos siete meses cabía una eternidad. En realidad, ella tenía como siete años más, o tal vez setenta. Era una sabia, una bruja, una predestinada para el placer, una especie de imán mágico, de piedra filosofal a la que yo recurría, casi sin hablar. Nunca le hacía preguntas, no me atrevía y tampoco era necesario. Ella sabía que yo tenía una curiosidad insaciable por el mundo, los hombres y el sexo. Lucía tenía el conocimiento, vivía lo que yo apenas alcanzaba a soñar. Me miraba con esa cara de geisha dulce, blanquísima, y me contaba sus aventuras sexuales. Lo hizo desde los trece años. Lucía, a esa edad, ya tenía un cuerpo sinuoso y tetas exuberantes. Era tan guapo, tan fuerte, tenía tu nariz. Yo me mojé apenas lo vi y cuando subí a su moto y me metió los dedos en la vagina, tuve un orgasmo que me hizo sacudir. Cosas así me decía en los recreos. Yo me mojaba enseguida cuando Lucía relataba una de sus historias. Esperaba con ansias la temporada playera, porque ella iba a Salinas todos los fines de semana, mientras yo me quedaba encerrada bajo siete llaves, sin poder salir ni a la esquina. Lucía llegaba el lunes con noticias frescas del mundo. Lucía fue la primera persona que yo conocí que había viajado fuera del país, había tenido sexo, había probado cocaína y, por si fuera poco, había tenido un novio motociclista que murió en un accidente. Pero, además, entre nosotras había una atracción intensa. Nos sentábamos juntas en la última fila del lado derecho del salón. Era un salón muy amplio, con piso de baldosa, y techos altos con ventiladores colgantes. A mi lado izquierdo, había una enorme ventana con rejas. Estaba prohibido asomarse. Los chicos de los colegios aledaños pasaban por la acera de enfrente haciendo señas. Yo tenía la extraña impresión de que cada vez que, en un descuido de la profesora, miraba por esa pequeña rendija, había un hombre invitándome a huir con él. Lucía me decía en clase: juguemos a hacernos marcas en las piernas. Gana la que aguanta más sin reírse. Llevábamos unas largas y pesadas faldas, medias altas de tela gruesa y zapatos negros mocasín. Yo, sin hablar, aceptaba el juego. Jamás contradecía a Lucía. Toda idea que ella tenía, me parecía brillante y sensual. Le hice una marca con mi marcador verde apenas unos centímetros por encima de la rodilla. Ella me miró con picardía y, sin que yo pudiese hacer nada para impedirlo, me levantó la falda y me hizo una gran marca en la parte interna del muslo. Reaccioné enseguida y la imité, pero esta vez no solo le hice una raya más arriba, casi en la zona de la ingle, sino que me detuve un par de segundos para que el olor de su entrepierna me entre por la nariz. “Ella se hace fría y se hace eterna, un suspiro en la tormenta a la que tantas veces le cambió la voz”. Sigue el meloso Sanz. La última vez que Lucía me llamó fue en el verano de 1997. Yo tenía 19 años y había escrito un libro que ganó un premio. Llamó para felicitarme. Hablaba como española, un acento que me molestó sobremanera. Parecía ebria y, entre lágrimas, me pedía perdón. Me contó que trabajaba como estríper para unos tipos en un antro. ¿Cómo para unos tipos? Los tíos me pagan y yo hago lo que ellos me piden. Tú no lo entenderías, eres demasiado buena. Sentí como si un cuchillo grueso se clavara en mi garganta. Desde ese día odié a Lucía.