En centro de la batalla, te recuerdo. La memoria parpadea bajo el sol, y me trae imágenes de nuestra historia. Cada noche dormías enredado en una de mis arterias; te arrullaban los latidos de mi útero. Por las mañanas, volábamos como dos halcones desnudos sobre los restos de la ciudad. Éramos invencibles. Me acuerdo de aquel letrero sobre la montaña, el enorme pino detrás de los ventanales de la cocina, el cerro detrás de Las Lomas, el puente sobre el estero, las casas abandonadas, los gansos en el césped, la calle Costanera, Elliot Smith susurrando sus tristes canciones. Ya no hay nada, solo frío y sed. Hace rato que la dama amarilla me mira dormitar. Nunca me duermo del todo, no me lo permito. Tengo el brazo lleno de moretones, y no creas que es porque me han golpeado. Nadie me ha puesto un dedo encima. Soy yo la que me niego a dormir. Me pellizco, me rasgo, me hago agujeros en la piel para no dormir. Me oculto detrás de una melodía que apenas recuerdo. Cuento las arañas que escalan el árbol. Enumero las hormigas que suben por mis piernas hasta mi cabeza. Colecciono cabezas de salamandras, y ceno siempre de pie en la cocina. Espero que la noche se abra y me trague. Pero no lo hace.
He escuchado que el poder que tenemos algunas mujeres alcanza para darle la vuelta al mundo con cintas. Mi poder dormita en mis párpados mudos. Quiero escabullirme del miedo, de este monstruo jadeante y quisquilloso que es la realidad. Odio la sensación de no poder huir más allá de lo que ven mis ojos, de sentirme invadida por el peso agobiante de tu ausencia. Tus enojos se han ido, también tu ambigüedad. Soy como aquel hombre que sobre sus hombros soporta el peso del mundo. O como aquella mujer que carga a todos los niños en su útero triste.
¿Dónde estarás, amor mío? Te has alejado de este animal cansado.
Mañana lameré el suelo donde cayeron los residuos de lo que fuimos.